martes, 26 de mayo de 2020

EL REINO DE LOS PIJOS IRASCIBLES


EL REINO DE LOS PIJOS IRASCIBLES




Había un país al sur de Europa que tenía una desconfianza secular contra todo lo que significara el Gobierno y sus instituciones. Tan era así que en algunas de sus regiones surgieron hermandades llamadas Cosa Nostra, Mafia, Mano Nera o ‘Ndrangheta que se encargaban de administrar la justicia social, cosa demasiado importante como para dejárselo al Estado y a su siempre corrupto gobierno. Tan imaginativos eran sus habitantes que inventaron la expresión  Piove, porco governo cada vez que se le ocurría llover en Pascua o en vacaciones.

Había otro reino cercano, conocido como el Reino de los Pijos Irascibles, de gente más montaraz, ruda y directa, con menos finezza, que adolecía del mismo vicio: si caía una tremenda nevada y se quedaban los conductores tirados en la carretera unas horas, la culpa era del gobierno, aunque hubieran sido advertidos, no llevaran cadenas consigo y el objetivo del viaje fuera “ver la nieve”. Cuando se iban de turismo o cooperación a lugares remotos del globo en donde no habían sido requeridos  y ocurría allí desgracia o cataclismo o se metían en la sima más oscura y arriesgada y no podían volver por sus medios, se quejaban de que el gobierno no fuera a rescatarles con presteza. Ante cualquier contrariedad, fuera esta sobrevenida por su propia incapacidad, estupidez, insolvencia o simplemente mala suerte, los ciudadanos del soleado reino tenían el vicio de culpar al gobierno por ello. “Piove, porco governo”, decían, aunque dada su naturaleza levantisca y atrabiliaria lo proclamaban golpeando cacerolas.

Por razones no siempre fáciles de explicar, ambos países se vieron azotados por un traicionero virus con forma de pelota de ping pong con trompetillas y tuvieron bajas considerables, casi los peores números de todos los reinos y repúblicas. El virus, como todos los de su calaña, no sabía de fronteras ni límites y muchos se empeñaran en culpar al gobierno de su desgracia. Le culpaban de tomar precauciones y de no tomarlas, de controlar al personal y de no hacerlo, de cerrar su imaginaria frontera y de dejarla abierta a los veraneantes. O de hacerlo de manera diferente a como lo harían sus numerosos sátrapas, que se quejaban de que uno de Lupo no pueda ir a Oundense a ver a la familia, que dejen entrar a uno de Zamera o Lechón o permitan que uno de L’Hostalet cruce la calle a comprar aspirinas a la acera de enfrente, en Banderola.

Al otro lado del Atlántico, las cosas no iban mejor: de hecho se podría considerar que en algunas zonas iban todavía mucho peor. Aunque en la extensa república del Gran Panoja las cifras parecían ser más benignas,  era solo un espejismo: solo el estado de la Gran Manzana (19 millones de habitantes) tenía más bajas por el virus (29.310) que el Reino de los Pijos Irascibles. El estado de al lado, el de Tony Soprano, con menos de 9 millones de habitantes, sumaba más de 11.000 muertos y algo similar ocurría con los Estados vecinos de Concéntrica y de Massanasset —sede de la famosa Universidad de Harpar y el MIT (Instituto Tecnológico de Massanasset), para pasmo de los mamporreros del reino mediterráneo.

Y es que los virus no son del Madrid ni del Atlétic, ni entienden de reinos, taifas o repúblicas: son unos descarados irrespetuosos que se  mueven sin pasaporte ni bandera por donde les viene en gana y van saltando de uno a otro, sea pijo o paisano. 
Manténganse alejados del virus. Y a ser posible, también de los sátrapas y de los Pijos Insidiosos (digo… Irascibles).

Román Rubio
Mayo 2020


sábado, 16 de mayo de 2020

CABIN FEVER


CABIN FEVER




Cabin fever (fiebre de cabaña) es una expresión bien conocida en inglés y muy usada en los relatos de literatura de viajes o aventuras como las expediciones árticas o la fiebre del oro en Alaska. El confinamiento en las cabañas producía en los hombres síntomas físicos y psíquicos, a veces graves. Entre los físicos estaba el deterioro de los ojos, propiciado por las largas horas de oscuridad en los interiores de las cabañas, la poca o nula ventilación, dadas las inclementes temperaturas exteriores, y el humo de la combustión de las estufas de leña. Ello producía lesiones oculares, a veces, muy severas. La falta de ejercicio y de luz exterior provocaba atonía muscular, agravada por una alimentación deficiente, escasa de productos frescos.

