miércoles, 27 de noviembre de 2019

EL LENGUAJE DE LAS FLORES



EL LENGUAJE DE LAS FLORES



Dicen que las flores hablan. Yo no las he oído nunca, quizá porque estoy dotado con la sensibilidad de un puercoespín, pero quienes tienen alma de poeta dicen entender su lenguaje. Las más parlanchinas de todas —quizá por ser más comunes— parecen ser las rosas: las rojas expresan pasión, infatuación amorosa; las amarillas amistad, amor platónico o amor agonizante ¿?, las blancas, inocencia, pureza…; la flor del azahar expresa castidad; el geranio oscuro, melancolía y la violeta, simplicidad y pudor.

El lenguaje —el que se escucha—también tiene (como el de las flores) muchas lecturas. Por el acento podemos adivinar si una persona está muy formada o es semianalfabeta y de qué región viene. El acento delata. Además del sentido denotativo de las palabras, estas acarrean otro, el connotativo, que es muy significativo.

En la obra Pygmalion, de Bernard Shaw, el lingüista Prof  Higgins se vanagloria de que es capaz de determinar el origen y hasta el barrio y la calle de donde proviene cada persona, solo con oírle decir unas frases. Después, convertiría a Liza, la vendedora callejera, en una dama y se enamoraría de ella, pero esa es otra historia.

Con tal de blanquear los sepulcros, los países tuvieron la genial idea en el siglo pasado de cambiar el nombre del Ministerio de la Guerra por el de Defensa (¿qué diría Largo Caballero?), aunque a algunos les sirva para invadir Irak; y el “modernísimo” gobierno de Sánchez tuvo la brillante idea de cambiar el preciso, sencillo y descriptivo nombre de Ministerio de Medio Ambiente por el ridículo Ministerio para la Transición Ecológica. ¡Y pensar que algún coach o asesorcillo cobraría por ello!

Escuché en una tertulia radiofónica una ácida discusión entre dos intervinientes, ambas mujeres, porque una definía como “violencia machista” lo que otra veía como  “violencia doméstica”. Por el tono de la discusión, parecían estar de acuerdo en todo menos en la denominación. Parole, parole, parole.

Hace un par de días que trascendió un vídeo del Ayuntamiento de Barcelona para prevenir o denunciar las actitudes machistas entre la gente joven. Dos chicos están viendo en el móvil un vídeo enviado por otro amigo en el que estaba “tirándose” a una conocida. Los jóvenes ensalzaban la gallarda figura del amigo y hacían comentarios machistas y soeces sobre el cuerpo de chica. En castellano.

Un tercer amigo, que estaba con ellos, asqueado, se enfrenta a los dos mentecatos afeándoles su conducta y pidiendo respeto para la chica. En catalán.

Por supuesto, desde el Ayuntamiento, tras las protestas de muchos ciudadanos, se dijo que ¡qué mal pensados!, que el hecho de poner en lengua castellana lo brutal, ultrajante, chusco y cruel y en catalán lo conciliador, civilizado e igualitario era una coincidencia. ¿Cómo podría ser de otro modo?


Llámenme mal pensado, pero, para mí, un vídeo que se graba con planificación presupuestaria y artística, con su guión y todo, en el que los malos machistas hablan en una lengua y los buenos en otra me recuerda a las películas de Hollywood en las que el malo habla inglés con acento alemán o ruso. ¿A ustedes no?



Román Rubio
Noviembre 2019-11-27


miércoles, 20 de noviembre de 2019

SENTIDO COMÚN


SENTIDO COMÚN




Todo el mundo sabe qué es el sentido común, aunque a la mayoría, a bote pronto, le cueste definirlo. Se trata más o menos de “los conocimientos y las creencias compartidos por una comunidad y considerados como prudentes, lógicos o válidos”. O, dicho de otra manera: “la capacidad natural de juzgar los acontecimientos y eventos de forma razonable”.

Es uno de esos conceptos que se entienden mejor mostrando ejemplos. Valga uno:
Hay en el Índico una pequeña isla, perteneciente a la India, aunque alejada 100 millas de su costa, que está habitada por una población de unos 200 cazadores-recolectores, alejados de la civilización y que siempre se han mostrado hostiles a las visitas de los “civilizados”, recibiéndoles a flechazos, y no precisamente amorosos, como los de Cupido.

