MANUSCRITO
VOYNICH
Antonio es de
mi barrio. Lo conozco de los bares del lugar. Siempre ha sido hombre de bar del
barrio y trato fácil. Campechano,
desenvuelto, activo y presto a la chanza, al café de media mañana, la caña de
mediodía y el orujo de media tarde. Es o ha sido durante muchos años fotógrafo
de profesión; y de los buenos. Hace unos años que el trabajo le empezó a
flojear. Las agencias de publicidad ya no encargaban catálogos, las empresas contrataban
informáticos y community managers
para promocionar sus productos en la web y él nunca había sido de bodas y comuniones,
de modo que –hombre activo y emprendedor como es- se quedó un bar-restaurante
en el barrio. Al fin y al cabo, como él decía: “con las horas que he pasado en
los bares en esta vida ya es para haber aprendido el oficio”. Consiguió en poco
tiempo darle un aire atractivo y personal al local en el que la suave música de
jazz, un servicio atractivo y amable y una carta que se sale de lo corriente
aseguró una clientela abundante y regular.
El otro día me
comentó su plan de traspasar el negocio. “¿Y qué vas a hacer?”- dije yo. “No
sé, en principio me iría a hacer un trabajo que quieren que les haga unos de
una editorial de Burgos para los que ya he trabajado antes”. “Es en Nueva York
o por ahí” –continuó el vecino. “Es para fotografiar un libro que nadie sabe
qué es ni qué coño dice…”
Alto ahí: ¡sé
de qué va! Se trata de la Editorial Siloé, de Burgos, que está entre las
primeras editoriales del mundo en la reproducción de libro antiguo en facsímil.
Tiene en catálogo los Beatos de Liébana, el Bestiario de Westminster y muchos
otros códices y documentos antiguos de primer orden. Su profesionalidad y
calidad en las ediciones es tan puntera que han conseguido la primera
autorización para copiar el Manuscrito de Voynich, que se encuentra en la
Biblioteca Beinecke de Yale catalogado como el ítem MS 408 y al que se considera
el Santo Grial de la criptografía histórica.
El códice
consta de 240 páginas escritas en una lengua desconocida, expresada en un
alfabeto no identificado compuesto por
un número de glifos de entre treinta y cuarenta que parecen seguir patrones con
sentido. Nadie ha conseguido descifrar el contenido del libro, compuesto
alrededor de 1420 según la prueba del carbono 14/438 en el que además del
misterioso texto hay abundantes y
curiosas ilustraciones. Han trabajado en el enigma muchos especialistas británicos
y americanos, incluyendo parte de los que, en la Segunda Guerra Mundial,
descifraron el Código Púrpura japonés sin obtener ningún resultado. Sólo en el
año 1992, Stephen Bax, profesor de la Universidad inglesa de Bedfordshire
declaró haber descubierto el significado de algunas palabras, entre ellas
Taurus y cilantro (cosa que podríamos
haber hecho usted y yo, puesto que iban acompañadas de sus respectivos dibujos)
del total del libro que se compone de lo que parecen ser seis capítulos:
herbolario, astronomía, biología, cosmología, farmacia y recetas.
El enigma es
tan abstruso que la explicación evidente podría ser la de que es una farsa, una
acumulación de signos sin sentido; la obra de un bromista que en su día se tomó
su tiempo y aplicó una gran habilidad y conocimiento en confeccionar una gran
mentira. Sería, pues, una más de las grandes farsas como lo fueron, en
distintas épocas El Hombre de Piltdown (de autoría confesa y, aún así,
discutida), Los Protocolos de los Sabios de Sión (obra de la Ojrana, la policía
secreta zarista, para difamar a los judíos), El gigante de Cardiff (que el
estanquero George Hull mandó tallar en yeso) o Los diarios de Hitler (escritos
por Konrad Kujau en los 80 para la revista Stern).
El primer propietario
conocido fue un oscuro alquimista de Praga. Fue adquirido después por Rodolfo
II de Bohemia por 600 ducados de oro. En la corte se creía que el autor era el
franciscano Roger Bacon (1214- 1294) porque, al parecer, fue adquirida de un tal John Dee, matemático y astrólogo inglés
que tenía como colaborador a otro alquimista llamado Edward Kelly que presumía
de ser capaz de transformar oro en cobre usando polvos mágicos que había
encontrado en la tumba de un obispo de Gales, así como la capacidad de hablar
con los ángeles en un idioma que él llamaba enoquiano
por ser, según el espabilado alquimista, la lengua de Enoc, el padre de Matusalén
–conversaciones que el colega Dee copiaba y transcribía-… Tras muchos otros
aconteceres, el lituano Wilfrid Voynich lo compró en 1912 en Roma al Colegio
Romano junto con otros 30 manuscritos y el siguiente propietario, el anticuario
neoyorquino H.P. Kraus, lo donó a Yale en 1969.
La patraña del
origen sería evidente a no ser por algunos rasgos inquietantes que hace que los
especialistas se lo tomen en serio. Uno de los más convincentes es que el
lenguaje -¿desconocido, imaginario?- cumple la llamada Ley de Zipf que estipula
que, en una cantidad suficiente de texto de cualquier lengua, la palabra más
usada duplica en número a la siguiente, triplica a la tercera más frecuente y
así sucesivamente y que el rango de aparición en un texto está relacionado
inversamente con la carga léxica. En inglés, las palabras the, of y and son las que
ocupan los primeros lugares en cuanto a frecuencia. Pues bien: el voynichés (como se conoce a la lengua
del manuscrito) cumple la dichosa ley, algo que el autor no podía haber tenido
en cuenta ya que fue formulada siglos después.
No sé si mi
vecino Antonio será quien finalmente fotografíe cuidadosamente, una a una, las
páginas del códice para su reproducción o lo hará otra persona. Para mí, el
poder colaborar con mi granito de arena a la inmensa leyenda del documento, sería
un trabajo apasionante. Lo que sé, o intuyo, es que los de Burgos harán un
trabajo excepcional en la edición del libro y el contenido y el lenguaje
seguirán siendo un misterio. Como debe ser.
Román Rubio
Febrero 2016
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