jueves, 16 de mayo de 2024

SHAKESPEARE

 

SHAKESPEARE


Hace no mucho que dediqué uno de mis artículos a cómo las primeras frases de ciertos libros hacen que hagan irresistible su lectura. Aludía a comienzos como:

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo”.

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo.

(…). Así pues, cojo la pluma en este año de gracia de 1700 y pico y me remonto con la memoria al tiempo en que mi padre regentaba la posada del “Almirante Benbow”. Cuando el marino de piel atezada, con la cicatriz de un sable en el rostro, tomó por primera vez asiento en nuestra casa, bajo nuestro propio techo.

Hoy me referiré a un libro menos famoso, pero (en mi opinión) de brillante comienzo. Dice así:

Antes de que le cayera del cielo, en 1983, una plétora de dinero, Richard Plantagenet Temple Nugent Brydges Chandos Grenville, segundo duque de Buckingham  y Chandos, vivía libre de mayores sobresaltos.

Había tenido un hijo bastardo en Italia, intervenido ocasionalmente en el Parlamento en contra de la revocación de las Leyes de Granos y demostrado un visionario interés en la lampistería (equipando su casa de Stowe, en Buckinghamshire, con nueve de los primeros inodoros de cisterna de Inglaterra); por lo demás, solo se había distinguido por sus gloriosas perspectivas y sus numerosos nombres. Sin embargo, tras heredar sus títulos y una de las mayores fortunas inglesas, dejó atónitos a sus socios y, sin duda, también a sí mismo con su talento para perder hasta el último penique de esa herencia en escasos nueve años de sonadas y calamitosas inversiones.

El lector (yo mismo) ya está atrapado. Con estos dos párrafos, el autor —cuyo nombre me reservo para el final—  lo ha ganado por completo. ¿Quién no querría saber más sobre ese curioso individuo? Y sigue el relato:

“En el verano de 1848, arruinado y humillado, Richard dejó Stowe y todo cuanto contenía en manos de sus acreedores y marchó a Francia. La subasta posterior fue uno de los acontecimientos sociales de la época. Era tal la riqueza que encerraba Stowe que un equipo entero de la firma londinense Christie and Mason tardó cuarenta días en completar el inventario.

Entre los objetos menos destacados había un oscuro retrato ovalado de 55 x 45 cm que el conde de Ellesmere había adquirido por 355 guineas y que desde entonces se conoce como el retrato de Chandos. (…) En él se ve a un hombre de unos cuarenta años con barba recortada y cierto atractivo a pesar de su calvicie incipiente. Lleva un pendiente de oro en la oreja izquierda. Su expresión es confiada, de una serena desfachatez. (…)

Si bien nada se sabe acerca del origen del cuadro ni cuál fue su suerte antes de 1747, cuando se incorporó al patrimonio de la familia Chandos, durante mucho tiempo pasó por ser un retrato de William Shakespeare. No hay duda de que se parece mucho a Shakespeare… aunque no podía ser de otro modo, puesto que se trata de una de las tres imágenes de Shakespeare en la que se basa toda la imaginería posterior.

Así comienza Bill Bryson su libro Shakespeare (RBA Editores) en lo que constituye un repaso a todos los mitos sobre la autoría de la obra, sexualidad, afiliación religiosa y otros detalles que han surgido en torno al más grande autor teatral y notable poeta de todos los tiempos, y del que en realidad se sabe tan poco.

No voy a ponderar aquí la maestría del bardo de Avon, sino en la capacidad del autor de la semblanza para captar nuestra atención. Podría haber empezado el libro diciendo: el retrato de Chandos pasa por ser la imagen más fidedigna de los retratos de Shakespeare y en la que se basa toda la imaginería posterior. Habría sido igual de veraz, pero no es lo mismo. Es la diferencia entre el oficio de un verdadero escritor y la redacción de un chico de Bachillerato.

Román Rubio

Mayo, 2024

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martes, 7 de mayo de 2024

LOS QUE SE VAN

            


LOS QUE SE VAN

   

He estado ausente unos días en un lugar lejano. Cuando uno viaja (o cuando lo hago yo, al menos) le ocurre que, con fortuna, se desentiende del día a día, los terremotos sociales domésticos se convierten en tormentas en vasos de agua y lo que de cerca se vive como grandes turbulencias, a diez mil kilómetros se ve como parto de ratoncillo tras el bramido de la montaña. Todo esto viene, como podrán imaginar, por el sainete con tintes melodramáticos de la persona que ostenta el ejercicio del gobierno de mi país, y que el desfase horario convierte en irrelevante nadería.