Hace justo un año (el noviembre pasado), el estadounidense de 26 años John Allen Chau desapareció en la isla y nunca más se supo de él. El joven desembarcó armado de una Biblia, con el firme propósito de cristianizar a sus habitantes. El día anterior a su desaparición había hecho el primer intento de desembarco del que reculó, rechazado por las flechas, mientras gritaba: “Mi nombre es John, os amo y Jesús os ama”. O así fue como lo consignó el devoto iluminado en su diario.
La situación es, a todas luces absurda, carente de “sentido común”. En primer lugar, ¿qué interés o ventaja puede tener para unos seres “primitivos” el hecho de que un tal Jesús les ame? ¿Por qué habrían de querer ser cristianizados, si es que llegaran a intuir que ese era el propósito del hombre blanco? Y, ¿por qué extraña circunstancia habrían de entender el mensaje si el americano se lo gritaba en inglés?

Hace poco he escuchado en la radio las declaraciones de una miembro de los CDR de Cataluña defendiendo las actuaciones de los piquetes causantes de los desórdenes públicos allí. Al ser interpelada acerca del (mal) uso de la libertad de algunos que lesiona la de muchos —como los transportistas camino de Francia o quienes quieren asistir a las clases de la Universidad— la militante ha venido a decir que se aguanten, que la libertad individual está subordinada a la libertad colectiva y que para conseguir esta hay que sacrificar aquella, porque —dice la militante— “las acciones tienen que estar al servicio de la razón y la razón la tenemos nosotros”.

Así de claro lo tiene. “¿Tu verdad? No, la verdad. Y ven conmigo a buscarla”. No, no se confundan: esas palabras son de Antonio Machado, mucho más humilde titubeante y tibio (y muchísimo más sabio) que de la militante de la CUP.

Para que las personas se entiendan debe haber, en primer lugar, “sentido común”, que, como dice la filosofía popular  “no es el más común de los sentidos”. Y que antes — parece que hace siglos— en aquel país sí que lo había, y le llamaban seny.


Román Rubio
Noviembre 2019

jueves, 14 de noviembre de 2019

VOX (POPULI)


VOX (POPULI)




Acaban de llegar. Bueno, ya estaban aquí, pero ya saben a lo que me refiero, y me gustaría anotar unas cuentas reflexiones sobre el fenómeno, así, a vuelapluma. Casi sin pensar.

Vox crece. De acuerdo. Y mucho. Son varios los factores: uno de ellos —aunque no el principal— es la torpeza del Presidente convocando elecciones. En esencia, crece porque representa el nacionalismo español (españolista) radical y este aumenta con el aumento del nacionalismo periférico catalán (catalanista). Siempre es igual: ¿El PP de Aznar es muy pero que muy español? El independentismo pasa del 20% al 40%. ¿Arde Barcelona? Vox dobla diputados.

El fascismo aumenta mucho en España. Falso. Son los mismos que eran. Los de Vox no han nacido estas semanas ni se han visto iluminados por la cegadora luz de Pablo de Tarso. Existían; lo que pasa es que estaban encuadrados en el PP. Ahora son los mismos, pero segregados y quizá más convencidos.

Extrema derecha. Cuidadín con los adjetivos. Todo escritor profesional (y hasta los amateurs) sabe que hay que ser prudente con los adjetivos. Si a lo “malo” le llamamos “horrible” y a lo “aceptable” le llamamos “extraordinario”, corremos el riesgo de quedarnos sin campo semántico para cuando haya que definir algo de verdad “horrible” o “extraordinario”. Yo los llamaría “derecha tradicionalista” y me guardaría lo de “extrema” para los elementos y grupos violentos y estraparlamentarios.
En EEUU han optado por la poco descriptiva expresión de Alt Right (Alternative Right).
De todos modos, si usted quiere llamarles “extrema” derecha es muy libre de hacerlo. Ahora bien, busque un adjetivo para calificar a los que van por ahí repartiendo mamporros (España 2000 y otros). ¿Extremísima, quizá?

