miércoles, 27 de septiembre de 2017

VOTA SÍ. VOTA POR LA PAZ

VOTA SÍ. VOTA POR LA PAZ
Chicas kurdas después de votar

Vaya por delante que los que van a despedir a la Guardia Civil con los gritos de “Yo soy español, oé” y “A por ellos” no gozan, en absoluto, de mis simpatías: ¿Qué significa eso de “a por ellos”? ¿A por quiénes? ¿A por sus propios primos y sobrinos, hijos del hermano de su padre que fue a trabajar a una fábrica de la Zona Franca, acaso? Diríase que salen en heroica misión contra un temible enemigo cuando se van a encontrar con un pueblo pacífico, festivo y desarmado. Es cierto, sí, que salen en heroica misión en otras ocasiones en que arriesgan sus vidas para sacar montañeros accidentados y cosas así, pero en esas peligrosas circunstancias no tienen a todos esos espantajos envueltos en banderas a las puertas del cuartel gritando nimiedades.

Y dicho esto, ahora voy a por los otros: los de las esteladas y algunas de las falacias con que se envuelven. Admito que pidan un referéndum de autodeterminación y creo que, de haber tenido el país un gobierno más hábil, capaz  y menos anticatalanista, lo habrían tenido y, probablemente, lo habrían perdido hace años. Pero a lo que nos ocupa: No es verdad que un referéndum sea, por definición, la expresión máxima de la voluntad de un pueblo. Es más, según mi experiencia (casi) nunca lo es, cualquiera que sea el resultado. Les pondré un ejemplo: hace un mogollón de años, los que ya tenemos una edad cercana a la del hermano pequeño de Matusalén, experimentamos por primera vez lo que era un referéndum. Era el año 1966 y el Generalísimo Franco, Caudillo de España, en un intento de semilegitimar su execrable régimen nacionalcatolicista, elaboró una ley: la Ley Orgánica del Estado, que habría de ser la ley marco, una especie de Constitución, con la que blanquear el sepulcro de su infausto, anacrónico y criminal  régimen. Para ello, convocó al pueblo español en referéndum con una espectacular campaña bajo el lema: 30 AÑOS DE PAZ. VOTA SÍ. VOTA POR LA PAZ.
Lo que se venía a votar, según un diario de la época, era:

"Lo que votas diciendo 'SI'. Que España se constituye en Reino católico, social y representativo. Que Franco continúa siendo Jefe del Estado. Que España garantiza su libertad e independencia con instituciones de tipo permanente para el futuro. Que no se perderá en el porvenir el espíritu cristiano de reformas sociales que inspira el Movimiento. Que el pueblo español decide por sí mismo, sin injerencias ni extrañas intromisiones, la forma de gobierno que estima más conveniente. Que la Monarquía que se instaure estará al servicio de la Nación. Que el comunismo se estrellará siempre contra la inexpugnable fortaleza de la unidad del pueblo español. Que el propio Caudillo Franco irá convirtiendo en realidad las normas de la Ley de Sucesión en el momento que estime oportuno. Así pues, el deber de todo buen español es votar 'SI'. Lo quiere Franco. Lo exige España"

Les recordaré el resultado del referéndum, aunque creo que ustedes ya lo habrán intuido: El nivel de participación fue de un 88.8%, con un 95.6% de votos a favor, un 2.47% de votos en contra y un 2.47% de votos nulos. Desconozco los resultados por regiones, pero intuyo que en Cataluña se darían resultados similares a los de otras partes del Estado. Yo no voté porque era un chaval y entonces se exigía la mayoría de edad (21 años) para poder hacerlo.

En aquella ocasión, tan lejana, aprendí algunas cosas:
Primera: Nunca, nunca, pero nunca debería de fiarme de ningún referéndum que obtuviera un SÍ del noventa y tantos por cien. O es inútil, o es tongo o es ambas cosas.
Segunda: Los referendos nunca se convocan para “oír la voz del pueblo” sino para usar el resultado que se espera del mismo en la consecución de un fin.

El referéndum escocés, tan elogiado por muchos catalanes, no fue autorizado por Londres con el objeto de “escuchar la voluntad del pueblo escocés”. Se hizo con el propósito de que votaran NO y olvidarse del problema independentista por unos lustros. Y salió bien (para los convocantes, digo). El posterior referéndum del Brexit no fue convocado por Cameron para “escuchar al pueblo británico”. Se hizo con el objeto de que votaran a favor de permanecer en la Unión Europea y de ese modo acallar el guirigay en el gallinero del Partido Conservador por unos lustros. Y salió mal.
Y esa es la tercera cosa que he aprendido de los referendos: que pueden salir bien o mal, entendiendo por bien y por mal el resultado esperado por el convocante, a no ser, claro está que, como Franco, controles la participación y la tengas en cuenta a la hora de extender certificados de buena conducta. (Para los jóvenes o desmemoriados les recordaré que era un documento requerido para casi todo, que lo extendía el Comandante de la Guardia Civil del pueblo o el Alcalde o jefe local del Movimiento con el visto bueno del cura párroco. Sí, sí, del cura párroco).

