miércoles, 20 de septiembre de 2017

ÉRASE UNA VEZ

ÉRASE UNA VEZ
Érase una vez un país rico, muy rico, en el que había tres clases de ciudadanos: los que  vivían bien, los que vivían muy bien y los que vivían en la abundancia. El país era algo extraño, eso es verdad: Estaba enclavado en las montañas, cubierto de nieve en el invierno, se hablaban tres o cuatro  lenguas distintas y se tenía la extravagante costumbre de hacer referéndum por casi cualquier cosa: que si los perros deben ir atados o no, que si los coches pueden o no llevar pegatinas o si se prohíbe usar el cortacésped los domingos. Sus habitantes tenían fama de ser serios, circunspectos, algo aburridos y con dificultad para relacionarse entre ellos. Como eran tan formales y fiables y tenían por costumbre no meterse en guerras y otros saraos violentos, los demás tenían por costumbre confiarles el dinero para que se lo custodiaran, hecho que aún les hacía más ricos, más serios y más formales. Eran tan civilizados que ni siquiera el hecho de tener tres o cuatro lenguas diferentes parecía amenazar su idílica convivencia ni estimulaba la tentación independentista basada en la diferencia cultural, tal era la armonía. Alguien dijo que mientras sus vecinos del sur, de al otro lado de la cordillera, con toda su corrupción política, sus intrigas cortesanas y  escándalos sexuales de toda índole ejercidos durante siglos, fueron capaces de alumbrar el Renacimiento, ellos, con su pacífica convivencia, su exquisito respeto e impecable democracia solo fueron capaces de inventar el reloj de cuco. Eso, y Guillermo Tell. Pero, ¿qué le vamos a hacer? Ellos eran así: gustaban de vivir sin sobresaltos, en democracia, en el respeto al otro y en la abundancia, algo aburridos y guardando, eso sí, el dinero propio y el de los demás.

Érase también otro país  más al sur, éste más pobre, luminoso, bañado por un mar azul y soleado, con una historia más truculenta y cainita, que tampoco había dado a luz al Renacimiento. En él no había referendos excepto en el caso que se subiera de antemano el resultado, y eso siempre y cuando ayudara al tirano o al orden establecido. Debido, quizá, a su agitada historia,  los ciudadanos no se fiaban unos de otros y mucho menos de sus instituciones, y cuando acumulaban dinero, cosa que, a menudo, era de manera irregular o directamente fraudulenta, gustaban de llevarlo al país de la gente seria para que fueran ellos quienes lo guardaran, siempre y cuando mantuvieran el secreto y sus conciudadanos no se enteraran, pues estos eran de natural impulsivo, violento y andaban prestos a arrebatarles la fortuna por medio de impuestos o cualquier otra sucia artimaña.
Un día, dos mujeres naturales de ese país sureño, levantisco y chapucero fueron al país de las montañas y de la gente seria y, asustadas por las implicaciones de una nueva ley que habría de descubrir el secreto de sus fortunas, con la ayuda de algún otro personaje masculino, cometieron un acto incívico: sacaron de la caja fuerte del banco una cantidad de dinero grande, muy grande y, sin saber cómo hacerlo desaparecer, se dedicaron a cortar con unas tijeras adquiridas al efecto y tirar por el váter, una ingente cantidad de billetes tal,  que llegaron a  embozar los retretes del banco que fielmente se los guardaba y los  de otros tres locales públicos (bares y restaurantes).

Los hombres serios del país de las montañas se enfadaron con las levantiscas mujeres. ¿Qué era eso de embozarles los váteres con billetes troceados? Un abogado local se presentó a la autoridad de montañesa y pagó, con buenos doblones de oro (la moneda del luminoso país), los desperfectos a los inodoros montañeses.

Se desconoce la identidad de las mujeres meridionales que cometieron tan singular hazaña, pero un día se sabrá. Y anticipo que será divertido. Mucho. Servirá para mitigar, en parte, el tedio del tira y afloja del referéndum que preparan en una parte de tan singular país un tipo de pelo a lo Beatle y otro con un ojo que mira a Jerusalén y el otro a Cafarnaúm, y refrenado por otro tipo con barba y puro que lee el Marca y parece no mirar a ningún sitio.

Y colorín colorado…


Román Rubio
Septiembre 2017

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