miércoles, 30 de diciembre de 2020

LOS WITTGENSTEIN

 

LOS WITTGENSTEIN


Me gusta escuchar la radio en el coche y para evitar el ruido inane propiciado por un  continuo alboroto de nimiedades suelo sintonizar Radio Clásica, en donde la música proporciona cierto sosiego, los locutores muestran un tono de voz más apacible, no se esfuerzan demasiado en hacer gracietas y por lo general evitan informar sobre todas y cada una de las vacunas que se administran a unos “héroes”  que lo único que han hecho para adquirir tal estatus es haber vivido el tiempo suficiente y arremangarse para que alguien bien adiestrado les ponga un pinchacito.

En esas estaba yo cuando sonó el Concierto para la mano izquierda en re mayor de Ravel, que el maestro compuso en 1931 para que la tocara el prestigioso pianista Paul Wittgenstein, que había perdido el brazo derecho en la Primera Guerra Mundial. El concierto me recordó la figura singular del pianista y la extraordinaria historia de su familia.

Paul, el pianista manco, era hermano de Ludwig, el famoso filósofo del lenguaje, profesor en Cambridge, discípulo primero y después colega de Bertrand Russell en el Trinity College, autor entre otras obras del Tractatus Logico-Philosophicus y protagonista de una curiosa anécdota en la que supuestamente amenazó con el atizador de la chimenea a otro filósofo, Karl Popper, vienés y judío (como el mismo Ludwig) tras una conferencia de este en la que bajo el título “¿Existen realmente problemas filosóficos?” exponía puntos discrepantes con los de Wittgenstein. Se dice que Wittgenstein, tras interrumpir varias veces el discurso, encolerizado, se dirigió a Popper con el hierro en la mano diciendo: “¿me puedes poner un solo ejemplo de principio moral?” A lo que Popper respondió: “No amenazar a los profesores visitantes”.

Pianista y filósofo provenían del seno de la familia más adinerada del Imperio Austrohúngaro, en cuyo palacio vienés se recibía a grandes músicos, como Brahms, Mahler o Richard Strauss. Eran ocho hermanos. De los cinco varones, tres murieron por suicidio y Ludwig murió en Cambridge en 1951, de cáncer de próstata, para el que se negó a seguir tratamiento. Acababa de cumplir 62. Paul, al que no se vetó actuar al piano en la Austria ocupada por sus ancestros judíos (aunque bautizado católico, como el resto de sus hermanos), vivió en Norteamérica el resto de sus días y Ludwig obtuvo la nacionalidad británica. Hubieron de renunciar a la inmensa fortuna familiar en favor del régimen nazi, valorada en unos seis mil millones de dólares de la época, para proteger a sus dos hermanas, Helene y Hermine, que se habían quedado  en Viena, y obtener para ellas el estatus de “no-judías”, permitiéndoles seguir viviendo en el palacio familiar vienés y ganando el derecho a no ser detenidas y deportadas.

Ludwig, entretanto, dejó la cómoda vida universitaria para hacerse maestro de primaria en Austria, trabajo que hubo de abandonar tras los problemas surgidos con las familias de alumnos a los que maltrató por su poca habilidad con las matemáticas. Vivió dos episodios de retiro quasi monacal. El primero, en una cabaña en el bosque noruego a la que se retiró a centrar sus pensamientos y el segundo, en otro apartado lugar cercano a Galway, en la costa irlandesa. Volvió a sus lecciones en Cambridge, en donde, a pesar de su timidez y cierto tartamudeo y ayudado, quizá, por su porte de Apolo rubio y de ojos azules, de belleza serena y pensamiento profundo y hermético, solía dar sus lecciones en su cuarto, sin notas ni texto alguno y arrastraba tras de sí a una cohorte de seguidores que se conducían  a la espera de la anotación de la genialidad del pensador, como si de un moderno y apuesto Sócrates se tratara.

¿Y qué sabemos del niño y el adolescente que fue Ludwig? Pues no mucho, aparte de que estudió en la Realschule Bundesrealgymnasium  Fadingerstrasse de Lidz y tuvo como compañero a un muchacho que se llamaba Adolf Hitler, con el que comparte foto de clase y que años después escribiría un librito llamado Mein kampf en el que habla de un niño judío que bien podría haber sido Ludwig Wittgenstein.