Otra cosa que he aprendido de los referendos es que no sólo el resultado los justifica, sino el hecho de quién lo convoca, en qué circunstancias y con qué propósito. Imaginen que uno de los partidos de derechas que están subiendo como la espuma en Europa llega al poder y convoca  uno con la proposición de vetar la entrada al país a toda persona que provenga de un país musulmán, cualquiera que sea la circunstancia: turismo, visita familiar, asilo... Con una mayoría parlamentaria de mitad más uno  podrían hacerlo según los estándares democráticos que parecen regir entre algunos. ¿Cuál creen que sería el resultado de “la  voz del pueblo”? ¿Aceptarían un sí de un 51% contra un 49%?
Todas estas reflexiones sobre el referéndum me han venido a la cabeza mientras reniego de quiénes, envueltos en la estelada, tachan de fascistas y anticatalanistas (que para algunos viene a ser lo mismo) a tipos como Mendoza o como Serrat, que hace 40 años renunció a tomar parte en Eurovisión por no poder hacerlo en catalán, se autoexilió en Mexico un tiempo en la época franquista  y dio a conocer al gran público a poetas como Machado o Miguel Hernández que no tenían nada de fascistas, aunque, según los criterios de ciertos Ayuntamientos como el de Sabadell, podrían adquirir el estatus de proscritos por no haber expresado su catalanismo de manera explícita. Como Quevedo, Kavafis, Walt Whitman, Baudelaire o Wordsworth. Por ejemplo.

Román Rubio
Septiembre 2017

lunes, 25 de septiembre de 2017

ANUBIS

ANUBIS
¿No se han preguntado nunca de donde provienen los nombres de las operaciones policiales? Para que el nombre sirva a su cometido es deseable que cumpla ciertos requisitos: debe aludir al objetivo  y, al mismo tiempo, su vinculación no debe ser demasiado evidente para no dar pistas en el círculo del investigado. Así, han sido famosas  actuaciones como la Operación Nécora contra el narcotráfico gallego, haciendo referencia al crustáceo propio de las Rías o la Operación Malaya de desmantelamiento de la corrupción en el Ayuntamiento de Marbella,  palabra que parece ser una simbiosis de Málaga y Marbella, aunque hay quien opina que es la tortura malaya la que, por algún sofisticado resorte, alude al caso.  Como quien puso el nombre no ha opinado sobre el particular, tanto me vale una explicación como la otra. Otra operación con una relación clara con el objeto de la investigación fue el de Operación Emperador contra la mafia china en España, que hacía referencia a la película El último emperador de Bertolucci. La operación Ogro fue el nombre que ETA dio al operativo que acabó con el asesinato de Carrero Blanco por el “parecido” del personaje con la idea que los etarras tenían de un ogro (claramente en tiempos anteriores a Shrek).

La relación no siempre resulta tan obvia: en ocasiones, la imaginación se agudiza hasta obtener productos francamente notables. El operativo mayor y de más repercusiones contra la corrupción y financiación irregular del PP se bautizó como Operación Gürtel, con la que muchos aprendimos que así era como se decía correa o cinturón en alemán. Genial: enormemente descriptivo e indetectable para el interesado que, de no saberlo,  nunca relacionaría el caso con su persona.  La Operación Púnica, que acabó con la carrera política de Francisco Granados y dio con sus huesos en la cárcel que él mismo había inaugurado, se llama de esa manera, no refiriéndose a las Guerras Púnicas -como podría parecer en un análisis superficial-, sino porque Punica granatum es el nombre científico del árbol del granado, que alude directamente al apellido del primer incausado. La Operación Taula, dirigida contra el PP valenciano se refiere a las Taulas de canvi, arcaico instrumento bancario del Reino de Aragón y la Operación Lezo (y esta es mi favorita), que acabó con Ignacio González, hace referencia a Blas de Lezo, Mediohombre, héroe nacional semiolvidado  en España por vasco y en el País Vasco por servir a  España. El hecho de que defendiera Cartagena de Indias contra el ataque de la mayor Armada inglesa (en donde el prócer madrileño fue retratado con bolsas de basura llenas –presuntamente- de billetes)  hizo que el Almirante inglés rumiara, derrotado, su “God damn you, Lezo”.

Tras tantos felices hallazgos idiomáticos debo reconocer que me siento desorientado ante la última proeza lingüística de la policía llamando Operación Anubis a la acción antirreferéndum en Cataluña.  No consigo, por más que me lo propongo, encontrar un  nexo convincente. Para algunos, independentistas convencidos, es una muestra más de la perfidia del gobierno central en su empeño de seguir humillando la realidad catalana. Anubis, en la mitología egipcia, representado con cabeza de un cánido (chacal o perro salvaje) de piel negra y cuerpo de humano, es el dios de la muerte y patrón de los embalsamadores y esta es la lectura que muchos hacen, la más obvia e interesada. Cabría otra interpretación: Según Plutarco, Anubis es el hijo ilegítimo de Neftis y Osiris. Cuando este es asesinado y desmembrado por Seth, Anubis participó junto a Isis y Neftis en la reconstrucción del cuerpo de Osiris, inaugurando, así la práctica de la momificación, lo que aludiría a la antidesmembración de España.

Yo, particularmente, encuentro más plausible esta última versión: Anubis como reconstructor de un cuerpo desmembrado; aunque, si me hubieran dado a elegir a mí, y conociendo de antemano el desenlace de los acontecimientos, la habría denominado Operación Piolín.

