jueves, 27 de diciembre de 2018

PALABRA DEL AÑO


PALABRA DEL AÑO




Escrache (2013), selfi (2014), refugiado (2015), populismo (2016) y aporofobia (2017) han sido las palabras elegidas por Fundéu (Fundación del Español Urgente) como palabra del año desde que se empezó a hacerlo en el 1013. No se trata de que sean, necesariamente, palabras nuevas o calcos recién importados. Se trata de que sean voces que hayan irrumpido con fuerza en el año en el debate público en medios de comunicación y conversaciones privadas a lo largo y ancho del ámbito del español (España e Hispanoamérica) y que tengan cierto interés lingüístico que haya dado lugar a recomendaciones de uso por parte de esta institución de custodia del buen uso de la lengua.

Las candidatas para conseguir el galardón de “palabra del año” 2018 son: arancel, nacionalpopulismo, microplásticos, hibridar, VAR, procrastinar, mena, los nadie, micromachismo, descarbonizar, dataísmo y sobreturismo. 

Los temas sociales y ambientales son los que aportan mayor número de palabras: microplásticos, hibridar y descarbonizar se refieren a la preservación del medio ambiente y los nadie (personas invisibilizadas), mena (menores migrantes no acompañados), micromachismo (actos discriminatorios “de baja intensidad” contra la mujer) al tema social, siendo nacionalpopulismo la única proveniente del mundo de la política.

El VAR (Árbitro Asistente de Vídeo, en sus siglas en inglés) ha sido un fenómeno del año que no requiere explicación alguna. Es un acrónimo que ha entrado con una fuerza que solo el fútbol es capaz de otorgar. Pero hay dos palabras que quiero resaltar: La palabra procrastinar aparece en el diccionario de la RAE desde el siglo XVIII, pero ha sido este año cuando, por influencia del inglés (procrastinate), ha entrado con decisión en nuestro lenguaje cotidiano. Ayuda la rara formación y difícil pronunciación de la palabra (esa segunda “r”), lo que la hace objeto de innumerables consultas a la página de la RAE y de Fundéu, tanto por profesionales como por particulares. Significa aplazar, pero ¿quién va a decir algo sencillo y simple como “aplazar” cuando puede decir algo complicado de pronunciar y raro como “procrastinar”, con la pátina de persona culta que confiere su extravagante formación? Sería tan absurdo como llamar “ruido” a la “contaminación acústica”. La otra palabra a la que me quiero referir y a la que auguro un gran futuro es dataísmo. Intuyo que pronto estará en boca de todos, pues viene a reemplazar a la voz inglesa Big Data, de tan poca gracia en español y que se usa para significar el flujo de datos digitales.

Por su parte, el Institut d’Estudis Catalans (IEC) y la Universitat Pompeu i Fabra han dado también su lista de neologismos del año, que, en Cataluña, según los organismos citados, han sido: sororidad, épico/a, demofobia, techo de cristal, migrante, microplástico, criptomoneda, seriófilo, narcopiso y piso colmena. Por ese orden. Me gustaría resaltar de la lista catalana los hallazgos de seriófilo (persona adicta a las series de televisión) o demofobia (aversión a las fórmulas o actitudes democráticas) y la coincidencia de microplástico, con la lista de Fundéu. En cuanto a la primera de todas, sororidad (solidaridad entre mujeres), añadir que se forma con el prefijo latino soror (hermana) de la misma forma que fraternidad lo hace con frater (hermano) y que Miguel de Unamuno ya usara la palabra en La tía Tula, en el año 1921 y que se ha venido usando también en el inglés (sorority) para designar a las asociaciones o clubs de alumnas que se forman en las universidades americanas.

Microplásticos, procrastinar, dataísmo… Intuyo que entre esas tres palabras estará la del año 2018.


Román Rubio




martes, 18 de diciembre de 2018

¿ME HAS LLAMADO NEBULOSA?


¿ME HAS LLAMADO NEBULOSA?




