jueves, 30 de diciembre de 2021

LA MEMORIA DE LOS PUEBLOS

LA MEMORIA DE LOS PUEBLOS



“Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”.

¿Cuántas veces han oído la frase en los últimos tiempos? El origen de la misma es incierto. Unos la atribuyen a Cicerón, a Guizot, a Ortega o al mismísimo Napoleón. Probablemente, y dado el uso  tan conveniente para rotos y descosidos, podría haber surgido en cualquier momento y lugar por obra y gracia de la retórica más efectista.

Yo me he molestado en buscar el origen (por hacer algo, dada la futilidad de la empresa) en ese gran Ojo del Gran Hermano que no quiero nombrar, y he descubierto que hay consenso en que la autoría de la frase corresponde al  filósofo, ensayista y poeta José Agustín Nicolás Ruiz de Santayana y Borrás (1863-1952), madrileño de nacimiento y norteamericano de formación, conocido como George Santayana, que escribió toda su obra en inglés y fue catedrático (full professor) en Harvard hasta que cumplió 48 años, en que renunció a la cátedra y dejó los Estados Unidos.

A pesar de haber vivido en Boston desde los cinco años en compañía de su madre inglesa y sus medio hermanos anglófonos, de tener el inglés como primera lengua y de hacer una exitosa vida académica, el tal Jorge (o George) nunca llegó a comulgar con el estilo de vida americano, añorando esa Europa y esa ciudad de Ávila adonde venía sus veranos a visitar a la familia paterna. Él mismo confiesa en una de sus obras: “He procurado escribir en inglés la mayor cantidad de cosas no inglesas que he podido”. A los 48 años recibió una herencia de su madre que le permitió vivir con holgura en Europa: Cambridge, Oxford, Roma… Y allí, en Roma, se quedó sus últimos años en el Convento de las Hermanas Azules donde murió y se hizo enterrar en el panteón español.

La frase es tan rotunda que se hace difícil contradecirla, pero yo no estoy aquí para declarar que el agua moja, que en invierno hace frío y que el cambio climático es malo —para eso están los pregoneros—, sino para ejercer la abogacía de Mefisto.

En primer lugar, cuando oigo máximas que se refieren al “pueblo”, la “patria” y cosas de esas que se pueden agrupar en una bandera o un himno me huele a chamusquina y me pongo alerta.

En segundo lugar, está eso de la memoria. Cada cual tiene la suya, con lo que yo prefiero hablar de “mi memoria” o “muchos tenemos memoria de” más que hablar de abstracciones como las memorias del pueblo o la patria.

La memoria es tan frágil y caprichosa que en las reuniones con amigos de la infancia o de la juventud no hay manera de hacer coincidir en los recuerdos. Uno cuenta una anécdota que recuerda con nitidez y el otro asiente con la cabeza para no desairarle mientras se pregunta si en verdad vivieron lo mismo. Y al contrario: el otro cuenta aquella anécdota desternillante de aquel periplo inolvidable mientras que uno le mira con sonrisa forzada, como diciendo: “¿pero, de verdad que hicimos el mismo viaje?”. Si esto es así tratándose de experiencias entre amigos, ¿qué no será cuando algunos se quieren apropiar, nada menos, de la memoria colectiva de todo “un pueblo”?

Por esta razón, cuando alguien pronuncia la celebrada frase de los pueblos y la memoria en alguna de sus variantes, si están en mi cercanía, me oirán carraspear, que es una manera discreta de ahorrarse el comentario a la obviedad de que en el invierno hace frío en el hemisferio norte y en el sur hace calor. O de que los recuerdos, a veces, son un pesado lastre que dificulta el camino hacia adelante.

Me permito hacerme a mí mismo una observación. Hay un lugar en el que la frase  no despertó en mí carraspeo alguno. En la entrada del pabellón número IV de Auschwitz está escrita la máxima de Santayana: “Those who do not remember the past are condemned to repeat it”, “Quien olvida el pasado está condenado a repetirlo”. Aforismo que, por cierto, no alude específicamente a pueblos o naciones, sino a tipos como usted y como yo.