Román Rubio


                     










sábado, 23 de septiembre de 2017

ME HAGO PODEMITA

ME HAGO PODEMITA
Lo tengo claro. Me hago Podemita. O de sus confluencias, mareas, allegados, socios adláteres o lo que sean. Al menos, hasta la próxima, en que me haga de cualquier otra cosa. Y lo hago por varios motivos: en primer lugar por poner distancia con la burricie de cierto españolismo que odia tanto al podemismo que logran hacerlo atractivo; en segundo lugar por rechazo a los empecinados independentistas que tienen en el interés económico,  en el énfasis de la diferencia, en la insolidaridad con los otros y en el alzamiento de barreras los verdadero motivos de sus pretensiones y en  tercer lugar porque es en el único campo en el que veo sentido común, aparte del  PSOE, que está desdibujado, el pobre.
No vi el programa de Wyoming el otro día pero vi algún extracto en la red y de verdad, el hecho de ver sentadas codo con codo y en relación de cortesía, complicidad, entendimiento y hasta de amistad a las alcaldesas de Madrid y Barcelona me conquistó. ¡Dios!, pensé: “qué buen vasallo, si hubiese buen señor”. Algunos (y algunas) quisieron ver en el hecho de que ambas sean mujeres la razón de la armonía. Es falso: es el hecho de que sean Carmena y Colau y no el que sean mujeres. No es así. Imaginen sino a Pilar Rahola y a la de las peras y las manzanas (si pueden imaginarlas juntas) y verán.

 Me hago cargo que Colau está bailando hace tiempo la rumba entre dos aguas sin guitarrista de Algeciras y que a Carmena le tienen ganas muchos españolitos añorantes  de procesiones con general bajo palio, Virgen patrona y Cofradía de la Hiel (que no de la miel). No la pueden ver. Y que aprovechan cualquier circunstancia para expresarle su desprecio, tenga o no razón. Si lo dice Carmena es mentira, es ridículo o ambas cosas. Allá ellos. Ante cualquier iniciativa de concordia y sentido común, estos preferirían ver tanques y Guardias Civiles y en vez de un diálogo civilizado y sereno como el que protagonizaron Carmena y Colau en un programa -por cierto, conducido por un madrileño y una catalana-  preferirían ver allí sentados (o mejor cada uno desde un estudio diferente) a dos tipos como Aznar y Junqueras, a cara de perro, azuzando a  sus mesnadas, sin tener quizá en cuenta que nunca, nunca había ganado ERC -y el independentismo catalán en general- tanto terreno y tantos votos como cuando estuvo el caballero Aznar al frente del gobierno central, pese a los esfuerzos de Rajoy por “mejorar”  las cifras independentistas. El programa, en beneficio del esperpento,  podría haber estado conducido por, digamos, el sacristán de bolilla Giménez Losantos y Carod Rovira. Y Francisco de Goya como documentalista ayudado por Azcona con lo del guión.
Lo cierto es que las dos alcaldesas dieron una lección de civilidad y sentido común al que algunos llaman seny. Carmena, el demonio de los  ultramontanos es, en realidad ,el Tío Lucas, el del Sombrero de tres picos de Alarcón, ¿recuerdan?

(…) tan pronto como empezaba a penetrarse dentro de él aparecían sus perfecciones, y que estas perfecciones principiaban en los dientes. Luego venía la voz, vibrante, elástica, atractiva; varonil y grave algunas veces, dulce y melosa cuando pedía algo, y siempre difícil de resistir. Llegaba después lo que aquella voz decía: todo oportuno, discreto, ingenioso, persuasivo... Y, por último, en el alma del tío Lucas había valor, lealtad, honradez, sentido común, deseo de saber y conocimientos instintivos o empíricos de muchas cosas, profundo desdén a los necios, cualquiera que fuese su categoría social, y cierto espíritu de ironía, de burla y de sarcasmo, que le hacían pasar, a los ojos del Académico, por un D. Francisco de Quevedo en bruto.

Y esto es lo que saca de quicio a los intransigentes y beligerantes que sirvieron a Goya de modelos con sus garrotes y la tierra hasta las rodillas. Como el Comendador de la obra de Pedro Ruiz de Alarcón, tratarán de desacreditarla con engaños, trampillas,  subterfugios y torticeras interpretaciones. Lo intentan, pero al final siempre se estrellan con el muro del sentido común de la alcaldesa de Madrid.  Esa es mi Carmena, incólume ante lo bronco, lo malencarado y la bilis de los de la Cofradía de la Hiel, de los que hacen lo posible por parecerse al Comendador. Y lo consiguen.


Román Rubio
Septiembre 2017

miércoles, 20 de septiembre de 2017

ÉRASE UNA VEZ

ÉRASE UNA VEZ
Érase una vez un país rico, muy rico, en el que había tres clases de ciudadanos: los que  vivían bien, los que vivían muy bien y los que vivían en la abundancia. El país era algo extraño, eso es verdad: Estaba enclavado en las montañas, cubierto de nieve en el invierno, se hablaban tres o cuatro  lenguas distintas y se tenía la extravagante costumbre de hacer referéndum por casi cualquier cosa: que si los perros deben ir atados o no, que si los coches pueden o no llevar pegatinas o si se prohíbe usar el cortacésped los domingos. Sus habitantes tenían fama de ser serios, circunspectos, algo aburridos y con dificultad para relacionarse entre ellos. Como eran tan formales y fiables y tenían por costumbre no meterse en guerras y otros saraos violentos, los demás tenían por costumbre confiarles el dinero para que se lo custodiaran, hecho que aún les hacía más ricos, más serios y más formales. Eran tan civilizados que ni siquiera el hecho de tener tres o cuatro lenguas diferentes parecía amenazar su idílica convivencia ni estimulaba la tentación independentista basada en la diferencia cultural, tal era la armonía. Alguien dijo que mientras sus vecinos del sur, de al otro lado de la cordillera, con toda su corrupción política, sus intrigas cortesanas y  escándalos sexuales de toda índole ejercidos durante siglos, fueron capaces de alumbrar el Renacimiento, ellos, con su pacífica convivencia, su exquisito respeto e impecable democracia solo fueron capaces de inventar el reloj de cuco. Eso, y Guillermo Tell. Pero, ¿qué le vamos a hacer? Ellos eran así: gustaban de vivir sin sobresaltos, en democracia, en el respeto al otro y en la abundancia, algo aburridos y guardando, eso sí, el dinero propio y el de los demás.