En la última cumbre europea se produjo una situación insólita y algo absurda. Theresa May se dirigió al presidente de la Comisión Europea Jean-Claude Juncker y con gesto ofendido y desafiante le espetó: “¿Qué me has llamado? ¿Me has llamado nebulosa?”. El luxemburgués le contestó que ni hablar, que no iba dirigido a ella, sino a las conversaciones, etc., etc. El presidente holandés, cualquiera que sea su nombre, intervino para desactivar lo que parecía que podía terminar en una bronca de bar. Pero ¿qué clase de insulto es ese? ¿Nebulosa? ¿Cómo se puede ofender alguien a quién otro llama nebulosa, por muy Primera Ministra del Reino Unido que sea? Y, visto desde el otro punto de vista ¿por qué llamar a alguien nebulosa a un ser como May que más parece un personaje de comic que uno real? Merkel es (y parece) una persona real. May más bien se asemeja a un híbrido entre El Buitre Buitaker y la Castafiore de los tebeos de Tintin expuesta a dieta severa.
Eso ni son insultos ni son nada. Nebulosa, ¿adónde iremos a parar? Imaginen a nuestro ayatolá del insulto, el turolense colérico Jiménez Losantos en un entorno como el de la cumbre europea. Si a uno de sus enemigos íntimos (señor Zarzalejos) le llamó “sicario”, “necio”, “inútil, “calvorota”, “torgo”, “detritus”, “escobilla para los restos”, “melón”, “zote”, “embustero”, “traidor”, “falsario”, “miserable”, “pobre enfermo”,” despojo intelectual”…, (a menudo, varias cosas juntas) y sobre el Ministro de Exteriores del gobierno socialista de la época, señor Moratinos, regalaba los oídos de sus oyentes con frases como: “es la nada con sobrepeso”, “ el holograma obeso de Zapatero”,” una nada con colesterol y alopécico”…, podemos imaginar los epítetos que sacaría de la chistera era para referirse a la premier británica.

No hace falta ser tan sofisticado en el insulto como expresaban Quevedo y Góngora con sus celebradas puyas:

Yo te untaré mis obras con tocino 
porque no me las muerdas, Gongorilla, 
perro de los ingenios de Castilla, 
docto en pullas, cual mozo de camino; 
Apenas hombre, sacerdote indino, 
que aprendiste sin cristus la cartilla;

Ni tan disparatado e inofensivo como Haddock, y sus:  
“Ectoplasma”, “extracto de hidrocarburo”, “filoxera”, “Mussolini de carnaval”, “patata”.

Pero tampoco obliga nadie a ser tan soso como lo son algunos en el parlamento español, que se limitan a llamarse fascistas unos a otros, lo que además de aburrido es inexacto y devalúa la palabra fascista trivializando el significado y el significante del término.
Cuando el señor Tardá llama fascista a Rivera sabe que está diciendo una tontería. Para ganarse uno el apelativo tiene que cumplir unas condiciones que Rivera no cumple, ni de lejos. En primer lugar, un fascista expresa su exaltación firme y continuada a la patria, lo que sí que se puede achacar al dirigente de ciudadanos. A los de ERC también, claro, pero eso es otra historia. Además, habría de tener una disposición revolucionaria, expresar culto a la autoridad, aprobar, ejercer y promulgar el uso de la violencia para conseguir el poder, abogar por la militarización y el uso de la fuerza, tener la convicción de la primacía de la raza o grupo étnico, ejercer la adoración a un líder o caudillo, y oponerse ciegamente al comunismo y a las fórmulas democráticas convencionales. Eso es ser fascista, señor Tardá. Rivera no lo es. Usted tampoco, por mucho que le llamen así a veces a usted y a los suyos. Lo de golpista ya… Otro día, quizá, hablaremos de eso.

Román Rubio
Diciembre 2018



martes, 11 de diciembre de 2018

LOS OTROS


LOS OTROS




En ocasiones me he expresado aquí sobre lo cansino de determinadas controversias lingüísticas, en concreto acerca del supuesto agravio del denominado “masculino genérico” o “género no marcado”. Tengo que reconocer que, en muchos casos, yo también me he pasado a la tesis feminista de que el lenguaje tiende a producir cierta invisibilización de la mujer en el discurso y me he acostumbrado a decir “la jueza” y hasta “la fiscala” en vez de “la juez” o “la fiscal”, como era mi costumbre. Que estos cambios sirvan para algo, para mucho o para nada en el camino de consolidar la igualdad entre sexos es algo que no tengo muy claro. 
No me resulta natural, sin embargo, hacerme a la feminización de palabras como “la pilota”, “la perita”, "la conserja" o "la portavoza" y me resulta más amable decir “la piloto” o “la perito”, del mismo modo que adopté de buen grado “la doctora” y de manera mucho más reticente “la médica” (tratándose de la misma persona). Tampoco me he llegado a acostumbrar al trillado “los andaluces y las andaluzas” o “los trabajadores y las trabajadoras”, que no aportan nada a la forma inclusiva del masculino y que, en mi opinión, no hacen sino añadir prosa huera, aunque desde siempre hemos venido usando (y encontramos natural) el “señoras y señores” o “damas y caballeros”.