 


Román Rubio

Diciembre, 2021

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jueves, 16 de diciembre de 2021

ESOS CHISTECITOS

 

ESOS CHISTECITOS


Acababa de leer en El País una entrevista de Jabois a Diego San José, alguien a quien no conocía; se trata de un tipo de Irún de 43 años,  guionista de comedia de profesión, autor, coautor o colaborador de muchos programas de televisión como Vaya semanita, El intermedio o La hora de José Mota y de películas como Ocho apellidos vascos, Pagafantas o la serie de HBO, Venga Juan. Entre otras cosas de interés, el guionista dice: “Una cosa que yo odio en la comedia es hacer chistes sobre cosas que la gente ya tiene claras. Es decir, la ficción que tú haces para dar la razón al espectador en lugares donde se está calentito. Y cuando los trenes están arrancados te subes a ellos”.

La frase me recordó algo que había oído el día anterior a la conductora de la mañana de la SER —y muy respetada por mí—, Ángels Barceló, a propósito de no sé qué elecciones. La catalana se permitió hacer un chistecito sobre lo de que “hay que votar bien, como dice Vargas Llosa, ja, ja, ja”, ridiculizando el aforismo del escritor y, de paso, su postura política. Claro, se trata de la SER, con lo que la periodista —de gran altura, en la mayoría de las ocasiones— se permitía el sarcasmo ante un público que adivinaba entregado. No importa que fuera con una frasecita y no discutiendo el sentido de la misma. No importa que el Nobel lo argumentara con ejemplos como el de que Hitler llegara a la Cancillería por los votos u otros casos sangrantes de la historia en que la elección ha conducido a resultados desastrosos. ¿Quién no va a estar de acuerdo (o en desacuerdo) con un eslogan tan facilón como el que repitió la periodista con sarcasmo? Claro, lo fácil es hacer el chistecito ante el auditorio entregado. Otra cosa sería argumentar en contra. Eso ya… ¡El pueblo siempre tiene razón! ¡Venga! Discútanlo, si se atreven.

En la historia reciente española se puso el referéndum como la panacea de la democracia. Nada parecía ser tan democrático como un referéndum. ¡Que hable el pueblo! Pues, bien; para hacer de abogado del diablo yo proponía a los defensores de la tesis (ojo, no a los defensores del referéndum, cosa que me parece muy aceptable, sino a los defensores de la tesis de este como máxima expresión de la democracia) que consideraran el caso de un plebiscito en el que se preguntara al pueblo por la prohibición de la entrada de moros en el país y del ejercicio de la religión musulmana. ¿Cuál creen que sería el resultado de la votación? Especialmente, si se aprovecha a hacerlo tras un atentado yihadista. “Eso es imposible”, me decían. “¿Por qué?”, preguntaba yo. “Pues porque esa pregunta no se puede plantear”. Efectivamente, ese referéndum, cualquiera que fuera el resultado, no se puede plantear. Y no porque sea moralmente cuestionable: un día te puede juzgar un cura bajo su moral y otro un depravado (aunque hay casos en que se trata de la misma persona), sino porque lo impide nuestras leyes. Lo impide la Constitución, que dice, claramente, que ningún ciudadano puede ser discriminado en función de su raza, ideología o religión.

Esta columna parece que ha quedado algo deslavazada, de modo que, por si necesitan una síntesis, les lanzaré el mensaje: ¡cuidadín con los eslóganes, las frases trilladas y los auditorios entregados!

Sean prudentes.