Érase también otro país  más al sur, éste más pobre, luminoso, bañado por un mar azul y soleado, con una historia más truculenta y cainita, que tampoco había dado a luz al Renacimiento. En él no había referendos excepto en el caso que se subiera de antemano el resultado, y eso siempre y cuando ayudara al tirano o al orden establecido. Debido, quizá, a su agitada historia,  los ciudadanos no se fiaban unos de otros y mucho menos de sus instituciones, y cuando acumulaban dinero, cosa que, a menudo, era de manera irregular o directamente fraudulenta, gustaban de llevarlo al país de la gente seria para que fueran ellos quienes lo guardaran, siempre y cuando mantuvieran el secreto y sus conciudadanos no se enteraran, pues estos eran de natural impulsivo, violento y andaban prestos a arrebatarles la fortuna por medio de impuestos o cualquier otra sucia artimaña.
Un día, dos mujeres naturales de ese país sureño, levantisco y chapucero fueron al país de las montañas y de la gente seria y, asustadas por las implicaciones de una nueva ley que habría de descubrir el secreto de sus fortunas, con la ayuda de algún otro personaje masculino, cometieron un acto incívico: sacaron de la caja fuerte del banco una cantidad de dinero grande, muy grande y, sin saber cómo hacerlo desaparecer, se dedicaron a cortar con unas tijeras adquiridas al efecto y tirar por el váter, una ingente cantidad de billetes tal,  que llegaron a  embozar los retretes del banco que fielmente se los guardaba y los  de otros tres locales públicos (bares y restaurantes).

Los hombres serios del país de las montañas se enfadaron con las levantiscas mujeres. ¿Qué era eso de embozarles los váteres con billetes troceados? Un abogado local se presentó a la autoridad de montañesa y pagó, con buenos doblones de oro (la moneda del luminoso país), los desperfectos a los inodoros montañeses.

Se desconoce la identidad de las mujeres meridionales que cometieron tan singular hazaña, pero un día se sabrá. Y anticipo que será divertido. Mucho. Servirá para mitigar, en parte, el tedio del tira y afloja del referéndum que preparan en una parte de tan singular país un tipo de pelo a lo Beatle y otro con un ojo que mira a Jerusalén y el otro a Cafarnaúm, y refrenado por otro tipo con barba y puro que lee el Marca y parece no mirar a ningún sitio.

Y colorín colorado…


Román Rubio
Septiembre 2017

martes, 19 de septiembre de 2017

RUIDO BLANCO

RUIDO BLANCO
En todos los claustros hay algún personaje peculiar. Recuerdo a una profesora –llamémosle Nuria, en beneficio del argumento- que era un poquito, digamos, inestable. En una ocasión, estando solos en la sala de profesores en funciones de guardia, empezó a corretear  por la sala dando saltos y agitando los brazos como un pajarito explicándome no se qué sobre la danza, mientras yo la observaba cortés y azorado.  La sala tenía grandes ventanales y los vecinos de la finca de enfrente parecían estar muy distraídos con las evoluciones danzantes de la profesora de sus hijos, cosa que a ella parecía no importarle en absoluto. Las conversaciones con la compañera, cualquiera que fuera el comienzo, siempre acababan con su amarga queja acerca de sus vecinos. Según ella, le hacían la vida imposible: que si la ropa tendida, que si la basura, el correo y otras menudencias comunes a todos los conflictos vecinales; pero ella, invariablemente, añadía una circunstancia inédita: los vecinos la atacaban con “ruido blanco” que supuestamente introducían, bien a través de los tabiques o por la instalación eléctrica. ¡Y yo que creía que el ruido blanco era un zumbido que servía para dormir! La profesora explicaba que, de manera  intencionada, y con el objeto de fastidiarla, los malvados vecinos introducían en su casa unos sonidos indetectables, de misteriosa frecuencia, que la volvían loca (como si ella necesitara de estímulos exteriores) y le producían insomnio y otras molestias físicas y psíquicas. Al final del curso, afortunadamente, la mujer había encontrado otro piso para vivir y hasta tenía comprador para el suyo (el de los ruidos) con lo que imagino que ahora será mucho más feliz, a salvo de los misteriosos y molestos ruidos blancos y los pérfidos vecinos.
Los compañeros, como es natural, nos tomábamos a cachondeo lo de los ruidos de la profe y hacíamos chanza de ello dándole la misma credibilidad que dábamos a las caras de Bélmez o a la entrevista de Moisés con Yaveh en el Sinaí, (excepto el profe de Religión que le daba menos).