Dejemos, pues, el tema, no vaya a ser que nos ocurra como a aquellos que se enzarzaron con la discusión sobre el sexo de los ángeles con los turcos a las puertas de Bizancio.

Todos ellos son malas personas. Falso. Vale, de acuerdo; la cara del Secretario General del Partido parece confirmar la tesis, pero, créanme: los hay malos, muy malos, buenos y muy buenos. Son como usted y como yo. Cuidan de sus hijos y sus mayores, donan órganos, echan una mano en las desgracias y se enfadan cuando los dueños de los perros no recogen los excrementos de las aceras. Como todos. En mi infancia se representaba a los comunistas con cuernos y rabo y en las películas de Bertolucci los fascistas matan a los niños a golpes contra la pared, sujetándoles por los tobillos, lo cual nunca hizo tu abuelo. Sí, ya sabes; el falangista.
Recuerden lo que dijo Hanna Arendt sobre Eichmann sobre el hombre corriente al servicio de las ideas y del mal.

Nostálgicos del franquismo. Sí. Muchos lo son. Otros, no tanto, aunque sientan nostalgia por el orden y la paz (lamentablemente, también por la de los cementerios)

Son violentos. No. Hasta ahora no. Hay quién dice: “Déjalos y verás. Estos empiezan demócratas (como Hitler) y terminan en dictadura fascista”. No sé. Quizá; pero de momento, no lo son.

Tienen futuro. Sí. Y mucho. Como en Francia, Holanda, Polonia, Hungría, Alemania… Bueno, en Alemania algo menos, pero es que no es comparable. ¿O es que no han visto los documentales de cómo quedó aquello en el 1945?

El asunto está caliente. Seguiremos opinando, conforme vayamos teniendo más datos.


Román Rubio
Noviembre 2019

lunes, 11 de noviembre de 2019

HERMANO LOBO


HERMANO LOBO
Jornada electoral.




¡El Lobo, qué gran turrón, qué gran turrón!




Había una vez un niño muy guapo y templado al que llamaban Pedro. Era pastorcillo y muy bromista y decidido. Gustaba el zagal de bajar al poblado a gritar: “el lobo, el lobo, que viene el lobo” y ver cómo la gente guardaba su ganado y se escondía recelosa en sus casas. Así, se ganaba la confianza de los paisanos y reafirmaba su autoridad de muchacho gallardo y decidido, aunque hubiera en él más fachada que sustancia.

Otro niño del pueblo, primo y rival envidioso del primero, llamado Pablo (Pablito, aunque a veces gustaba llamarse a sí mismo Pablita), más bajito, andaba detrás del primero coreando: “el lobo, el lobo, que viene el lobo”.

El Hermano Lobo andaba medio dormido, consciente de la dificultad de entrar al pueblo, rodeado de cazadores, pero tanto oía gritar su nombre y tanto era el miedo que veía que lograban transmitir los pastorcillos, que sacó pecho, salió de su madriguera y se lanzó al camino.

El pregonero de la aldea también ayudaba. No había día que no saliera con su trompetilla y cantara por todos los rincones del pueblo: “Ya viene el lobo feroz, cantando alegre el bayón...” o aquella, también muy celebrada de “¿Quién teme al lobo feroz, al lobo, al lobo?”

Lo primero que hizo el lobo fue comerse a Albert El Corderito (beeeeeeeé), al que encontró despistado por el camino. Era este un corderito muy, pero que muy ambicioso, lo que le hacía querer estar en todas partes menos donde se le necesitaba. Además, andaba siempre crispado, cosa extraña en los ovinos, y tenía la ridícula idea de andar por los corrales mostrando gráficos, ladrillos y otros objetos para hacerse entender, táctica que hasta el rollizo y esquivo gato Rufián había abandonado, por lo irrisorio e inútil. Aún así, dejó una parte del festín para que lo devoraran los buitres que sobrevolaban la aldea.

Entretanto, el zorro Pablo (no confundir con el cándido pastorcillo), presenciaba feliz el espectáculo, aunque algo intranquilo por el envalentonamiento del Hermano Lobo. Pablo, que se había dejado crecer la barba para parecer más mayor,  había estado muy enfermo, pero el bueno de Pedro le había salvado la vida, echando comida en su madriguera, a pesar de que su naturaleza ladina amenazaba a su ganado tanto como la agresividad del lobo.

