LO VIEJO Y LO NUEVO
En la
novela Zalacaín, el aventurero (1908), Baroja relata cómo Martín
Zalacaín, en compañía de Bautista, amigo, socio en asuntos de contrabando y
cuñado, caen en las redes de la cuadrilla carlista del Cura Santa Cruz, temible
guerrillero en tierras vascas, de la que escapan tras un tiroteo en el que cae
herido el intrépido protagonista.
En un
momento del relato, Baroja se refiere a la situación del País Vasco durante la
última guerra carlista (1872-1876) en los siguientes términos:
Los carlistas se apoderaban de
una porción de pueblos abandonados por los liberales. Habían entrado en
Estella.
En las dos orillas del Bidasoa,
lo mismo en la frontera española que en la francesa, se sentía un gran
entusiasmo por la causa del Pretendiente.
Capistun y Bautista señalaron sus
conocidos alistados en la facción. La mayoría eran mozos, pero no faltaban
tampoco los viejos. Los fueron citando.
Allá estaban Juan Echeberrigaray,
de Ezpeleta; Tomás Ablandos, de Añoa; el herrero Lerrumburo, de Zaro;
Echebarría, de Irisarri; Galparzasolo, el alpargatero de Urruña; Mearuberry, el
carnicero de Ostabat; Miguel Larralde, el de Azcain; Carricaburo, el mozo de un
caserío de Arhamus; Chaubandidegui, el hijo del confitero de Azcarat; Peyrohade
y Lafourchette, los dos mozos del bazar de Hasparren.
—¡Valientes granujas! —murmuró
Martín, que escuchaba.
Capistun y Bautista siguieron su
enumeración (refiriéndose
ahora a los del otro lado del Bidasoa).
Estaban también Bordagorri, el de Meharín; Achucarro, de Urdax; Etcheun, el
versolari de Chacxu; Gañecoechia, de Osses; Bishiño, de Azparrain; Listurria,
de Briscus; Rebenacq, de Portualés; el propietario de Saint-Palais con el barón
Lesbas dÁrmangac, de Mauleon; Dechesarry, el sacristán de Biriatou; (…).
Los vascos, siguiendo las
tendencias de su raza, marchaban a defender lo viejo contra lo nuevo. Así
habían peleado en la antigüedad contra el romano, contra el godo, contra el
árabe, contra el castellano, siempre a favor de la costumbre vieja y en contra
de la idea nueva.
Estos aldeanos y viejos hidalgos
de Vasconia y de Navarra, esta semiaristocracia campesina de las dos vertientes
del Pirineo creía en aquel Borbón vulgar, extranjero y extranjerizado, y
estaban dispuestos a morir para satisfacer las ambiciones de un aventurero tan
grotesco.
Los legitimistas franceses se lo
figuraban como un nuevo Enrique VI, y como de allí, del Bearn, salieron en otro
tiempo los Borbones para reinar en España y en Francia, soñaban con que Carlos
VII triunfaría en España, acabaría con la maldita República francesa, daría
fueros a Navarra, que sería el centro del mundo, y, además, restablecería el
poder político del Papa en Roma.
Está claro
que la postura de Baroja —al igual que Unamuno— es poco proclive al
nacionalismo vasco, y menos aún al nacionalismo carca y tradicionalista. Y, si
bien no se puede tachar a Baroja de izquierdista, cosa de la que abominaba, hay
que reconocerle un par de cosillas en su haber liberal-inconformista: sus
comienzos anarquistas, de los que también renegó —como sus compañeros de viaje,
Azorín y Maeztu— y, sobre todo, su radical anticlericalismo, llevado hasta el
mismo fin de sus días, en que decidió que se
le enterrara en el cementerio civil de Madrid tras su muerte, cosa que
ocurrió en 1956, deseo respetado por su familia, a pesar de las muchas
presiones que las autoridades ejercieron para tratar de contravenir sus últimas voluntades.
Y como
lo viejo se convierte en nuevo —tal que la minifalda, los topolinos o los
pantalones acampanados— los batallones carlistas se convirtieron en el Requeté,
que renacieron más o menos en los mismos territorios de Navarra, País Vasco y
Cataluña y el 22 de julio de 1936, cuatro días después de pronunciarse el
Alzamiento Nacional, Baroja es detenido y llevado preso en un pueblo cercano a
Vera de Bidasoa, al que había acudido en
coche junto a dos amigos para ver el despliegue de la columna requeté que se
desplazaba desde Navarra a Irún. Alguien intercedió por el escritor y lo sacó
de la cárcel rural, pero Baroja, ya viejo y con doscientas pesetas en el
bolsillo, cogió miedo y puso pies en polvorosa en dirección a San Juan de Luz
primero y París después, a esperar tiempos menos inciertos.
Casi,
casi como le había ocurrido a su imaginario héroe Zalacaín ciento cincuenta
años atrás.
Lo viejo
y lo nuevo. Todo pasa y todo vuelve, pero lo nuestro es volver.
Román
Rubio
Septiembre
2024