He vuelto a recordar a mi simpática compañera a causa del “incidente” diplomático de La Habana. Al parecer, los funcionarios de Estados Unidos en Cuba están sufriendo o han sufrido un “ataque sónico” por sonidos de muy alta o muy baja frecuencia, inapreciables para el oído humano y que hace enfermar a las personas que se ven sometidas a ellos. Como consecuencia, 21 funcionarios estadounidenses y cinco canadienses y sus familiares  han tenido que ser evacuados del país y llevados de vuelta a casa por enfermar de manera inexplicable. Los sujetos se han visto afectados por síntomas como daños en el sistema nervioso, lesiones auditivas, pérdida de memoria, lagunas de vocabulario y otras afecciones como mareos y vómitos. Más o menos, como mi entrañable y algo alocada colega.
Si las causas cubanas parecen estar determinadas (¡ataque sónico!), la autoría no parece estarlo tanto, pues no beneficia al Régimen -que tiene una relación escabrosa con la Administración Trump-, con lo que se baraja la posibilidad de que sea un sector del aparato hostil a las relaciones con los EEUU, en solitario o en connivencia con potencias extranjeras como Rusia, Irán o Corea del Norte. De momento, no consta que se haya culpado (todavía) a Maduro, ETA, el Servicio Secreto marroquí, Junqueras o Rubalcaba.

En fin, nada que no se arregle con unos pasitos de baile a la vista de los vecinos.


Román Rubio
Septiembre 2017

sábado, 16 de septiembre de 2017

BARCELONA

BARCELONA
¿Se han parado a pensar cuántas veces han oído la palabra Barcelona en los últimos tres o cuatro meses? ¿Dónde se han metido Bilbao, Valencia, Sevilla o Málaga todo este tiempo? ¿Y Zaragoza? ¿Existe Zaragoza? Sólo Madrid ha aguantado su onza y media de popularidad, y ello, por su papel de némesis de Barcelona. Este año se adelantaron los calores y con ellos el turismo. España empezó a batir records de turistas en el primer semestre del año y Barcelona se situaba entre las ciudades más visitadas de Europa igualando o superando a la mismísima Roma. Comoquiera que las polvaredas siempre traen lodos, llegó el fango de la turismofobia y, si bien es cierto que ciudades como Palma o San Sebastián levantaron tímidamente el dedo, fue Barcelona, de nuevo, la gran protagonista. Con el fenómeno repasamos los barrios del centro: que si el Raval, que si el Born, que si Las Ramblas, y otros no tan céntricos como Gracia, se habrían convertido en algo poco menos que inhabitables -aunque los críticos se olvidaba, deliberadamente, de explicar el deterioro del que estos barrios venían-. Gracias a la alarma levantada por los grupos antiturismo, los ciudadanos de Albacete, Zamora o Ciudad Real se enteraban de que El turisme mata els barris y miraban perplejos como la capital catalana invitaba a marcharse a los turistas con su Tourist go home, les insultaban con su All tourist are bastards o (y este es mi favorito) les amenazaban sarcásticamente con una cacería con su Why call it tourist season if we can´t shoot them? (¿por qué le llamamos la temporada del turista si no podemos dispararles?)

Unas cosas llevan a otras y empezaron las huelgas de los servicios de control en el aeropuerto de Barcelona. Si el año anterior fue Vueling y su codicia lo que colapsó el aeropuerto dando la tabarra en el telediario, este año fue Eulen la empresa encargada de recordarnos que, junto a Barcelona, hay una localidad llamada El Prat compartiendo con la capital el nombre del aeropuerto y con Cornellá el campo del Espayol. Bueno, Eulen, los sindicatos, Aena, los mediadores y la retahíla de alcaldes, ministros, subsecretarios, consellers y parlamentarios de uno u otro pelaje.

Andábamos en medio del tostón aeroportuario cuando la ciudad, esta vez de manera luctuosa y sin siquiera merecerlo, sufrió el atentado terrorista que la situó tristemente junto a Niza, Berlin, Madrid, París, Bruselas y alguna otra en el grupo de las víctimas, copando, como es natural, las cabeceras de los noticiarios del mundo conocido. Tenía que ser este verano. Es innecesario recordar todas las manifestaciones de conduelo, procesiones, pitadas al Rey y a quien pasara por allí que no vistiera barretina.
Llegó septiembre y  me fui una semana fuera del país, a un lugar muy, muy al norte de Europa. Con el alivio que supuso el reencuentro con la hierba mojada, el olor a bosque y la niebla húmeda que parece que nace del suelo hacia arriba, creí descansar de la obstinada presencia de la luminosa ciudad. No fue así, o no del todo. Comoquiera que fui a visitar a familiares y amigos, los nombres de Barcelona y Cataluña ocuparon, inevitablemente, una parte nada desdeñable de las conversaciones de sobremesa.
A la vuelta me esperaba la Diada, y otra vez la ciudad se apropió de las horas de radio, las imágenes de los noticiarios televisivos y las conversaciones familiares, vecinales, del trabajo y de amigos. Barcelona, Barcelona, Barcelona. Su equipo, el Barça, no quiso quedarse al margen de la orgía mediática y se mostró en el verano débil, roto, como en descomposición, como queriendo que se hablara de él, hasta que Messi, como ocurre casi siempre, decidió despertar y poner las cosas en su sitio.

Y lo que nos queda.

