LOS QUE SE VAN
He estado ausente unos días en un lugar lejano. Cuando uno viaja (o cuando lo hago yo, al menos) le ocurre que, con fortuna, se desentiende del día a día, los terremotos sociales domésticos se convierten en tormentas en vasos de agua y lo que de cerca se vive como grandes turbulencias, a diez mil kilómetros se ve como parto de ratoncillo tras el bramido de la montaña. Todo esto viene, como podrán imaginar, por el sainete con tintes melodramáticos de la persona que ostenta el ejercicio del gobierno de mi país, y que el desfase horario convierte en irrelevante nadería.
Hay noticias,
sin embargo, que afectan por igual en Vladivostok que en Requena, como la de la
muerte de Paul Auster, por esperada que fuera.
El tipo caía bien. En todas partes, pero, sin saberlo con certeza, me atrevería
a decir que en Europa en general y España en particular era más popular y estimado
que en su propio país. Auster, a diferencia de tantos compatriotas suyos, hablaba
francés con fluidez, huella de sus años juveniles en París, se casó con la escritora Siri Hustvedt, de ascendencia
noruega y se fue a vivir a ese barrio
que de tan neoyorquino se parece tanto a Londres. Como el protagonista de su
novela Brooklyn Follies, buscó un
lugar tranquilo para vivir (que no para morir, como el protagonista de su
historia, aunque con el mismo inevitable desenlace).
La
muerte de otro personaje vinculado a la literatura pasó desapercibida para mí
en mi apresurado vistazo diario a la prensa española. Fue la del filólogo,
profesor, especialista del Quijote y miembro de la Real Academia de la Lengua
Francisco Rico. De las muchas obras y ensayos de su autoría, su Poesía de España, editada por Círculo de
Lectores, habita en la mesa de mi escritorio de manera permanente para que yo
la abra de cuando en cuando, ora para
repasar algún verso del Siglo de Oro, ora para imbuirme de la melancolía de Rosalía
(la de Castro, por supuesto) cuando se
aleja de sus “prados, ríos, arboredas,
pinares que move o vento, paxarinos piadores, …,” , o para escuchar el
lamento espriuano de “¡Oh, que cansat estic de la meva/ covarda,
vella, tan salvatje terra,/ i com m’agradaría d’allunyar-me’n,/ nord enllá,/ on
diuen que la gen tés neta i noble, culta, rica, lliure,/ desvetllada i feliç!,
que de todo hay en el recuento de Francisco Rico.
Rico es
un erudito y Auster un creador. Ambos están en el mismo bar, pero cada uno a un
lado de la barra.
El fenómeno
creativo más imponente, William Shakespeare, era culto pero no erudito: su obra
está llena de anatropismos (disparates geográficos): en La tempestad
y en Los dos hidalgos de Verona hace
que Próspero y Valentín zarparan de Milán y Verona —que es como si hubieran de
embarcarse en Cuenca y Valladolid— y no parece conocer la existencia de los
canales de Venecia, ya que no los nombra ni una sola vez en El
mercader de Venecia. Sin embargo, todavía hoy sus obras se interpretan en
los teatros de todo el mundo y su repercusión en la lengua inglesa es fabulosa.
Expresiones como “vanish into thin air”,
(esfumarse), “of flesh and blood” (de
carne y hueso), “foul play”(juego sucio),“pomp and circunstance” y tantas otras se han convertido en uso común
gracias a las obras del autor.
No
importa la erudición, porque el de Stratford poseía lo esencial: el poder del
lenguaje para explicar el alma humana, sus debilidades, grandezas y pasiones. Como
dijo de él John Dryden: “Aquellos que lo
acusan de andar falto de saberes son quienes le brindan su mejor halago: el
suyo es un saber natural”.
Ya tenía
yo pensado mi texto de obituarios cuando esta misma mañana me entero de la
muerte de otro coloso de la literatura: Bernard Pivot.
En los
años ochenta del siglo pasado me llevó la vida a residir unos meses en Francia.
Allí me sorprendió con agrado que se emitiera semanalmente en la cadena Antenne
2, los viernes por la noche en horario de máxima audiencia, un programa sobre
libros llamado Apostrophes, en el que se hablaba de literatura y se invitaba a
un autor para entrevistarlo. El programa era muy popular en Francia, se rodaba
en directo en un plató con público y era conducido no por un escritor sino por
el muy respetado periodista Bernard Pivot.
Con muy
pocas fechas de diferencia se han ido tres pilares del mundo literario: el
autor de talento, el estudioso erudito y el clarividente divulgador. Descansen
en paz.
Román
Rubio
Mayo,
2024
No hay comentarios:
Publicar un comentario