domingo, 20 de febrero de 2022

SI MARX NO LEVANTARA LA CABEZA

 

SI MARX NO LEVANTARA LA CABEZA


Este fin de semana, haciendo gala de mi condición de desocupado, o casi, me he dado un buen recorrido por la prensa escrita en su versión digital —bien entendu—, pues no están los tiempos como para gastar la celulosa de los bosques rusos y escandinavos.

No, no se preocupen; no comentaré nada del estupendo espectáculo de varietés que han ofrecido la supervedette de Chamberí, Celia Gámez-Ayuso, y los impagables figurones a la vez que empresarios de la revista española, Pablito Clavó un Clavito y Teodoro el del Tesoro. Ya han tenido ustedes cumplido notorio del asunto.

Entre mis ociosas e intrascendentes lecturas encontré una crítica de la película El buen patrón en el diario Público de una persona que se firmaba Barbijoputa. Claro, con el nombre que él, ella o elle se ha buscado, ¿cómo no iba a leerla?

La tal persona, que luego me he enterado que es una famosa bloguera y articulista que mantiene su identidad en secreto (estupenda estrategia), empieza alabando tibiamente el guión, la realización y el papel de Bardem para pasar enseguida al ataque diciendo:

 Los medios especializados hablan auténticas maravillas, siguiendo esa tendencia casi ridícula que tienen los hombres en este sector de alabar el trabajo de otros hombres”. 

En verdad, ¿no puede esta persona considerar —sin que sirva necesariamente de precedente— que un crítico, sea hombre o mujer, pueda confesar que algo le gusta sin mirar el sexo, la raza o si es carne o pescado quien lo produce?

Después, tras acusar al patrón de haber despedido a un trabajador, de acostarse con una becaria (no nombra que este fuera seducido por ella y que después ella se aprovecha de la circunstancia, claro), y de racista (cuando tenía a un moro de capataz), se queja amargamente de que el director construyera una comedia con mimbres tan abyectos.

“Humor sobre la explotación laboral, sobre la prostitución, sobre el racismo, sobre el acoso sexual... pero no desde una perspectiva afirmativa, sino claramente sancionadora”. Y continúa diciendo que ella es fan de la comedia negra, solo “si la historia que se cuenta es ficticia y no si tratan problemones sociales reales, que conllevan a una merma de la calidad de vida y de la salud para la ciudadanía y la democracia”.

No sé por qué clase de comedia aboga la famosa bloguera. Uno, de pequeño, se reía a carcajadas con Tom y Jerry y Correcaminos sin pasarle a uno por la cabeza siquiera si El Coyote era de clase trabajadora o su calidad de vida y su salud se veían mermadas cada vez que acababa planchado en algún lance.

Acaba el artículo dirigiéndose al director  en estos términos:

“Ni ha sido acosada por un jefe (León de Aranoa), ni ha sido explotada sexualmente en un prostíbulo, ni ha sufrido racismo, ni tampoco ha sido despedido con casi 50 años con dos hijos pequeños en el mundo. De haber sido así, dudo mucho que esta película hubiera sido una comedia”.

O sí, famosa bloguera, o sí.

En El País, la escritora Eva Illouz, una reputada socióloga y escritora franco israelí, publica un artículo, este de corte más intelectual, titulado Tinder: el impacto del consumismo en el amor. La verdad es que no veía yo mucha relación entre Tinder, amor y consumismo —ya que ligar es gratis, aunque esforzado—,  pero como tenía reciente yo un documental de Netflix sobre la aplicación, me animé a leerlo. La escritora, marxista de manual, empieza asegurando que las ‘apps’ de citas nos convierten en promesas consumibles de una experiencia sentimental y sexual”, para continuar con lindezas como:


“En el caso de Tinder, la emoción y el capitalismo se vinculan a través del capitalismo escópico; el énfasis en la visualidad es una forma de obtener valor de las emociones de las personas de manera rápida y eficaz.


“La característica más destacada de las aplicaciones para ligar como Tinder es quizá la importancia de lo visual en los modos de presentarse y evaluar”.


“Tinder perturba la socialización: los métodos que emplea la aplicación para utilizar las emociones de la gente y su deseo de experiencias emocionales se convierten en recursos del capitalismo contemporáneo”.