No es que piense que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero yo, que no soy un chaval, tengo recuerdos de otra Barcelona, no sé si más exitosa pero sí más amable y, en mi opinión, interesante. Recuerdo una Barcelona del comic de “línea chunga” como El Víbora y Makoki, y línea clara como Cairo, de los tebeos de risa de Bruguera, de Nazario y sus disparatadas y libertinas Ramblas, de Mariscal, de Biscúter yendo a comprar pescado y verduras al Mercado de la Boquería para que su jefe y mentor, Carvalho, lo guisara en su casa de Vallvidriera mientras encendía el fuego con las páginas de cualquier libro de Lacan. La Barcelona de Pijoaparte y sus aventuras por la zona alta, lugar en el que nunca se le esperó, la ciudad de las grandes editoriales en lengua castellana a la que los grandes de la literatura hispanoamericana acudieron a abrirse al mundo, la ciudad de los conciertos de rock punteros a la que íbamos los que carecíamos de la oferta y, sobre todo, por encima de todo, a la ciudad sin banderas. ¡Dios, cómo afean las banderas a las ciudades! ¡Cómo las rebajan de categoría!


Román Rubio
Septiembre 2017

martes, 12 de septiembre de 2017

COMILLAS ESPAÑOLAS

                                                         COMILLAS ESPAÑOLAS
Hubo, no hace mucho, un mundo anterior al localizador del teléfono móvil y la existencia de las innumerables cámaras de tiendas, bancos, tráfico, etc. en que a los delincuentes se les pillaba por descuidos: una colilla abandonada en el lugar del suceso con restos de carmín, una receta médica, un estadillo bancario o una nota de la tintorería que caían inadvertidamente del bolsillo, una bufanda o un pañuelo olvidados en el atropello del momento y, en ocasiones, el mismísimo carnet de identidad o de conducir dejaban a la policía el crimen medio resuelto. Eran fallos del delincuente que le podían costar media vida entre rejas, que alimentaban las tramas de las novelas policiacas y daban vidilla a las crónicas de sucesos.

Los espías, antes de que su trabajo se limitara al control de la Red,  también cometían fallos: se delataban a la hora de reportar costumbres locales o datos en millas, galones, onzas, chelines y peniques, medidas con las que solo los anglosajones están familiarizados. En un mundo de impostura como es el del espionaje, las metamentiras (mentiras sobre las mentiras) han sido el pan de cada día, tal y como cuenta magistralmente Graham Greene en sus novelas: recuerden la de Nuestro hombre en La Habana: un hombre, sin pretenderlo, se ve arrastrado al mundo del espionaje en la Cuba de Bautista. El tipo, sin ninguna aptitud para el desempeño, empieza a enviar a Londres planos de las aspiradoras que vendía como si fueran bases o armas secretas. La ineptitud del servicio de inteligencia británico y la imposibilidad de reconocer su inoperancia hacen que, no solo no se castigue al sujeto sino que se le fiche como adiestrador de espías y se le condecore por los servicios prestados.

La cuestión catalana nos ha brindado también su pequeño inquietante y divertido asuntillo de espías. Divertido no por el asunto en sí, ya que se trata del luctuoso atentado de La Rambla, sino por el tratamiento que se ha hecho de la gestión por las distintas fuerzas políticas y policiales, los gobiernos catalán y español y los medios de comunicación afines a uno y otro bando.
Veamos: Según publicó El Periódico y –presuntamente- con el objetivo españolista de desprestigiar la gestión de los Mossos, la CIA habría advertido en un comunicado de finales de mayo de la posibilidad de una acción terrorista del ISIS contra lugares singulares de Barcelona citando, explícitamente, La Rambla. Hasta aquí, nada que objetar. Serán lo Mossos quienes tengan que decir si esto fue o no así y sus implicaciones. El comunicado en sí parece auténtico para quienes no estamos familiarizados con este tipo de notas. El lenguaje tiene ese tufillo de despacho oficial y el estilo que los de a pie suponemos que tienen los escritos de las agencias estatales. Ahora bien, hay un elemento muy pequeño, casi inapreciable, pero extraordinariamente discordante en la misiva que puede pasar desapercibido en una primera lectura y que Assange (como angloparlante nativo) detectó enseguida, poniéndonos sobre aviso: el uso de la comilla española  (« ») en lugar de la comilla inglesa (“ “).

Las comillas llamada españolas, latinas, francesas, bajas, angulares, de pico o de sargento (« ») no vienen en el teclado. Probablemente, lector, si no eres un editor o has estado vinculado al mundo de la edición profesional, desconocerás que se materializan  con Alt174 y Alt175 en el teclado convencional. A pesar de las recomendaciones de la RAE cada vez se usan menos, siendo desconocidas en el mundo anglosajón. La comilla angular, latina o española, por no aparecer en el teclado,  ha desaparecido casi por completo; no solo en el mundo digital sino en el de la prensa escrita, como son los periódicos de papel. Únicamente se mantiene en los libros, y de estos, los que se publican en España puesto que los de Latinoamérica, muy influenciados por la edición estadounidense, tienden a sustituir la comilla española por la inglesa que, por otra parte, tal y como reconoce la misma RAE, es una elección tipográfica sin diferencia ortográfica alguna.