Se aproximaba la Navidad, la época del turrón, y por todas las esquinas del poblado el pregonero canturreaba alegremente el mensaje de: “El Lobo, qué gran turrón, qué gran turrón”, como si se quisiera olvidar que Delaviuda, Suchard, Antiu-Xixona y hasta Hacendado, como Teruel,  también existen.

Pues bien, el Hermano Lobo ya acecha la aldea. Las cabritas se están escondiendo bajo la caja del reloj y los cerditos están pidiendo presupuestos de albañilería: los que tienen casa de paja quieren construírsela de madera y estos de ladrillo.

Los pastorcillos Pedro y Pablo están muy, pero que muy arrepentidos y han prometido al maestro que harán las paces y este les ha puesto a copiar quinientas veces: “No volveré a hacer el tonto”. El pobre cabritillo y su ganado, sin embargo, han sido devorados por el lobo y por los cuervos.

Los demás, esperamos que llegue Francisco. El de Asís.

Román Rubio


lunes, 4 de noviembre de 2019

LA PEOR PARTE


LA PEOR PARTE




“Me odia, exactamente, media España”, le oí a decir hace poco a Wyoming en uno de esos destellos de lucidez a los que nos tiene acostumbrados. La mitad de los españoles odian a su persona, y odian, sobre todo, a su personaje, su versión humorística e histriónica. La otra mitad, más o menos, le adora. O al menos, le soporta.

Les pasa a todos los que se exponen públicamente. Uno expresa su opinión sobre algo e inmediatamente tiene como enemigos a media España: más enemigos cuanto más popular sea el personaje. Solo los tibios, los mediopensionistas y los que no abren la boca están a salvo de la animadversión de los otros, y eso porque solo consiguen menosprecio. Los demás, los que tienen convicciones, son vilipendiados por el 50% de sus compatriotas. Yo mismo trato de exponer las mías de una manera comedida en mis escritos destinados a hacerse públicos. Aún así, me ha costado algún que otro amigo. En mi descargo apuntaré que he perdido algunos por izquierdista y/o independentista (¡dios, ¿quién habrá inventado tan absurda asociación?!) y a otros por lo contrario, por constitucionalista facha (otra asociación demencial), con lo que tengo la impresión de estar en el buen camino, alejado de la senda de los rebaños fanáticos.

¿Pero, quiere decir que el 50% que no te detesta te adora? Bueno, no necesariamente. Una parte de ellos sí, pero a otros les caes bien solo parcialmente. Ese es el caso de Fernando Savater, personaje que atesora muchas fobias y también filias, aunque estas, más parciales. Yo soy uno de ellos.

Savater es  un tipo que me interesa y del que leo todo lo que cae en mis manos, que son sus artículos —que publica en El País— y algunos de sus libros. Me gusta la precisión y solvencia de su prosa: rica, imaginativa y chispeante, salpicada de citas oportunas, cultas y esclarecedoras. En cuanto a lo que dice, todo (o casi todo) tiene un gran sentido común. Discrepo con él, a veces, más por la intensidad o el grado de sus posturas y convicciones que por estas en sí, con las que, en términos generales, coincido. Claro que el filósofo aporta siempre un punto de vista personal  e indómito exento de gregarismo ideológico bobalicón: “…en mi relación con los dos hemisferios del mapa político no hay equidistancia, sino dos pulsiones —o, más bien, repulsiones — opuestas: de la llamada izquierda me repele mucho de lo que hace y bastante de lo que dice (especialmente en estos últimos tiempos), pero de la denominada derecha me distancia sobre todo lo que es”.

Acabo de leer su último libro La peor parte, dedicado a su mujer de los últimos treinta y tantos años, Sara Torres Marrero (Pelo Cohete, para el autor), muerta tras un demoledor proceso cancerígeno de nueve meses de grandes sufrimientos.

Es posible que haya ocurrido, pero no recuerdo haber sido testigo de una confesión de afecto, ternura, pasión y pérdida tan sentida como la que el filósofo dedica a su compañera, a su mujer, al amor de su vida.

“Da más fuerza saberse amado que saberse fuerte”. Goethe.
Román Rubio

Noviembre 2019