viernes, 22 de febrero de 2019

LA HORA VIOLETA


LA HORA VIOLETA


   Acabo de leer uno de esos libros que uno leería de un tirón, pero lo hace poco a poco para que le dure más. Se trata de La hora violeta, de Sergio del Molino. Conozco al autor. Le he saludado un par de veces, le sigo de cuando en cuando en los medios -Onda Cero, El País, la SER…- en los que tanto se prodiga, y había leído con agrado otros libros suyos: La España vacía, Lugares fuera de sitio…, pero nunca me había atrevido con este. La primera vez que oí hablar del libro fue en el programa de La Ventana en el que le entrevistó Francino, hace ya algunos años. El tema me conmovió y me dije a mí mismo que iba a ser uno de esos libros que yo no leería jamás. Se trata del relato de la enfermedad y muerte de su hijo Pablo, a los dos o tres años de edad, como consecuencia de una leucemia. En el programa se habló de la circunstancia de que, así como existe la palabra viudo o viuda para designar a la persona a la que se le muere su cónyuge y huérfano/a para quien pierde a un padre o una madre, no existe palabra en español (ni en el resto de las lenguas conocidas por los intervinientes) para designar a quien pierde un hijo o una hija. Es como si ni siquiera el lenguaje, en sus siglos y siglos de evolución y desarrollo, hubiera podido inventar la palabra capaz de delimitar, significar o denotar el dolor e incoherencia que provoca tal subversión del orden natural de las cosas.

   Tenía miedo al libro. Temía adentrarme en el territorio de los monstruos. Como el propio autor explica con esa prosa sólida, precisa, rica e imaginativa que le es propia, es el miedo a introducirse en territorios o mares fuera de lo explorado, que en los mapas antiguos venían representados por monstruos, lugares situados más allá del miedo, fuera de los parámetros del temor, de la impiedad, del desconsuelo, vedados a tipos medrosos como yo y hasta a tipos corajudos como Colón y Magallanes: el demoledor cáncer infantil.

   Tenía otro prejuicio contra el libro. Algo en mí me decía que había algo de impúdico en mostrar uno sus sentimientos más íntimos, desgarradores y profundos. No el hecho de escribir esos sentimientos -que puede servir, y a muchos ha servido, como terapia para el alma- sino de exhibirlos. Era un asunto de alto riesgo solo apto para un maestro de la narración. Había muchas trampas: en manos de un prosista menos dotado o con una sensibilidad más burda podía convertirse en un panfleto lacrimógeno o, por el contrario, en un trivial librillo de frasecitas de autoayuda. ¡Era tan difícil contar lo que ocurre en el territorio de los monstruos sin caer en esos peligros! Del Molino consigue lo impensable: mantener el respeto y la ternura del lector hacia la persona que se va (nunca deja de usar su nombre: Pablo, huyendo de otras referencias como “niño” -y mucho menos cosas como “ángel”- que abaratarían todo) y hacernos compartir sus sentimientos de desesperación, miedo, ternura y amor sin caer en el devaluado melodrama. Un ejercicio extraordinario y contenido de escritura con las tripas y una apología a la maquinaria humana del sistema nacional de salud que lucha un día sí y otro también, todos los días del año, contra un enemigo poderoso al que a veces vencen y a veces no y contra su propio desánimo, al que vencen siempre.

   Magistral, emotivo y emocionante. Depurada literatura de los sentimientos. 

   Román Rubio Martínez
   Febrero 2019

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