Todo ello daba lugar a problemas psíquicos como claustrofobia, irritabilidad, desasosiego, insomnio y agresividad hacia los compañeros de confinamiento o hacia uno mismo, síntomas que se aliviaban fácilmente saliendo al exterior, cuando esto era posible y las condiciones no eran demasiado hostiles.
Los desarreglos del confinamiento o “fiebre de la cabaña”, han sido tratados con frecuencia en la cultura popular: desde Crimen y castigo, de Dostoiewski, al episodio de los Simpsons  Mountain of Madness,  pasando por la película de Chaplin La quimera del oro (Gold Rush), El resplandor (The Shining), de Kubrick , o la Novela de ajedrez (Schachnovelle) de Zweig.

Hoy, en este confinamiento inesperado, vivimos en casas normalmente bien ventiladas, sin humo, con las despensas aprovisionadas y con salidas regulares a tomar el aire, con lo que por el testimonio de algunos amigos y conocidos, la lectura de los diarios y mi propia experiencia, se produce lo que se da en llamar “síndrome de la cabaña”, con efectos a menudo distintos si no opuestos a los descritos.

La gente se siente cómoda en el confinamiento light y, tras unas semanas, se da cuenta de todo lo que le sobraba y antes consideraba esencial: viajar, tener vida social, comprar ropa, asistir a conciertos, reuniones de escalera o visitas a la parroquia, al psicólogo o a las sesiones de alcohólicos anónimos parecen haber perdido “punch”. Es como si de momento nos hubiéramos dado cuenta de todo lo que nos sobraba. Y muchos ya no quieren (¿ya no queremos?) salir. Como Juan Carlos Onetti, el escritor que pasó sus últimos años encamado, no porque estuviera enfermo o impedido, sino, simplemente, porque había perdido el interés por lo de afuera.

En Japón se han producido 1455 suicidios en el mes de abril —mes de confinamiento—, 359 menos que el año anterior (un 20% menos). Esto se atribute a que la gente pasa más tiempo en familia,  menos horas en el traslado al trabajo, el entorno laboral es menos estresante y al aplazamiento del inicio del curso escolar, que en Japón empieza en abril. Otro factor es el ya conocido de que en tiempos de crisis y desastres nacionales la gente no está para pensar en suicidios y tonterías. Se espera, por el contrario, un rebote en el mal sentido durante la crisis económica posterior.
Ya ven: el confinamiento es la botella medio llena y  medio vacía. No sé si hemos cambiado mucho, poco o nada, pero intuyo que podemos vivir con mucho menos de lo que sospechábamos. Y siendo igual de felices. O de infelices.

Román Rubio
Mayo 2020

martes, 12 de mayo de 2020

DISTANCIA FÍSICA Y DISTANCIA SOCIAL


DISTANCIA FÍSICA Y DISTANCIA SOCIAL




Hace unos días expresé en una red social mis objeciones a que se conociera como “distanciamiento social”  lo que en realidad se trata de “distanciamiento físico”. Como contestación a algún comentario al respecto voy tratar de justificar el concepto.

Se puede decir que entre el Príncipe de Gales y un servidor existe una considerable  “distancia social” (llamémosle “distancia” y no “distanciamiento”, que es más sencillo y exacto). Ni nuestros amigos son los mismos ni lo son nuestros ingresos; no hemos ido a los mismos colegios y universidades ni viajamos en los mismos transportes; no veraneamos en los mismos lugares (nunca ha sido visto el de Windsor por la piscina municipal mi pueblo) ni yo he sido invitado jamás a ninguna fiesta a la que haya sido invitado él ni él a ninguna a ninguna de mis paellas. Nuestros amigos, familiares y espacios en el mundo son diferentes y muy distantes entre sí. Distanciamiento social es, según Fundéu, “el grado de aislamiento —o distancia— de una persona o un colectivo en el seno de la sociedad”.

En el caso improbabilísimo de que el de Gales y un servidor nos sentáramos en butacas contiguas en un teatro (yo nunca suelo comprar asientos caros), se produciría una distancia física cercana entre ambos, pero no social, ya que al fin de la función él volvería con su Camila, sus guardaespaldas y criados a sus palacios y grandes fincas agrícolas y yo a mi pisito de Valencia y mi huerto de la Señorita Pepis.

¿De dónde viene, pues, lo de “distanciamiento social”? Pues, como casi siempre, del inglés, del cual tomamos la píldora tal como viene. En esa lengua, el verbo (to) socialize (socialise, en inglés británico) se ha entendido siempre como “relacionarse” o “alternar”, de modo que la expresión “social distancing” viene a ser algo así como la distancia para relacionarse, o distancia de relación, alterne o interacción, lo que tiene más sentido que el equivalente en español.

Me comentaba un conocido —relacionado de manera lejana con el mundo del cine— que en su día había tenido cierta cercanía social con la actriz Maribel Verdú. Compartían ciertos amigos y coincidían a menudo en eventos, festejos y celebraciones varias. Me confesó, por contra, que, por lo que respecta al acercamiento físico, la cosa pintaba de otro modo. Nunca se había producido el hecho de que el “acercamiento” hubiera sido menor al metro y medio recomendado. Lamentablemente, según él.


Román Rubio
Mayo 2020