La determinación de delimitar el género con empecinamiento puede llevar a la tendencia opuesta: la de masculinizar los sustantivos inclusivos acabados en “a”, al modo de “mi dentisto es muy bueno, pero naba barato” o “Alberto, cuando se vino del pueblo, se hizo taxisto”.

Además, supone un esfuerzo a la hora de expresarse y puede llevar a situaciones curiosas y algo incongruentes. Vean si no: En el cuadernillo Ideas de El País del pasado domingo, la escritora Edurne Portela, en una columna en la que trata del advenimiento inesperado de Vox y sus previsibles desmanes, escribe la siguiente frase:

¿Cuántas nos hemos vuelto inquietas al pensar que esos votantes están entre nosotras?

¿Ven a lo que me refiero? La autora —por otra parte, una estupenda novelista según críticas de gentes fiables— rehuye el masculino genérico “cuántos” (que incluye hombres y mujeres) para usar el femenino, de forma explícita e intencionada. Nos imaginamos (porque así queda explicitado en el discurso) a muchas mujeres, inquietas y alarmadas porque “esos votantes” —y cambia de género para referirse a “los” votantes de Vox, (ellos sí, en masculino)—, anden por ahí mezclados con tantas mujeres de buena fe, otorgando al femenino la parte meliorativa y al masculino la peyorativa del discurso, en una pirueta de ética dudosa.
Vale; es cierto que el líder de la formación y el candidato por Andalucía eran (son) hombres, pero ¿no han visto en las imágenes de los mítines multitud de mujeres agitando banderas y coreando los eslóganes? ¿O soy el único que las vio? ¿O quizá no resulta inquietante el hecho de que esas votantes estén entre nosotros y nosotras?


Román Rubio
Diciembre 2018




domingo, 9 de diciembre de 2018

NI PERRO NI GATO (de aquella color)


NI PERRO NI GATO (de aquella color)

PETA (Personas por el Trato Ético de los Animales, en sus siglas en inglés) es una organización no gubernamental de carácter internacional cuyo cometido es la lucha contra el maltrato animal con la que coincido en la mayoría de sus postulados. Me horrorizo (como tú, lector) cuando veo las ocasionales imágenes de perros entrenados acosando y matando a pacíficos animales salvajes o cuando vemos reportajes sobre las condiciones de estabulación de animales de granja. No soy vegano, por lo que tengo que convivir con la contradicción ética de aceptar la cría estabulada de animales y la existencia de mataderos al tiempo que exijo que lo que se tenga que hacer se haga con el menor sufrimiento posible.
Los animalistas de PETA han dado otra vuelta de tuerca con una curiosa iniciativa: no solo hay que eliminar el sufrimiento animal, sino que hay que eliminarlo del lenguaje, cambiando toda suerte de refranes y dichos por otros más amables para con el mundo animal.  




“Kill two birds with one stone” (matar dos pájaros de una pedrada -de un tiro, en español-) se convierte en “Feed two birds with one scone” (alimentar dos pájaros con un bollo), y queda tan bonito. Además, “stone” rima con “scone”.
“Be the guinea pig” (ser conejillo de indias) se convierte en “Be the test tube” (ser tubo de ensayo, literalmente, en español)
“Beat a dead horse” (golpear a un caballo muerto) deviene “Feed a fed horse” (dar de comer a un caballo alimentado).
“Bring home the bacon” (traer el tocino a casa) proponen convertirlo en “Bring home the bagels” (traer las rosquillas “the bagels” a casa), expresión que los españoles no tendríamos que adaptar puesto que no solemos traer el tocino sino el pan para alimentar a la familia.
Por último, “Take the bull by the horns” (coger el toro por los cuernos) se convierte en el ambiguo mensaje de “Take the flower by the thorns” (coger la flor por las espinas) en un éticamente dudoso intento de transferir al humano el sufrimiento animal.

Una vez adaptadas las crueles expresiones, podemos ir buscando equivalentes a otros refranes propios del español. Por ejemplo: “Matar moscas a cañonazos” se puede convertir en “acariciar mosquitos con manoplas”, “matar el gusanillo” en algo como “dar de comer a la solitaria” y habrá también que corregir a Quevedo cuando decía aquello de: “Bermejo, ni perro ni gato de aquella color” por un más apañado: “Bermejo, al perro y al gato, favorecedor”.