Román Rubio

Diciembre, 2021

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lunes, 13 de diciembre de 2021

EN DEFENSA DE LA AUTOAYUDA

 

EN DEFENSA DE LA AUTOAYUDA

(O cómo ser anticool)


Entiendo a los que se toman con distancia y una sonrisa condescendiente los mensajes de la autoayuda. Ya saben: esos que nos aparecen en Facebook o en otras redes sociales, a menudo divulgados por algún cándido ciudadano, más o menos amigo, del tipo “El mañana no ha llegado y el pasado ya ocurrió; vive el momento”, o “Caer no significa hundirse, solo que hay que levantarse”, o bien “Cada fracaso es una nueva oportunidad para reinventarse”, o “Todo está a tu alcance; solo hay que empeñarse en conseguirlo”. Muchos le damos el valor que tienen: el de mensajes bienintencionados, un poco moñas, que, sin tener por qué ser estrictamente ciertos (¿cómo voy a poder conseguir hacer realidad mi sueño de ser una estrella de la NBA si le llego al sobaco al más bajito y tengo los pies planos?), pueden tener un efecto optimista, estimulante o balsámico para las personas que necesitan un empujoncito a la moral de vez en cuando  (más o menos, todos nosotros). Al fin y al cabo, esos mensajes, aunque algo ingenuos, siempre serán más beneficiosos que los contrarios de: “Los errores del pasado son imborrables”, “El futuro no traerá más que enfermedad y muerte” o “¿Por qué intentar conseguir tus sueños si mides uno sesenta y no eres ni siquiera inteligente?”

La autoayuda, pues, “ayuda” a muchas personas a seguir en la brecha aportando una pizca de optimismo, por lo que no dejo de ver un tufillo arrogante en quienes se vanaglorian en su desprecio. Mi madre solía hacer uso del empujoncito de la religión y cada sábado y fiesta de guardar acudía a la iglesia en donde pedía por los suyos y salía con optimismo renovado y la seguridad íntima de que nos iba a ir bien, con resultados desiguales. Woody Allen, Tony Soprano y alguno de mis amigos y vecinos (y de los tuyos, lector, aunque no siempre lo confiesan) necesitan de otra pantomima diferente a la religión, pero con fundamentos y efectos parecidos, de modo que, ¿qué mal hay en recurrir a la meditación, el yoga, el mindfulness y los mensajitos algo ingenuos, o las tesis algo más elaboradas de la autoayuda o de la psicología positiva (su prima intelectual) traída al mundo académico por Martin Seligman?

Pues sí; muchos —a menudo de manera oportunista— empiezan a ver la autoayuda como una herramienta del demonio. Unos, psicólogos de titulación, atacan a esta por puro corporativismo: “Si esto ayuda a la gente, ¿qué valor añade la orla colgada en la pared de mi despacho?” Otros aplican su vena filosófico-marxista y alegan: “Si tu bienestar depende de ti y de tu capacidad de levantarte por ti mismo y no del “sistema”, ¿qué sentido tiene eso de la revolución pendiente que ando pregonando?”. Tanto unos como otros mantienen una postura muy cool, no solo de desprecio a la autoayuda (ese alimento de gentes seguidoras de Salsa Rosa y otros inframundos), sino de franca beligerancia, tratando a esta como el opio del pueblo.

Me refiero a posturas como la de Marian Donner en su Manifiesto en contra de la autoayuda (Libros Cúpula) o el artículo de Carlos Javier González Serrano, “Contra la dictadura de la felicidad: el dañino pensamiento positivo” (El vuelo de la lechuza), los dos últimos y más claros alegatos anti-autoayuda que han caído en mis manos.

https://elvuelodelalechuza.com/2021/11/02/contra-la-dictadura-de-la-felicidad-el-danino-pensamiento-positivo/?fbclid=IwAR0msogOi9Iu_9AgWRk_Af-b35A-SLdaXWj3kNpZjRc-0Hi3hXfz9vZ2EzU

Léanlos si tienen gana. Yo, mientras tanto, me estoy entreteniendo con las Cartas a Lucilio (o Epístolas morales) que escribió Séneca en sus últimos años, un poco antes de que su pupilo Nerón le invitara a quitarse la vida. Es un clásico del siglo I, pero, créanme, en realidad se trata de un libro de autoayuda un poco crecido por el brillo de lo añejo.

Porque nunca viene mal un empujoncito a la moral. Y si uno no le tiene fe a los pregoneros del más allá, a los sillones del psicólogo ni a los vendedores de paraísos colectivistas, ¿qué le queda, pues?


Román Rubio

Diciembre 2021

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