martes, 30 de julio de 2024

VÍCTOR O VICTORIA

 

VÍCTOR O VICTORIA


La fase final de la Eurocopa de fútbol me cogió en el extranjero, con lo que vi la semifinal contra Francia y la final contra Inglaterra en una terraza al aire libre con dos superpantallas en un contexto multinacional de cervezas, amigos y familia. Ambos partidos comentados en una lengua escandinava, en la que era difícil, a veces, reconocer hasta los nombres de los futbolistas españoles, aunque con la pequeña satisfacción de que, al menos, el nombre del central español francés de la roja era pronunciado correctamente como “Laport”, y no “Lapor”, como le llaman los locutores de medios españoles, pertinaces ellos en su paletismo en lenguas extranjeras.

Ni qué decir tiene que la satisfacción por la victoria de la selección fue enorme, ampliada por el hecho de estar fuera y reforzada además por el estupendo triunfo del murcianico en Wimbledon. Hasta ahí, la dicha. A partir de ese momento, la desdicha, la decepción y la vergüenza propia y sobre todo ajena por las celebraciones. Agradeciendo, eso sí, el haberme evitado el sonrojo de ver y escuchar a las masas patrióticas de populacho acaparador de papel higiénico en épocas de turbulencia enardecidas por las calles en un acalorado clima de euforia nacionalista festejando de manera ruidosa y zafia lo que ganaron otros.

Y no solo por lo de “Gibraltar español”, esa plegaria de plañideras que quieren recobrar con cancioncitas de “oé, oé, oé” lo que perdieron con barcos y diplomacia. Gibraltar será español cuando quieran los gibraltareños y eso parece estar bastante alejado de la voluntad de aquellos; cosa nada fácil de cambiar, por cierto.

Lo siento, me he subido a la parra en la crítica de mis compatriotas. Lo cierto es que no somos los únicos en mostrar tan patética actitud. Una amiga viajera me contó con emoción que había vivido en Argentina la celebración del último campeonato del mundo y la entronización de Messi, ese personaje semiautista y pesetero (además de jugador excelso), en el Olimpo de los dioses, a la derecha de Zeus. No se lo dije por cortesía, pero no la envidié por haber vivido tan desmesurado espectáculo.

Recuerdo que otra copa del mundo ya lejana —la de Estados Unidos de 1994 (en la que Tassotti rompió la nariz de Luis Enrique de un codazo) la viví en Escocia. La competición la ganó Brasil a los penaltis en reñido partido con Italia. Una amiga italiana, que estaba viendo el partido de la final en el grupo, manifestó su preferencia de que no ganara Italia. ¿Por qué?, dije yo. “No sabes cómo se ponen mis compatriotas cuando ganan algo”.

No, no lo sabía porque hasta ese momento nosotros habíamos ganado muy poco. A partir de entonces nos ha ido mejor y la italiana estará feliz de ver que son otros los que hacen el ridículo con sus vociferios.

Hay quien me pregunta por qué siento predilección por los japoneses. Pues bien, en el último mundial, los organizadores se sorprendieron de que, incluso tras ser eliminados, los seguidores de Japón dejaron la grada impoluta recogiendo los desperdicios propios y ajenos. En cuanto a los jugadores, además de dejar el vestuario como una patena, dejaron un cartel dando las gracias y unas figuritas de garzas de origami como cortesía y agradecimiento a los encargados de la limpieza. Lo mismito que los argentinos y los españoles. Habrá que ver cómo dejaron el vestuario los valientes guerreros rescatadores del Peñón.

Es encomiable saber perder (Djokovic lo hizo de manera impecable ante Alcaraz), pero tan difícil o más es saber ganar. En algún lugar del acceso a la pista principal de Wimbledon hay un cartel con unas palabras del poema If de Ruyard Kipling:

If you can meet with Triumph and Disaster/ And treat those two impostors just the same.

Si eres capaz de encontrarte con el Triunfo y el Desastre/ y tratar a esos dos impostores de la misma manera.

