jueves, 25 de febrero de 2016

MANUSCRITO VOYNICH

MANUSCRITO VOYNICH


Antonio es de mi barrio. Lo conozco de los bares del lugar. Siempre ha sido hombre de bar del barrio y  trato fácil. Campechano, desenvuelto, activo y presto a la chanza, al café de media mañana, la caña de mediodía y el orujo de media tarde. Es o ha sido durante muchos años fotógrafo de profesión; y de los buenos. Hace unos años que el trabajo le empezó a flojear. Las agencias de publicidad ya no encargaban catálogos, las empresas contrataban informáticos y community managers para promocionar sus productos en la web  y él nunca había sido de bodas y comuniones, de modo que –hombre activo y emprendedor como es- se quedó un bar-restaurante en el barrio. Al fin y al cabo, como él decía: “con las horas que he pasado en los bares en esta vida ya es para haber aprendido el oficio”. Consiguió en poco tiempo darle un aire atractivo y personal al local en el que la suave música de jazz, un servicio atractivo y amable y una carta que se sale de lo corriente aseguró una clientela abundante y regular.

El otro día me comentó su plan de traspasar el negocio. “¿Y qué vas a hacer?”- dije yo. “No sé, en principio me iría a hacer un trabajo que quieren que les haga unos de una editorial de Burgos para los que ya he trabajado antes”. “Es en Nueva York o por ahí” –continuó el vecino. “Es para fotografiar un libro que nadie sabe qué es ni qué coño dice…”

Alto ahí: ¡sé de qué va! Se trata de la Editorial Siloé, de Burgos, que está entre las primeras editoriales del mundo en la reproducción de libro antiguo en facsímil. Tiene en catálogo los Beatos de Liébana, el Bestiario de Westminster y muchos otros códices y documentos antiguos de primer orden. Su profesionalidad y calidad en las ediciones es tan puntera que han conseguido la primera autorización para copiar el Manuscrito de Voynich, que se encuentra en la Biblioteca Beinecke de Yale catalogado como el ítem MS 408 y al que se considera el Santo Grial de la criptografía histórica.

El códice consta de 240 páginas escritas en una lengua desconocida, expresada en un alfabeto no identificado  compuesto por un número de glifos de entre treinta y cuarenta que parecen seguir patrones con sentido. Nadie ha conseguido descifrar el contenido del libro, compuesto alrededor de 1420 según la prueba del carbono 14/438 en el que además del misterioso texto hay abundantes  y curiosas ilustraciones. Han trabajado en el enigma muchos especialistas británicos y americanos, incluyendo parte de los que, en la Segunda Guerra Mundial, descifraron el Código Púrpura japonés sin obtener ningún resultado. Sólo en el año 1992, Stephen Bax, profesor de la Universidad inglesa de Bedfordshire declaró haber descubierto el significado de algunas palabras, entre ellas Taurus  y cilantro (cosa que podríamos haber hecho usted y yo, puesto que iban acompañadas de sus respectivos dibujos) del total del libro que se compone de lo que parecen ser seis capítulos: herbolario, astronomía, biología, cosmología, farmacia y recetas.


El enigma es tan abstruso que la explicación evidente podría ser la de que es una farsa, una acumulación de signos sin sentido; la obra de un bromista que en su día se tomó su tiempo y aplicó una gran habilidad y conocimiento en confeccionar una gran mentira. Sería, pues, una más de las grandes farsas como lo fueron, en distintas épocas El Hombre de Piltdown (de autoría confesa y, aún así, discutida), Los Protocolos de los Sabios de Sión (obra de la Ojrana, la policía secreta zarista, para difamar a los judíos), El gigante de Cardiff (que el estanquero George Hull mandó tallar en yeso) o Los diarios de Hitler (escritos por Konrad Kujau en los 80 para la revista Stern).

El primer propietario conocido fue un oscuro alquimista de Praga. Fue adquirido después por Rodolfo II de Bohemia por 600 ducados de oro. En la corte se creía que el autor era el franciscano Roger Bacon (1214- 1294) porque, al parecer, fue adquirida de  un tal John Dee, matemático y astrólogo inglés que tenía como colaborador a otro alquimista llamado Edward Kelly que presumía de ser capaz de transformar oro en cobre usando polvos mágicos que había encontrado en la tumba de un obispo de Gales, así como la capacidad de hablar con los ángeles en un idioma que él llamaba enoquiano por ser, según el espabilado alquimista, la lengua de Enoc, el padre de Matusalén –conversaciones que el colega Dee copiaba y transcribía-… Tras muchos otros aconteceres, el lituano Wilfrid Voynich lo compró en 1912 en Roma al Colegio Romano junto con otros 30 manuscritos y el siguiente propietario, el anticuario neoyorquino H.P. Kraus, lo donó a Yale en 1969.
La patraña del origen sería evidente a no ser por algunos rasgos inquietantes que hace que los especialistas se lo tomen en serio. Uno de los más convincentes es que el lenguaje -¿desconocido, imaginario?- cumple la llamada Ley de Zipf que estipula que, en una cantidad suficiente de texto de cualquier lengua, la palabra más usada duplica en número a la siguiente, triplica a la tercera más frecuente y así sucesivamente y que el rango de aparición en un texto está relacionado inversamente con la carga léxica. En inglés, las palabras the, of y and son las que ocupan los primeros lugares en cuanto a frecuencia. Pues bien: el voynichés (como se conoce a la lengua del manuscrito) cumple la dichosa ley, algo que el autor no podía haber tenido en cuenta ya que fue formulada siglos después.

No sé si mi vecino Antonio será quien finalmente fotografíe cuidadosamente, una a una, las páginas del códice para su reproducción o lo hará otra persona. Para mí, el poder colaborar con mi granito de arena a la inmensa leyenda del documento, sería un trabajo apasionante. Lo que sé, o intuyo, es que los de Burgos harán un trabajo excepcional en la edición del libro y el contenido y el lenguaje seguirán siendo un misterio. Como debe ser.

Román Rubio
Febrero 2016 

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