Para que luego digan de la vida de la Pantoja.

 

Román Rubio

Diciembre 2020

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martes, 22 de diciembre de 2020

CORRECAMINOS. ¡BEEP-BEEP!

 

CORRECAMINOS. ¡BEEP-BEEP!



Las reglas, las normas y las leyes tienen una cosa buena y una mala: la buena es que obliga a la gente a cumplirlas, la mala es que a nosotros también.

En todos los pueblos se contaba entre los albañiles la historia de aquel operario que, aplicado con diligencia y buen ánimo a construir una “gorrinera” (la solución habitacional de los cerdos o “gorrinos”), andaba tan ensimismado y displicente en la tarea que quedó dentro de la misma y hubo de derribarla para poder salir. Estúpido, dirán ustedes. O distraído, que tampoco hay por qué ser tan severos.

Acuérdense  también de aquel presidente autonómico que inauguró a bombo y platillo cierta prisión del norte de la capital y que acabó al tiempo en ella como inquilino, ¿quién lo iba a decir?

Lo sabía muy bien un tal Tom, un gato decidido que en el intento de atrapar al ratoncito Jerry con el que cohabitaba (que no convivía), acababa siendo objeto de la potencia destructiva de su propio arsenal; o aquel Coyote, a menudo malherido en su empeño por atrapar al veloz Correcaminos.

En París ha ocurrido algo del estilo. El Ministerio de Función Pública de Francia ha impuesto una multa de 90.000 euros al Ayuntamiento de la ciudad —gobernado por Anne Hidalgo— por el terrible delito de tener más mujeres de las debidas en puestos de responsabilidad. En el año 2018, la administración Hidalgo tenía a 11 mujeres (69%) y 5 hombres (31%) en altos puestos, incumpliendo la Ley de Paridad, derogada en 2019, que estipulaba que la relación de hombres o de mujeres no podía exceder el 40%. La imposición de la cuota, pensada para beneficiar a la mujer, se ha vuelto en contra. El tiro por la culata.

“Absurda, injusta, irresponsable y peligrosa”, ha calificado la alcaldesa la sanción. Estoy de acuerdo en las dos primeras calificaciones: “Absurda e injusta”. En cuanto a las otras, no tanto: no se puede tachar la medida de “irresponsable” porque lo irresponsable es siempre “no” aplicar la ley y “peligrosa” tampoco la veo por el mismo motivo. Y es que lo malo de las leyes es que hay que cumplirlas, tanto si te favorecen como si no. Por cierto, como colofón a la paradoja, la sanción viene impuesta por la Ministra Amélie de Montchalin, conocida feminista.

Y si el caso de París parece el de Tom y Jerry, el de Otegui se asemeja al del Coyote y Correcaminos.

Otegui, que ha pasado más de seis años en la cárcel por el intento de reconstrucción de Batasuna, solicitó la anulación de la condena impuesta en 2011 por la Audiencia Nacional alegando la no neutralidad requerida de una jueza del tribunal. Esta preguntó al entonces acusado si condenaba a ETA a lo que Otegui se negó a responder. La jueza contestó “lo imaginaba”. Este diálogo ha sido en lo que se ha basado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) para declarar la nulidad del juicio. ¿Quiere decir que Otegui es inocente? En absoluto. El tribunal no se ha pronunciado. Lo único que ha dicho es que el juicio no es válido y, por lo tanto, se tiene que repetir.

De nuevo el Coyote ha salido chamuscado. No sé si saldrá muy perjudicado, pero todo indica que no ha conseguido, de nuevo, la presa.

Es lo que tienen las leyes.

 

Román Rubio

Diciembre 2020

 

P.D. Leo con sorpresa que Raphael ha dado dos recitales en Madrid a los que han asistido unas 8.000 personas en tiempo de pandemia. Estoy anonadado. No sé si por saber que aún canta, porque haya todavía alguien que pague por verle (desde que murió su gran fan Carmen Polo, a la que, por cierto, le regalaban la entrada) o porque el concierto haya sido en un lugar al que llaman WiZink (en serio).