Por todo esto me resulta difícil imaginar a un tipo de Langley, Virginia, que supuestamente nunca ha visto una comilla angular pulsar el Alt174 para abrir un entrecomillado cuando tiene a golpe de dedo la (“) al que está acostumbrado y que significa exactamente lo mismo. Pero, en fin, se trata de espías y estos, ya se sabe, pueden hacer cualquier tontería con tal de (no) llamar la atención. Los de Madrid, con tal de confundirnos, quieren hacernos creer que son de Langley y estos, de Madrid.

Román Rubio

Septiembre 2017

sábado, 9 de septiembre de 2017

CORTESÍA DIGITAL

CORTESÍA DIGITAL

Creo haberlo dicho ya en alguna otra ocasión en este foro. Mis compatriotas –y ahí, de momento, incluyo a los catalanes- adolecen de cortesía digital (y de otras muchas formas de cortesía, ya que nos ponemos, como  la de la de la conducción).
Opinad en la red sobre cualquier cosa que sea opinable, por banal que sea. Como es natural habrá comentarios a favor y en contra y, poco a poco (a veces a partir de la cuarta o quinta intervención), alguien llamará merluzo a otro y este le contestará diciéndole que es un paleto, que nunca ha salido de casa y que su opinión cuenta tanto  que se podría meter la lengua, el dedo o lo que sea por el más oscuro de los orificios. De verdad, no me refiero a temas relevantes y calientes sino a cosas opinables como el de si España debería cambiar el horario de Berlín por el de Greenwich. Lo he comprobado. Y si esto ocurre con temas como el del huso horario, ¿qué no será con asuntos que levantan ampollas como el de Cataluña o el derecho a existir del podemismo o Gerard Piqué, cosas que sacan a tantos españoles de quicio?
Pienso que el mayor pecado del español (y vuelvo a incluir a los catalanes, con perdón) no es la envidia, como tantas veces se nos ha dicho, sino la ira. La envidia la he visto por todas partes: “green with envy” es un dicho común en inglés que alude a lo  molesto que resulta soportar  que al vecino (¡ese cabeza loca derrochador!) le toque la lotería o que a ese otro escribidor tan malo le den el Planeta en vez de dárselo a uno mismo, con lo que uno se lo merece. El español, o muchos de ellos, es un ser iracundo, permanentemente cabreado con razón o sin ella, amigo de expresar su cabreo tocando la bocina mientras conduce, en la cola del ultramarinos y, por supuesto, también, en las redes.

La ciudadana Rosa Mª Miras Puigpinós (catalana y española, ella) indignada tras escuchar una intervención de Inés Arrimadas, subió un mensaje a Twitter llamándole “perra asquerosa” y expresando su deseo de que la Ciudadana fuera “violada en grupo”, ante lo que la parlamentaria decidió denunciarla y provocando el asunto el despido de la injuriante de su puesto de trabajo. No es necesario decir que no veo ningún delito en el insulto y que la acusación de incitación al odio es, la mayoría de las veces, por no decir siempre, una patraña. Ahora bien: si la ciudadana María Miras ha sido despedida de su trabajo por maleducada (y no por la decisión de un juez), ¿qué quieren que les diga? No me da ninguna pena. Alguien debería de haberle explicado a esa señora (o mejor aún, esa señora debería haber aprendido por ella misma) que el insulto es inaceptable, que no hay nada que se pueda escribir sobre una persona que no sea susceptible de ser dicho a la cara y que, por muy antagonista política e ideológicamente que sea de alguien, no la veo llamando “perra asquerosa” a nadie si se la cruza en “El Corte Inglés”, sea esta diputada o novia de su sobrino. A la señora le debían de haber explicado (o más bien, ella debería haber aprendido) que cuando uno escribe algo y lo difunde, sea en un blog o en una red social, lo “publica” -lo hace público- con su firma y que desde ese momento está sujeto a cualquier represalia sea esta penal o social. Así ha sido y de ese modo se ha actuado en los mundos editorial y periodístico desde tiempos inmemoriales. Es en el momento en que el pueblo llano y, en gran medida, inculto y maleducado toma los mandos de la edición cuando se produce la eclosión de estos atropellos verbales en forma de insultos y faltas de respeto, cosas inauditas en el mundo de la edición profesional. La grandeza de internet es que cualquiera, sin el respaldo ni la aquiescencia de ningún grupo editorial puede editar sus mensajes para el mundo, pero esto paga el tributo bien conocido en el ámbito del juego de “carta en la mesa está presa”.
Desde aquí, desde este humilde blog, lanzo un aviso a mis lectores y al mundo de las redes en general:

1º.- No digas nada a nadie ni de nadie que no seas capaz de decírselo a la cara. El parapetarse en la pantalla de internet y su semianonimato es de cobardes, como lo es el hecho de amedrentar a otros con la bocina protegidos por la carrocería de un coche.
2º.- Piensa que cuando subes algo a la red te estás editando. No escribas por tanto nada que no pudiera ser publicado en cualquier medio periodístico.
3º Sé cortés. Expón tus argumentos (si los tienes y sabes hacerlo) en contra de cualquier idea contraria a las tuyas de manera inflexible pero sin insultar. La descortesía y el insulto son prerrogativa del débil, del inculto y de quien está lleno de bilis.
4º Ofender es muy fácil. Cualquiera es capaz de hacerlo. Persuadir, convencer, o, simplemente, discrepar y  argumentar es mucho más difícil. Y más por escrito, puesto que, en primer lugar, hay que tener las ideas claras, después hay que saber ordenarlas construyendo un argumentario y finalmente hay que ser capaz de expresarlo por escrito, cosa que no todos llegaron a aprender en la escuela.