Y una vez corregido el refranero, una vez limpiado este de cualquier matiz ofensivo para el animal, no sea que de manera inadvertida nos esté oyendo el perro hablar de él de manera irrespetuosa, vamos con la Constitución, tan denostada ella. Alex Grijelmo publicó en la edición digital del Día de la Constitución (un día antes al anuncio de la supresión en el texto de los términos disminuido y minusválido) unas observaciones sobre la posible y demandada corrección del texto para adaptarlo a una forma inclusiva más amable. Si la adaptación atendiera a la reclamación hasta sus penúltimas consecuencias, algunos artículos quedarían así:

Artículo 117:
“Los jueces y las juezas y los magistrados y las magistradas no podrán ser separados ni separadas, suspendidos ni suspendidas, trasladados ni trasladadas, jubilados ni jubiladas sino por alguna de las causas y con las garantías previstas en la ley”.
Y el 159:
“Los miembros y las miembros del Tribunal Constitucional deberán ser nombrados y nombradas entre magistrados y magistradas y fiscales y fiscalas, profesores y profesoras de Universidad, funcionarios y funcionarias públicos y públicas y abogadas y abogados, todos ellos y todas ellas juristas de reconocida competencia”.

Obsérvese que en el 159 se propone el término “las miembros” y no “las miembras”, como ha sido sugerido por algunas personas, como testimonio de que aún hay territorio más allá del Rubicón.

Román Rubio
Diciembre 2018



jueves, 6 de diciembre de 2018

¡SOCORRO! Me aburro


¡SOCORRO! Me aburro
A todos aquellos que, teniéndolo todo, dicen aburrirse.


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Siempre me ha fascinado el tema del aburrimiento y de cómo lo viven las personas: el hecho de que haya quien confiese no aburrirse nunca y quien dice aburrirse a menudo haciendo más o menos las mismas cosas. Hay quien, para evitar el tedio, se llena su agenda en lo que parece ser una exhaustiva terapia ocupacional: los lunes y miércoles, inglés; los martes y jueves, pilates; los viernes, coro; los sábados partido del chico y por las tardes, baile, macramé, papiroflexia y voluntariado con tres ONG, no vaya a ser que alguna falle alguna semana. Todo por no verse cara a cara en algún momento de cualquier día con el temido tictac del reloj. Otros, sin embargo, toman el camino contrario y han buscado —y siguen haciéndolo— la solución en el campo de la meditación y el silencio; como dijo Thoreau cuando decidió su retiro de dos años, dos meses y dos días en su cabaña junto al lago Walden: 
“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, (…). Para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido”.

José Antonio Marina, también intrigado por el tema, opina sobre el aburrimiento que “…se trata del malestar que se siente cuando uno se siente desdichado. Quien sufre no está aburrido. Está sufriendo. Aburrimiento es el sentimiento de no estar recibiendo un nivel adecuado de estimulación” y Alain (pseudónimo de Émile-Auguste Chartier) aquello de que “el aburrimiento es lo que queda de los pensamientos cuando las pasiones son eliminadas de ellos”. Y tienen razón. Ambos. Se aburre quien tiene las necesidades básicas (alimentación, hidratación, ¿sexo…?) cubiertas y no está en peligro inminente de ser agredido por fiera o humano ni en peligro de muerte o lesión severa. ¿O acaso se aburre quien ama locamente o sufre por amor (a menudo viene a ser lo mismo), le persigue alguien con un cuchillo o acaba de recibir la noticia de “es maligno”?

Para Fernando Sabater el aburrimiento es algo exclusivo del animal humano, “una intemperancia zoológica como la risa o la prescencia de la muerte (las tres juntas, pasadas por el lenguaje, son el origen de nuestra especialidad más famosa: el pensamiento”, tesis, a mi parecer, algo exagerada puesto que no explica la cara de aburrimiento del perro de mi vecina y su alegría cuando esta le muestra la correa que indica paseo.

Hay tantas clases de aburrimiento como taxonomías, pero, básicamente, se pueden resumir en dos: el situacional, fácilmente evitable cambiando de ocupación o saliendo a dar una vuelta y el existencial o tedio vital que define con inquietante precisión Pessoa en su Libro do dessasosego:

«El tedio es, sí, el aburrimiento del mundo, el malestar de estar viviendo, el cansancio de haberse vivido; el tedio es, más que esto, el aburrimiento de los otros mundos, existan o no; el malestar de tener que vivir, aunque otro, aunque de otro modo, aunque en otro mundo; el cansancio, no solo de ayer y de hoy, sino de mañana también, (y) de la eternidad, si la hay, (y) de la nada, si es la eternidad.

El libro que os presento NO es un recetario para librarse del aburrimiento (el más metafísico de los pecados capitales), NO es un libro de autoayuda —aunque algún consejo doy, pobre de mí, que a menudo ando aburrido—.  Es una introspección, un estudio, una reflexión, una investigación de meses sobre el apasionante tema del aburrimiento y sus parientes, conocidos con los nombres de spleen, boreout, mal du siècle o acedia, según época, intensidad, situación y contexto.