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viernes, 11 de diciembre de 2020

MAMI, QUÉ SERÁ LO QUE QUIERE PEDRO

 

MAMI, QUÉ SERÁ LO QUE QUIERE PEDRO


En la novela La mancha humana, Philip Roth cuenta la historia de Coleman Silk, antiguo profesor y rector de una universidad de Massachusets, que había sido obligado a dimitir de su puesto por una presunta ofensa racista. La anécdota la reprodujo tal y como le había ocurrido a un conocido suyo, Melvin Tumin, catedrático de Sociología en Princeton, y así lo explicó Roth en una carta en The New Yorker titulada Carta abierta a Wikipedia.

Un día de 1985, el catedrático, tras pasar lista en una de sus clases, apreció que había dos alumnos que no habían asistido a ninguna de las sesiones previas a pesar de encontrarse a mitad de semestre, ni habían contactado con él en modo alguno.

Una vez acabado de pasar lista, el profesor preguntó por los dos alumnos desconocidos: “¿Alguien conoce a estas personas? ¿Existen realmente o se trata de spooks?”  (Habría que aclarar que la palabra spook, además de “fantasma” o “espíritu”, en el inglés norteamericano coloquial se usa como sinónimo de nigger, o negro, aunque con una connotación peyorativa un punto más baja).

Casi inmediatamente, el profesor Mel fue requerido por las autoridades académicas para justificar el uso de la palabra ya que las dos personas desconocidas resultaron ser negras. A continuación continuó una caza de brujas que duró meses y necesitó de reiteradas disculpas públicas del profesor, tal y cómo le fueron requeridas al profesor Silk en La mancha humana, a lo que este se negó forzando con ello su dimisión.

Hace unos días, Cavani, el futbolista uruguayo del Manchester United, fue también acusado de racismo. Tras remontar con dos goles el partido contra el Southampton recibió muchas felicitaciones de amigos y conocidos en su teléfono móvil. A una de ellas contestó con un: “Gracias, negrito” y a continuación un icono de apretón de manos en signo de amistad. Esa respuesta, que para cualquier persona bienintencionada pasaría por una expresión cariñosa (sin tener en cuenta la naturaleza étnica del sujeto, que no ha trascendido), ha sido vista como una ofensa racista en Reino Unido y el futbolista ha sido requerido de sanción por la Federación inglesa (FA), lo que ha obligado a este a pedir disculpas, no al receptor del mensaje —que en ningún momento dijo sentirse ofendido— sino a la multitud vocinglera de puritanos del lenguaje que se han rasgado las vestiduras.

No es extraño, pues, que el equipo arbitral rumano que actuó en el partido de Champions PSG-Estambul se metiera en un atolladero desde el momento que el cuarto árbitro comunicara por el auricular al primer árbitro que debía expulsar al ayudante del entrenador del equipo turco, el camerunés Webo, con el mensaje “expulsar al negro”, o “negru”, como se dice en rumano.

Pero no solo el integrismo de la corrección política interviene en el debate. Hay un cierto desfase en el significado de la palabra “negro” entre el inglés y el español que puede originar confusión. En nuestra lengua, además de designar a una etnia (el negro, los negros), designa un color, bien como sustantivo (el negro es un color de luto) o como adjetivo (me he comprado unos zapatos negros). El inglés, sin embargo, para el color tiene la palabra black, en tanto que negro o nigger se usa solo para las personas y tiene claras connotaciones raciales ofensivas de origen esclavista. También el francés, a diferencia del español, distingue entre el peyorativo nègre y el más neutro noire.

Las sensibilidades están tan en carne viva que en las ediciones actuales de los libros de Mark Twain destinados a las escuelas se ha sustituido la palabra original nigger, que aparece 219 veces en Las aventuras de Tom Sawyer, por otros términos más aceptables, como slave; y la obra  de Ágatha Christie The Ten Little Niggers (Los diez negritos) ha visto cambiar su nombre en las últimas ediciones, primero por The Ten Little Indians (Los diez inditos) y posteriormente por And Then There Were None (Y no quedó ninguno), aunque la editorial, de manera sorprendente, señala en la portada con letra pequeña, “antes publicada como Los diez negritos”.

De modo que ya saben: de ahora en adelante, nueva letra para la canción. Pueden elegir: Mami, qué será lo que quiere Pedro, Mami, qué será lo que quiere el perro, Mami, qué será lo que quiere Ernesto… Pueden elegir.

