HOUSE OF CARDS es una novela de intriga política
escrita en 1989 por el británico Michael Dobbs. La acción tiene lugar en la
cúpula del Partido Conservador en el Londres post-Margaret Thatcher. En ese
contexto, Francis Urquhart, Jefe del grupo parlamentario conservador en la
Cámara de los Comunes, decepcionado por no haberle sido ofrecido un ministerio
con relevancia, inicia unas maquiavélicas maniobras para hundir al Primer
Ministro y a la cúpula de su partido y
poder, así, medrar. El autor, Michael Dobbs, había sido durante años el jefe
del Gabinete de Margaret Thatcher, con lo que conocía a la perfección los
entresijos del poder en el Reino Unido de la época.
Ian Richardson y Kevin Spacey
Tras un moderado éxito editorial, la BBC produjo una
miniserie de cuatro capítulos con el mismo título. Protagonizada por Ian
Richardson, en el papel de Urquhart, introduce ciertas novedades o cambios con
respecto a la fuente: da más protagonismo al papel de la esposa del político –bastante
irrelevante en la novela- y hace al protagonista hablar a menudo a la cámara,
en tanto que en el libro, el personaje está narrado en tercera persona. El
actor –Ian Richardson-, como tantos actores británicos, provenía del teatro
clásico y se basó en sus interpretaciones de Ricardo III para caracterizar al
manipulador político, corrompido como Hamlet o el mismo rey Ricardo por el
poder y la ambición.
Nada de esto sería conocido por el público español a
no ser porque la industria audiovisual americana decidió hacer una serie con el
mismo nombre y el mismo -o similar- argumento. Kevin Spacey y Robin Wright
interpretan los personajes de Frank Underwood y su esposa en una carrera loca y
criminal hacia la Casa Blanca. He leído el libro original y los primeros
capítulos de la estupenda serie americana. También un par de capítulos de la
buenísima serie inglesa No se trata de comparar lo que son dos buenas (aunque diferentes)
series: el Jefe del grupo parlamentario conservador en Westminster se convierte
en el mismo cargo del Congreso de los EEUU, Downing Street deviene la Casa
Blanca; Londres se transforma en Washington (que es, en realidad Baltimore,
pero eso es otra historia) y los taxis negros se convierten en amarillos. Ya
está el plato condimentado de manera que pueda ser digerido por el público estadounidense.
Lo perverso del asunto ya no es el hecho de que el
público norteamericano sólo sea capaz de procesar material local, sino que,
convertido en cultura mainstream,las
gentes del resto del mundo (México, Indonesia, Nigeria o Estonia),
acostumbradas a la estética americana, tampoco sean capaces de apreciar
materiales producidos en Gran Bretaña, Francia España o Argentina, con la
limitación de intercambio cultural que ello supone.
¿Son incapaces los norteamericanos de soportar historias que no tengan lugar en su propio país? Al parecer, así es. Bueno, en ocasiones pueden aceptan que la acción transcurra en otros lugares (Bourne), en la medida que el núcleo de la historia competa a personajes e instituciones propias. También muestran cierta indulgencia si el producto es británico y no lo evidencia demasiado –no es “too British”- y ha pasado por el filtro de Hollywood, como es el caso de Notting Hill (con Julia Roberts), Cuatro bodas y un funeral y las historias de 007, que dadas las características lúdico-aventureras del personaje, suele actuar en lugares exóticos, al igual que las de Harrison Ford en la saga de En Busca del Arca Perdida.
El producto europeo ha sido a menudo objeto del
remake americano: la italiana Perfume de
Mujer, con Vittorio Gassman, fue producida para América y el mundo con Al
Pacino con el mismo título; Abre los ojos,
de Amenábar se convirtió en Vanilla Sky
en su versión americana, de la misma manera que la argentina Nueve Reinas se convirtiera en Criminal en su nueva versión.
Han sido, sin embargo, las películas francesas,
quizás, las más demandadas en Norteamérica, poniendo en evidencia, una vez más,
esa especial relación de amor-odio que existe entre las dos grandes repúblicas,
si no hermanas, primas, por razones históricas. Los norteamericanos, que
consideran todo lo francés como el no va más del refinamiento, no dudan en
hacer boicot a los productos galos ante cualquier plante de Francia, orgullosa
y airada ante el Imperio, para volver a pagar al mes siguiente cantidades
ridículas por cualquier producto con nombre francés o con la inscripción made in France en la etiqueta de
cualquier cosa de lo que constituye la más importante industria francesa: el lujo.
Bienvenidas sean, pues, las buenas versiones o remakes, como es el caso de House of
Cards y muchas otras, prueba de la consistencia de las historias, aunque a algunos
no nos disuadirán de acudir al producto original y disfrutar así, de paisajes,
localismos, modos y maneras de otros pueblos del mundo; en el caso de Europa,
tan cercanos y, en asuntos culturales (música, cine…), tan estancos.
Román Rubio
Marzo 2015
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