Disponible en Amazon

Román Rubio
Diciembre 2018

lunes, 3 de diciembre de 2018

BORRELL Y LOS INDIOS



BORRELL Y LOS INDIOS


En los últimos tiempos el señor Borrell ha estado en el ojo del huracán por asuntos varios. Hay quien le tiene muchas ganas. Uno de ellos ha sido el de unas “muy desafortunadas” declaraciones que hizo a propósito de la bondad de las fuerzas centrípetas que se viven en los EEUU (agrupado el país en torno a una bandera, a pesar de sus leyes estatales, a menudo divergentes) y su comparación con las tensiones centrífugas de países como España. El ministro achacaba el supuesto “privilegio americano” al hecho de que “…tienen el mismo idioma todos y porque tienen muy poca historia detrás. (…) Lo único que habían hecho era matar a cuatro indios”. Pues, no señor Borrell, no. No fueron cuatro indios. Fueron muchos más de cuatro. Hubo una aniquilación, si no total, sí muy significativa. Y un confinamiento en reservas de los que iban quedando, una vez desposeídos de su modo de vida de pueblos cazadores y nómadas. El asunto se agrava, señor Borrell, tratándose de unas declaraciones totalmente innecesarias de un Ministro de Exteriores de España (jefe de la diplomacia) hechas en un tono coloquial, de sobrado, y que habrían sido quizá inadecuadas aún en el entorno de una sobremesa con amigos, Más aún en un acto público en la Complutense.

Estoy de acuerdo en la condena al ministro y doy por buenas las disculpas posteriores de este. Y le han caído críticas, vaya si le han caído. Entre ellas, la que la periodista y escritora Edurne Portela le dedica en la edición de El País del domingo. La autora, de extensa formación y experiencia docente en los EEUU, le recrimina una serie de (in)cuestionados clichés de los que quiero resaltar el que concierne a la lengua inglesa . Dice (referido a los EEUU): “El inglés, la única lengua oficial del país, lo es por violencia y por imposición. La unidad lingüística es consecuencia de las políticas de exterminio, del régimen esclavista y de la negación de la pluralidad cultural de sus habitantes actuales” Y es aquí donde veo que el análisis es algo burdo, inexacto y pleno de lugares comunes. En primer lugar, sin negar el genocidio, los indios (o native Americans), con unas lenguas más primitivas, acordes con su cultura neolítica, aprendieron el inglés en la medida en que esta era más apta para la integración (eso sí, no buscada) en la sociedad industrial. Y lo mismo se puede decir de los esclavos, a quienes le venía más a cuenta comunicarse en inglés que en sus originarias lenguas africanas, aunque solo fuera para poder comunicarse entre ellos.

Y sí. También es cierto que la lengua inglesa se impuso con violencia. Como todas las demás. Igual que las lenguas navajo o maya se impusieron, con toda seguridad, sobre sus vecinas, de pueblos menos poderosos o con menor número de hablantes (y no, necesariamente, de menor belleza o acervo cultural).

El inglés (y el español, si nos ponemos) no es un gigante malvado y sin corazón, brutal azote de cándidas y ricas lenguas minoritarias autóctonas habladas por pacíficos y apacibles ciudadanos. El mundo no se compone de buenos y malos, como algunos quieren hacernos ver. Y el inglés no lo inventaron los dioses malvados, enemigos de los humanos de buena voluntad. Se formó con los mismos mimbres que el navajo, el maya, el español y todas las demás. Unos celtas hablantes de un mosaico de idiomas locales, que vivían en unas islas verdes y lluviosas, se vieron invadidos por unos tipos que decían llamarse romanos unos a otros y les impusieron el latín. Hasta el siglo V, en que llegaron del continente bandadas de sajones, anglos y jutos hablando una lengua germánica que implantaron por las buenas o por las malas en un territorio que sería invadido cuatro siglos después por normandos que impusieron su francés. Todo esto complementado por unos (por lo general) poco amigables visitantes escandinavos conocidos como vikingos que aportaron, entre mamporro y mamporro, sus propias palabras al patrimonio.

Y gracias a esa, a menudo violenta, imposición de unas lenguas sobre otras yo he viajado hace poco por Centroeuropa y me he podido comunicar con los locales, siendo que ni yo hablaba alemán ni ellos español. Y tanto ellos (los centroeuropeos) como yo hemos aprendido el inglés sin que ningún gigante malvado y sin corazón nos amenazara ni nos lo impusiera de manera violenta. Solo por el gusto de poder entendernos.  

Román Rubio
Diciembre 2018

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