Román Rubio

Diciembre 2020

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domingo, 6 de diciembre de 2020

CARNE O PESCADO

 

CARNE O PESCADO


A partir de cierta edad uno empieza a tener la inquietante sensación de que las cosas antes eran más simples, más claras, más inteligibles. Ocurre, por ejemplo, cuando nos falla el ordenador. Reconocemos su valía al tiempo que añoramos aquella máquina de escribir a la que apretabas una tecla y veías cómo se levantaba una varilla de hierro que golpeaba el carro a través de una cinta de tinta y tenías la impresión de habitar un mundo comprensible. Hoy una avería te remite indefenso y desarmado a mundos de interfaces y líneas de código incomprensibles para quienes estudiamos el catecismo en la escuela.

De un tiempo a esta parte tengo la impresión de que el debate sexo/género se me escapa. Me di cuenta el día que leí sobre la campaña suscitada en el Reino Unido contra la escritora J.K. Rawling (autora de Harry Potter) por intervenir en un debate en las redes sociales en el que alguien definía al género femenino como “gente que menstrua” y la Rowling intervino diciendo que “esa gente” solía tener un nombre: “mujer”; lo que encendió las iras de ciertos sectores del colectivo LGTBI (perdón si me olvido de alguna letra).

El problema, para mí, no era posicionarme en el debate, sino entender siquiera de que iba, por qué había intervenido la escritora y por qué había zaherido a tanta gente. Para mí era obvio: alguien que menstrua es una mujer, pero, si es tan obvio, ¿por qué señalarlo en un debate? ¿Es que acaso hace falta recalcar que es un gato ese animal pequeño, peludo y con bigotes que dice miau?

Pues no, señores; la cosa no es tan fácil. Y para iluminar mi camino de persona ignorante y trasnochada me encontré con el estupendo artículo en el País Semanal Lo que “nosotres” tenemos que decir, de Pepe Barahona y Fernando Ruso, del que aprendí muchas cosas. Estoy seguro de que ustedes, personas más puestas al día, son conocedoras de todo lo que voy a decir. En ese caso se pueden ahorrar la lectura del resto del artículo.

Todo se enmarca dentro de lo que se entiende como el activismo queer, teoría que entiende los géneros como un constructo social, una ficción cultural que excluye a lo que no es norma. En español se ha adaptado el término y lo que en inglés es genderqueer se dice aquí cuirgénero, que puede ser transgénero o transbinario (cuando una persona no siente la pertenencia al que se le asigna al nacer —a diferencia de cisgénero, que significa lo contrario—) o no binario (que no encaja en las categorías de hombre-mujer).

También entiendo que existe el concepto de agénero (que no sé exactamente si se trata de un caso de transgénero o género no binario), de modo que Sam, de 24 años, en ese mismo artículo, se declara “agénero, queer y pansexual”, o, como él mismo aclara, “ni chocolate ni vainilla”, lo que simplifica bastante la explicación.

Además de los conceptos de queer, agénero, transgénero, cisgénero, no binario y pansexual existe el estatus de bigénero, como se define Vera, otro personaje que aparece en el artículo. Se trata de ir variando de género pasando del masculino al femenino según las circunstancias: unos ratos, unos días, en ciertos momentos o con ciertas personas carne y en otras circunstancias, ratos días o momentos pescado. Es lo que también se entiende como genderfluid, o género fluido.

No digo que tiempos pasados fueran mejores, ¿eh? En absoluto. Es estupendo que haya tanta variedad y, sobre todo, tanta libertad para elegir. Simplemente quiero confesar mi pizca de confusión con la terminología y expresar mi ternura (que no añoranza) por aquellos tiempos simples de la máquina de escribir en que existían el género masculino, el femenino y el mediopensionista. Y eso explicaba todo. Así, sencillito.

 

Román Rubio

Diciembre 2020

https://elpais.com/elpais/2020/12/04/eps/1607072645_532834.html




miércoles, 2 de diciembre de 2020

MARADONA

 

MARADONA


Me ha costado ponerme a escribir estas líneas, dada la profusión de artículos y comentarios —a favor y en contra— escritas por gente mucho más cercana que yo a la persona.