Hay noticias, sin embargo, que afectan por igual en Vladivostok que en Requena, como la de la muerte de Paul Auster,  por esperada que fuera. El tipo caía bien. En todas partes, pero, sin saberlo con certeza, me atrevería a decir que en Europa en general y España en particular era más popular y estimado que en su propio país. Auster, a diferencia de tantos compatriotas suyos, hablaba francés con fluidez, huella de sus años juveniles en París, se casó con  la escritora Siri Hustvedt, de ascendencia noruega  y se fue a vivir a ese barrio que de tan neoyorquino se parece tanto a Londres. Como el protagonista de su novela Brooklyn Follies, buscó un lugar tranquilo para vivir (que no para morir, como el protagonista de su historia, aunque con el mismo inevitable desenlace).

La muerte de otro personaje vinculado a la literatura pasó desapercibida para mí en mi apresurado vistazo diario a la prensa española. Fue la del filólogo, profesor, especialista del Quijote y miembro de la Real Academia de la Lengua Francisco Rico. De las muchas obras y ensayos de su autoría, su Poesía de España, editada por Círculo de Lectores, habita en la mesa de mi escritorio de manera permanente para que yo la abra de cuando en cuando, ora  para repasar algún verso del Siglo de Oro, ora para imbuirme de la melancolía de Rosalía (la de Castro, por supuesto)  cuando se aleja de sus “prados, ríos, arboredas, pinares que move o vento, paxarinos piadores, …,” , o para escuchar el lamento espriuano de  “¡Oh, que cansat estic de la meva/ covarda, vella, tan salvatje terra,/ i com m’agradaría d’allunyar-me’n,/ nord enllá,/ on diuen que la gen tés neta i noble, culta, rica, lliure,/ desvetllada i feliç!, que de todo hay en el recuento de Francisco Rico.

Rico es un erudito y Auster un creador. Ambos están en el mismo bar, pero cada uno a un lado de la barra.

El fenómeno creativo más imponente, William Shakespeare, era culto pero no erudito: su obra está llena de anatropismos (disparates geográficos): en  La tempestad y en Los dos hidalgos de Verona hace que Próspero y Valentín zarparan de Milán y Verona —que es como si hubieran de embarcarse en Cuenca y Valladolid— y no parece conocer la existencia de los canales de Venecia, ya que no los nombra ni una sola vez en  El mercader de Venecia. Sin embargo, todavía hoy sus obras se interpretan en los teatros de todo el mundo y su repercusión en la lengua inglesa es fabulosa. Expresiones como “vanish into thin air”, (esfumarse), “of flesh and blood” (de carne y hueso), “foul play”(juego sucio),“pomp and circunstance”  y tantas otras se han convertido en uso común gracias a las obras del autor.

No importa la erudición, porque el de Stratford poseía lo esencial: el poder del lenguaje para explicar el alma humana, sus debilidades, grandezas y pasiones. Como dijo de él John Dryden: “Aquellos que lo acusan de andar falto de saberes son quienes le brindan su mejor halago: el suyo es un saber natural”.

Ya tenía yo pensado mi texto de obituarios cuando esta misma mañana me entero de la muerte de otro coloso de la literatura: Bernard Pivot.

En los años ochenta del siglo pasado me llevó la vida a residir unos meses en Francia. Allí me sorprendió con agrado que se emitiera semanalmente en la cadena Antenne 2, los viernes por la noche en horario de máxima audiencia, un programa sobre libros llamado Apostrophes, en el que se hablaba de literatura y se invitaba a un autor para entrevistarlo. El programa era muy popular en Francia, se rodaba en directo en un plató con público y era conducido no por un escritor sino por el muy respetado periodista Bernard Pivot.

Con muy pocas fechas de diferencia se han ido tres pilares del mundo literario: el autor de talento, el estudioso erudito y el clarividente divulgador. Descansen en paz.

Román Rubio

Mayo, 2024 



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