Pues eso; si hay que aprender de algo o alguien que sea de la estoica caballerosidad victoriana o de los japoneses. Y de Messi, a jugar al fútbol; de lo demás…

 

Román Rubio

Julio, 2024



lunes, 22 de julio de 2024

LAS TONTUNAS DE LA EDAD

 

LAS TONTUNAS DE LA EDAD



Una de las cosas que tiene hacerse mayor es que uno descubre montones de formas nuevas de hacerse daño. Hace poco, en Francia, la barrera automática de un parking me dio en toda la cabeza; la verdad, no creo que eso me hubiera ocurrido en mis años más mozos y menos atontados

Sólo hay dos maneras en que la barrera de un parking acabe golpeándote en la cabeza. Uno es quedarse de pie bajo una barrera levantada y esperar conscientemente a que te caiga encima. Por supuesto, esto es la forma fácil. El otro método —y aquí es donde puede ayudar tener una capacidad mental ligeramente mermada— consiste en olvidarse de la barrera que acaba de levantarse delante de tus narices, plantarte justo en el espacio que ocupaba, fruncir los labios mientras sopesas cuál será tu siguiente movimiento y quedarte patidifuso cuando este pedazo de madera se desploma sobre tu cabeza como lo haría una maza sobre una estaca. Y este es el método que elegí yo.

Otra de las cosas que tiene hacerse mayor es pasarse un buen rato buscando las gafas que uno lleva sobre la frente o la gorra que finalmente está… en la cabeza. Aunque no sean circunstancias exclusivas de la gente mayor: vean si no la conversación entre estas dos jóvenes que llegó a mis oídos no hace mucho: “Tía, que mal rollo, anoche perdí el móvil y estuve media hora palpando por el suelo del jardín”. “Tía, y por qué no encendiste la linterna del teléfono?

Es reconfortante leer las tontunas de la edad que les ocurren a otros. El de la barrera no era yo, sino Bill Bryson, el ocurrente tipo de Iowa que comienza de ese modo su libro “Nuevas crónicas de Gran Bretaña”, continuación del que escribiera hace años en el que ponía al país frente al espejo.

Un poco más adelante relata su primer contacto con Gran Bretaña en su lejana juventud veinteañera:

En aquella época, durante un periodo breve pero muy intenso, una proporción muy considerable de lo que valía la pena en el mundo procedía de Gran Bretaña. Los Beatles, James Bond, Mary Quant y la minifalda, Twiggy y Justin de Villeneuve, la vida amorosa de Elizabeth Taylor y Richard Burton, la vida amorosa de la princesa Margaret, los Rolling Stones, los Kinks, las americanas sin solapa, las series televisivas como Los vengadores y El prisionero, las novelas de espionaje de John le Carré y Len Deighton, Marianne Faithfull y Dusty Springfield…

Y ya que hablamos de Gran Bretaña, hablemos de Londres, la magnética ciudad. Vean lo que dice de ella Enric González en su estupendo libro Historias de Londres, otra de mis últimas relecturas:

Hay ciudades bellas y crueles, como París. O elegantes y escépticas, como Roma. O densas y obsesivas, como Nueva York. Londres no puede ser reducida a antropomorfismos. Siglos de paz civil, de comercio próspero, de empirismo y de cielos grises la han hecho indiferente como la misma naturaleza. Quizá exagero. Quizá Londres sea una proyección del carácter inglés. No hay sentimentalismos, ni derroches de pasión, ni verdades con mayúsculas. Por una u otra razón, Londres reúne las condiciones óptimas para que florezca la vida. Es difícil no sentirse libre en esta ciudad inabarcable y a la vez recoleta, sosegada como el musgo de sus rincones umbríos (…), donde caben el arte y su reverso técnico, el kitsch, sin estorbarse mutuamente, donde la Justicia, ese concepto peligroso, metafísico y continental, pesa menos que la sensatez a escala humana del fair play.

Estamos de acuerdo, amigo Enric, con lo de lo de los cielos grises, el comercio próspero, el fair play y el ajetreo o sosiego según los barrios, pero en lo de paz social… Bien es cierto que la ciudad no ha conocido guerras civiles, pero disturbios los han tenido y gordos: no hay más que recordar los de agosto de 2011 o los de Brixton de 1981, por no hablar de los ya lejanos de Hyde Park (1855) o los Gordon Riots de 1780.

Artístico y kitsch, tradicional y multicultural, frenético y tranquilo, siempre es buen momento para volver a Londres.

 

Román Rubio

Julio 2024