Maradona tenía el don de la relación con la pelota y con el juego. De niño, cuando actuaba de recogepelotas en Argentinos Juniors, el público le reclamaba en los descansos con el grito de “¡Pelusa, Pelusa!” y el chico se ponía a hacer toques y aguantando el balón en el aire, en la frente, en la oreja, o donde quería para deleite del público que adoraba a aquel chaval bajito, descarado y alegre que venía de Villa Fiorito, uno de los arrabales miserables del conurbano sur de Buenos Aires. Y esa habilidad con el balón, Dios la había depositado no en un descendiente directo del Libertador sino en las botas desatadas de un desharrapado chico de los arrabales bonaerenses de procedencia y porte plebeyos, lo que le convierte en un favorito del pueblo, como lo fueron el torero robagallinas o el púgil rebacoches del guetto de Detroit.

El muchacho se hace jugador profesional y se convierte en un jugador de élite, para muchos el mejor jugador del mundo. De momento no hay nada excepcional. Tenemos a  un jugador que podría ser el mejor de su época (en todas las épocas hay uno, ya se llame Bekenbauer, Di Stéfano, Cruyff, Pelé, Zidane o Messi), en su versión arrabalera.

Pero para llegar a mito y provocar el vocerío que ha provocado su muerte hacía falta ser algo más que el mejor jugador de una época, e incluso de todas las épocas. Para llegar a la altura de mito, el fenómeno Maradona se explica en dos lugares: Argentina y Nápoles.

En 1982 los argentinos se apropiaron de las Malvinas (o las Falklands, como prefieran), de administración británica, en una acción de la dictadura para reafirmar el orgullo nacional y su propia pervivencia, pensando que los británicos no se iban a atrever a intervenir. Lo hicieron. La Primera Ministra, Margaret Thatcher, envió una armada en un viaje de 12000 kilómetros y, en un tiempo récord, tomaron las islas. Fue una acción inútil en términos prácticos: las Falklands habían servido al Imperio Británico como puerto seguro para aprovisionar sus barcos en la peligrosa travesía del Cabo de Hornos, ruta comercial abandonada desde la apertura del Canal de Panamá. El esfuerzo de tomarlas fue un asunto de orgullo nacional. El resultado se vivió en Argentina como una severa humillación nacional.

Cuatro años después, en 1996, Argentina se cruza con Inglaterra en el Mundial de Mexico y Maradona capitaneaba el equipo argentino. Era el momento de los grandes, una lid de la que uno puede salir como héroe o villano. En el minuto 51 Maradona marca el primer gol. Todo el mundo ve que lo hace con la mano, de manera torticera y con propósito de engaño. Todos menos el árbitro, que dio el tanto por bueno. Cuatro minutos después, mientras los argentinos celebran con alegría inaudita el gol tramposillo y el resto del mundo echa en cara las malas artes del jugador, Maradona se inventa el mejor gol de ese campeonato y de todos los posteriores. Saliendo de su campo se deshace de Beardsley, Peter Reid, Terry Butcher (dos veces), Terry Fenwick y el portero Peter Shilton y marca el gol más celebrado de la historia del fútbol. Posteriormente ganaría el mundial el equipo argentino. Los astros se habían alineado y un hombre, el desharrapado muchacho del suburbio, había restituido el orgullo nacional. Ese gol significó en Argentina mucho más que la campaña militar en Reino Unido. Al fin y al cabo, los británicos necesitaron todo un ejército para derrotar a los argentinos. A estos les bastó con un muchacho bajito y descarado del arrabal. ¿Cómo no amar a ese muchacho?

El otro lugar fue Nápoles. Llegó y consiguió con el equipo local los dos únicos scudetti del club, permitiendo a los napolitanos mirar a los poderosos millonarios turineses de la Fiat y a los financieros milaneses de tú a tú. El argentino se ganó la pleitesía del pueblo napolitano.

Es cierto que después llegó el periodo de las adicciones, la obesidad, las difíciles relaciones familiares y las enormes depresiones y salidas de tono de aquel muchacho al que el traje de héroe divino le vino demasiado grande, pero, si lo piensan, solo Superman ha sido capaz de llevar el traje de héroe sin perder la cabeza. Y nunca se le vio por Villa Fiorito.

 

Román Rubio

Diciembre 2020


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