VÍCTOR
O VICTORIA
La fase final de la Eurocopa de fútbol me cogió en
el extranjero, con lo que vi la semifinal contra Francia y la final contra
Inglaterra en una terraza al aire libre con dos superpantallas en un contexto multinacional
de cervezas, amigos y familia. Ambos partidos comentados en una lengua
escandinava, en la que era difícil, a veces, reconocer hasta los nombres de los
futbolistas españoles, aunque con la pequeña satisfacción de que, al menos, el
nombre del central español francés de la roja era pronunciado correctamente
como “Laport”, y no “Lapor”, como le llaman los locutores de
medios españoles, pertinaces ellos en su paletismo en lenguas extranjeras.
Ni qué decir tiene que la satisfacción por la
victoria de la selección fue enorme, ampliada por el hecho de estar fuera y
reforzada además por el estupendo triunfo del murcianico en Wimbledon. Hasta
ahí, la dicha. A partir de ese momento, la desdicha, la decepción y la vergüenza
propia y sobre todo ajena por las celebraciones. Agradeciendo, eso sí, el
haberme evitado el sonrojo de ver y escuchar a las masas patrióticas de
populacho acaparador de papel higiénico en épocas de turbulencia enardecidas
por las calles en un acalorado clima de euforia nacionalista festejando de
manera ruidosa y zafia lo que ganaron otros.
Y no solo por lo de “Gibraltar español”, esa
plegaria de plañideras que quieren recobrar con cancioncitas de “oé, oé, oé” lo
que perdieron con barcos y diplomacia. Gibraltar será español cuando quieran
los gibraltareños y eso parece estar bastante alejado de la voluntad de
aquellos; cosa nada fácil de cambiar, por cierto.
Lo siento, me he subido a la parra en la crítica de
mis compatriotas. Lo cierto es que no somos los únicos en mostrar tan patética
actitud. Una amiga viajera me contó con emoción que había vivido en Argentina
la celebración del último campeonato del mundo y la entronización de Messi, ese
personaje semiautista y pesetero (además de jugador excelso), en el Olimpo de
los dioses, a la derecha de Zeus. No se lo dije por cortesía, pero no la
envidié por haber vivido tan desmesurado espectáculo.
Recuerdo que otra copa del mundo ya lejana —la de
Estados Unidos de 1994 (en la que Tassotti rompió la nariz de Luis Enrique de
un codazo) la viví en Escocia. La competición la ganó Brasil a los penaltis en
reñido partido con Italia. Una amiga italiana, que estaba viendo el partido de
la final en el grupo, manifestó su preferencia de que no ganara Italia. ¿Por
qué?, dije yo. “No sabes cómo se ponen mis compatriotas cuando ganan algo”.
No, no lo sabía porque hasta ese momento nosotros
habíamos ganado muy poco. A partir de entonces nos ha ido mejor y la italiana
estará feliz de ver que son otros los que hacen el ridículo con sus vociferios.
Hay quien me pregunta por qué siento predilección
por los japoneses. Pues bien, en el último mundial, los organizadores se
sorprendieron de que, incluso tras ser eliminados, los seguidores de Japón dejaron
la grada impoluta recogiendo los desperdicios propios y ajenos. En cuanto a los
jugadores, además de dejar el vestuario como una patena, dejaron un cartel
dando las gracias y unas figuritas de garzas de origami como cortesía y
agradecimiento a los encargados de la limpieza. Lo mismito que los argentinos y
los españoles. Habrá que ver cómo dejaron el vestuario los valientes guerreros
rescatadores del Peñón.
Es encomiable saber perder (Djokovic lo hizo de
manera impecable ante Alcaraz), pero tan difícil o más es saber ganar. En algún
lugar del acceso a la pista principal de Wimbledon hay un cartel con unas
palabras del poema If de Ruyard
Kipling:
If you can meet with Triumph and Disaster/ And treat
those two impostors just the same.
Si eres capaz de encontrarte con el Triunfo y el
Desastre/ y tratar a esos dos impostores de la misma manera.
Pues eso; si hay que aprender de algo o alguien que
sea de la estoica caballerosidad victoriana o de los japoneses. Y de Messi, a
jugar al fútbol; de lo demás…
Román Rubio
Julio, 2024