CABIN
FEVER
Cabin
fever (fiebre de cabaña) es una expresión bien conocida
en inglés y muy usada en los relatos de literatura de viajes o aventuras como
las expediciones árticas o la fiebre del oro en Alaska. El confinamiento en las
cabañas producía en los hombres síntomas físicos y psíquicos, a veces graves.
Entre los físicos estaba el deterioro de los ojos, propiciado por las largas
horas de oscuridad en los interiores de las cabañas, la poca o nula ventilación,
dadas las inclementes temperaturas exteriores, y el humo de la combustión de
las estufas de leña. Ello producía lesiones oculares, a veces, muy severas. La
falta de ejercicio y de luz exterior provocaba atonía muscular, agravada por
una alimentación deficiente, escasa de productos frescos.
Todo ello daba lugar a problemas psíquicos como
claustrofobia, irritabilidad, desasosiego, insomnio y agresividad hacia los
compañeros de confinamiento o hacia uno mismo, síntomas que se aliviaban
fácilmente saliendo al exterior, cuando esto era posible y las condiciones no
eran demasiado hostiles.
Los desarreglos del confinamiento o “fiebre de la
cabaña”, han sido tratados con frecuencia en la cultura popular: desde Crimen y castigo, de Dostoiewski, al
episodio de los Simpsons Mountain of Madness, pasando por la película de Chaplin La quimera del oro (Gold Rush), El resplandor
(The Shining), de Kubrick , o la Novela de ajedrez (Schachnovelle) de Zweig.
Hoy, en este confinamiento inesperado, vivimos en
casas normalmente bien ventiladas, sin humo, con las despensas aprovisionadas y
con salidas regulares a tomar el aire, con lo que por el testimonio de algunos
amigos y conocidos, la lectura de los diarios y mi propia experiencia, se
produce lo que se da en llamar “síndrome de la cabaña”, con efectos a menudo
distintos si no opuestos a los descritos.
La gente se siente cómoda en el confinamiento light y, tras unas semanas, se da cuenta
de todo lo que le sobraba y antes consideraba esencial: viajar, tener vida
social, comprar ropa, asistir a conciertos, reuniones de escalera o visitas a
la parroquia, al psicólogo o a las sesiones de alcohólicos anónimos parecen
haber perdido “punch”. Es como si de momento nos hubiéramos dado cuenta de todo
lo que nos sobraba. Y muchos ya no quieren (¿ya no queremos?) salir. Como Juan
Carlos Onetti, el escritor que pasó sus últimos años encamado, no porque
estuviera enfermo o impedido, sino, simplemente, porque había perdido el interés
por lo de afuera.
En Japón se han producido 1455 suicidios en el mes
de abril —mes de confinamiento—, 359 menos que el año anterior (un 20% menos).
Esto se atribute a que la gente pasa más tiempo en familia, menos horas en el traslado al trabajo, el
entorno laboral es menos estresante y al aplazamiento del inicio del curso
escolar, que en Japón empieza en abril. Otro factor es el ya conocido de que en
tiempos de crisis y desastres nacionales la gente no está para pensar en suicidios
y tonterías. Se espera, por el contrario, un rebote en el mal sentido durante
la crisis económica posterior.
Ya ven: el confinamiento es la botella medio llena y
medio vacía. No sé si hemos cambiado
mucho, poco o nada, pero intuyo que podemos vivir con mucho menos de lo que
sospechábamos. Y siendo igual de felices. O de infelices.
Román Rubio
Mayo 2020
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