LA
HORA VIOLETA
Acabo de leer uno de esos
libros que uno leería de un tirón, pero lo hace poco a poco para que le dure
más. Se trata de La hora violeta, de
Sergio del Molino. Conozco al autor. Le he saludado un par de veces, le sigo de
cuando en cuando en los medios -Onda Cero, El País, la SER…- en los que tanto
se prodiga, y había leído con agrado otros libros suyos: La España vacía, Lugares fuera de sitio…, pero nunca me había
atrevido con este. La primera vez que oí hablar del libro fue en el programa de
La Ventana en el que le entrevistó Francino, hace ya algunos años. El tema me
conmovió y me dije a mí mismo que iba a ser uno de esos libros que yo no leería
jamás. Se trata del relato de la enfermedad y muerte de su hijo Pablo, a los
dos o tres años de edad, como consecuencia de una leucemia. En el programa se
habló de la circunstancia de que, así como existe la palabra viudo o viuda para
designar a la persona a la que se le muere su cónyuge y huérfano/a para quien
pierde a un padre o una madre, no existe palabra en español (ni en el resto de
las lenguas conocidas por los intervinientes) para designar a quien pierde un
hijo o una hija. Es como si ni siquiera el lenguaje, en sus siglos y siglos de
evolución y desarrollo, hubiera podido inventar la palabra capaz de delimitar,
significar o denotar el dolor e incoherencia que provoca tal subversión del
orden natural de las cosas.
Tenía miedo al libro. Temía adentrarme en el
territorio de los monstruos. Como el propio autor explica con esa prosa sólida,
precisa, rica e imaginativa que le es propia, es el miedo a introducirse en
territorios o mares fuera de lo explorado, que en los mapas antiguos venían
representados por monstruos, lugares situados más allá del miedo, fuera de los
parámetros del temor, de la impiedad, del desconsuelo, vedados a tipos medrosos
como yo y hasta a tipos corajudos como Colón y Magallanes: el demoledor cáncer
infantil.
Tenía otro prejuicio contra el libro. Algo
en mí me decía que había algo de impúdico en mostrar uno sus sentimientos más íntimos,
desgarradores y profundos. No el hecho de escribir esos sentimientos -que puede
servir, y a muchos ha servido, como terapia para el alma- sino de exhibirlos.
Era un asunto de alto riesgo solo apto para un maestro de la narración. Había
muchas trampas: en manos de un prosista menos dotado o con una sensibilidad más
burda podía convertirse en un panfleto lacrimógeno o, por el contrario, en un
trivial librillo de frasecitas de autoayuda. ¡Era tan difícil contar lo que
ocurre en el territorio de los monstruos sin caer en esos peligros! Del Molino
consigue lo impensable: mantener el respeto y la ternura del lector hacia la
persona que se va (nunca deja de usar su nombre: Pablo, huyendo de otras
referencias como “niño” -y mucho menos cosas como “ángel”- que abaratarían
todo) y hacernos compartir sus sentimientos de desesperación, miedo, ternura y
amor sin caer en el devaluado melodrama. Un ejercicio extraordinario y
contenido de escritura con las tripas y una apología a la maquinaria humana del
sistema nacional de salud que lucha un día sí y otro también, todos los días
del año, contra un enemigo poderoso al que a veces vencen y a veces no y contra
su propio desánimo, al que vencen siempre.
Magistral, emotivo y emocionante. Depurada
literatura de los sentimientos.
Román Rubio Martínez
Febrero 2019
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