Román Rubio

Septiembre 2017

lunes, 4 de septiembre de 2017

HÉROES

HÉROES
El Palleter es el héroe local de los valencianos y no Rita Barberá como se empeñan algunos. El desharrapado paiportí, Vicent Doménech, pajero de profesión (con perdón) rompió el papel de sello de Bonaparte, se hizo con un palo y un trapo rojo y azuzó a las masas en rebeldía contra el francés al grito de “Vixca Fernando VII i muiren els traidors”. Daoiz y Velarde protagonizaron la resistencia madrileña y el alcalde (o los alcaldes) de Móstoles declararon la guerra a las tropas napoleónicas antes, mucho antes de que nadie llamara al programa Encarna de noche a publicitar las empanadillas de tan celebrada localidad. Agustina de Aragón (que, por cierto, era catalana de nacimiento, -¡vaya, por Dios!- y también apellidada Doménech) prendió la mecha del cañón que encontró desatendido cuando llevaba la comida a su marido artillero, demorando así, unos minutos más la entrada de los asediadores por una de las puertas de Zaragoza. El Timbaler del Bruch era un adolescente que, aporreando valientemente un tambor en el Macizo de Montserrat, hizo creer a los apocados franceses que la resistencia española era mucho mayor de lo que realmente era, inculcando el miedo en los gabachos y provocando, probablemente, la desbandada.  También están El Empecinado y tantos otros, pero mi favorita es Juana la Galana, de Valdepeñas, que salió con una cachiporra a la puerta de su casa y se lió a mamporrazos con todo francés que osara pasar por allí, de modo que en compañía de otros valientes de la zona  como El Cura Calao, Francisco Abad Chaleco y la Fraila consiguieron demorar a los franceses lo suficiente como para que el General Castaños pudiera organizar su ejército que infligió a los invasores la dolorosa derrota de Bailén.

Estos y otros son los héroes de la Guerra de España, conocida aquí como Guerra de la Independencia, algunos de ellos mostrando su arrojo de manera más bien a resguardo: el Palleter era un valiente de boquilla que no hizo más que arengar a las masas cuando aún no había ni un francés en las calles de Valencia, el alcalde de Móstoles dictar un bando en similares circunstancias, el chico de Cataluña tocar un tambor en un desfiladero y Agustina de Aragón prender la mecha del cañón, actos nada excepcionales, y con un riesgo tan limitado que hasta personas tan alejadas del heroísmo como usted o yo  podríamos haber llevado a cabo, dadas las circunstancias. Otra cosa es mi Juana de Valdepeñas. Esa sí que, de ser verdad su proeza, se jugaba las castañuelas.

Estos fueron los héroes que, según la Enciclopedia Álvarez y otros instrumentos didácticos animados e inanimados de mi época, consiguieron la derrota de Napoleón. En un alarde de nacionalismo infantil y hasta cómico de aquella España nacional-catolicista se nos quería hacer creer –y hasta lo consiguieron, a medias- que aquel variopinto elenco de frikis fueron capaces de derrotar a la Grande Armée. Tras elogiar las hazañas de nuestros descamisados héroes que parecían sacados de la aldea de Astérix, así, como de pasada, se añadía que, bueno, que el Duque de Wellington también estaba por aquí, y que, al mando del ejército angloportugués también colaboró en sacar al francés, aunque fuera un poquito.
Lo cierto es que el general inglés fue quien expulsó a los franceses de la península en confrontaciones que fueron decisivas, traspasando los Pirineos y acosándolos hasta las mismas puertas de Toulouse, ya en tierras francesas. En los Arapiles, cerca de Ciudad Rodrigo, los británicos sufrieron 3.176 bajas, 2083 los portugueses y 6 los españoles. En la batalla definitiva en suelo español, la de Vitoria, los británicos tuvieron 3.675 bajas, 921 los portugueses y 562 los españoles. Los franceses, muchas más.
Esa es la realidad. Wellington volvería a derrotar a Napoleon en Waterloo y fue enterrado en San Pablo de Londres con honores de héroe nacional a la altura de Nelson, Montgomery o Churchill. Terminadas las campañas se dedicó a la política llegando a Primer Ministro por los tories. En el cargo tuvo sus sinsabores. En la inauguración de la primera línea de ferrocarril del mundo, la Liverpool-Manchester, las masas de Manchester, enfurecidas por cierta iniciativa gubernamental que lesionaba, según ellos, los intereses industriales del norte, comenzaron a mostrar su hostilidad contra la autoridad en forma de proyectiles impidiendo que el héroe nacional y Primer Ministro pudiera siquiera tocar tierra, con lo que se ordenó la salida inmediata del convoy de vuelta a Liverpool en un muy accidentado viaje.

La causa catalana carece de héroes. La secretaria general de ERC y portavoz de Junts pel Sí, Marta Rovira, ha advertido de que “si hubiese una ofensiva del Gobierno para retirar urnas, entonces, evidentemente, movilizaremos a los ciudadanos para que esto no pase y para que la Generalitat y la administración constituida puedan garantizar que los colegios electorales abran con normalidad”.
Estamos a la espera del advenimiento de los nuevos Palleters y Tamborilers, llámense o no Doménech,  que darán contenido a las Enciclopedias Álvarez del porvenir. Eso sí, en catalán.


Román Rubio
Septiembre 2017