“La visualidad convierte el cuerpo en una mercancía, un objeto consumible que, por tanto, se rige por una lógica de consumo. Lo transforma en un activo dentro del ámbito laboral productivo,…”


Es decir, que el aspecto es determinante para ligar. ¡Ahora lo entiendo todo! ¡Y yo que creía que no tenía nada que ver! Maldita sea. Ojalá esta reputada socióloga me lo hubiera explicado así hace cuarenta años. Y con palabras como capitalismo escópico, ahí es nada.


Y, ahora que lo pienso: el hecho de que liguen más los guapos/as, ¿qué tiene que ver con el capitalismo? ¿Será cosa de Karl o de Groucho?


Román Rubio

Febrero 2020


martes, 8 de febrero de 2022

EL VAR DEL CONGRESO

 

EL VAR DEL CONGRESO


El VAR (Video Assistant Referee) se introdujo en el fútbol de élite con el bienintencionado pero ingenuo propósito de aclarar las dudas arbitrales y corregir las decisiones erróneas  —lo que ha conseguido, parcialmente— y acabar con la polémica —lo que afortunadamente, y en beneficio del fútbol, no ha conseguido—.

En el Congreso de los Diputados se introdujo el sistema telemático de votación para mejorar (aún más) la aperreada vida de los/las/les señores/as diputados/as/es. En principio se contempló para situaciones de maternidad/paternidad o enfermedad grave del representante y después, con el Covid, se generalizó, y pasó a ser usado más o menos a discreción del interesado. Para evitar posibles yerros, el sistema solicita un doble voto y de ese modo evitar la confusión de los señores/as diputados/as/es en algo tan terriblemente complicado como elegir entre SÍ y NO. Parece fácil, ¿verdad? “¿Quiere usted un chalet en Mallorca gratis?” SÍ. “¿Quiere usted un cáncer en el páncreas?”. NO.

Por si hubiera contestado usted de manera errónea al haber hecho la elección al tiempo que, digamos, está a mitad de partida con la Play Station o atendiendo a los caprichos más íntimos de Mariví o de Pablo, el VAR del Congreso le vuelve a preguntar: “¿Quiere usted un chalet en Mallorca?, ¿y un tumor pancreático”? “Ay, espera Mariví que me están haciendo unas preguntas muy difíciles y liosas que requieren toda mi atención”. 

Y voy y me equivoco y pido lo que no quiero.

Pues, bien: este magnífico sainete nos ha ofrecido el Congreso de los Diputados esta pasada semana con el affair conocido como El disputado voto del señor Casero. El tal señor, tras haber apretado dos veces al NO al chalet y SÍ al tumor, y dándose cuenta del error, se presentó en el Congreso a la hora de la votación para decir que no, que se había equivocado.

La pregunta es: ¿qué clase de gastroenteritis aguda tienes, pillín, que te impide ir a la votación presencial pero no a la reclamación? Si estabas en Madrid, que es donde se cobra la dieta del pleno, hombre; ¡acércate a la primera...! He leído que eres soltero; mejor, no quiero ni imaginarme como te habría recibido tu mujer de vuelta a casa.

Hubiera sido un vodevil flojito, la verdad, si el voto del señor Cayo (digo, del señor Casero) hubiese sido uno más, merecedor de un tirón de orejas del jefe del grupo parlamentario, pero no; había de ser necesario para la aprobación de una ley en la que estaba todo el empeño y prestigio de la oposición e supongo que el interés de muchos españoles. Eso sí que es acertar en la función del villano. O mejor, en la del tonto, porque villanos hay más en esta historia.

Piensen ahora en el papelón de los dos diputados de UPN cuyos nombres no he retenido ni me voy a molestar en buscarlos. Traicionan a su partido por unas presuntas bolsitas de denarios, se pierde la votación, los expulsan del partido, no cobran el presunto botín por no haber conseguido el objetivo (ya saben, Roma no paga traidores) y luego tienen que ir por Pamplona con mascarilla, gorra y gafas de sol el resto de sus días, haya o no haya pandemia.

Y todo por una mala partida de la Play Station o un caprichito a deshora de una Mariví o un Pablo cualesquiera.

¡Lo mato!

Román Rubio

Febrero 2020

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