YO A TERAPIA, ¿Y TÚ?
No tengo
nada contra la fama. Puede resultar halagador que en el autobús alguien dé un
codazo a su compañera y diga: “es él”, o que te llame por tu nombre el camarero
del restaurante y te ofrezca la mejor mesa. Son cosas a anotar en la columna
del haber, ayuda a mejorar la autoestima y —si es cierto que la opinión sobre
nosotros mismos la formamos mirándonos en el espejo de los demás— cierta fama
puede hacernos más agradable la existencia.
Ahora
bien, hay un umbral de celebridad que el
rebasarlo produce vértigo y desafía el equilibrio personal, las personas se
vuelven un poco majaras y se convierten en víctimas propicias para el delirio.
Recuerden si no a aquel “Amante bandido”
que en la pandemia nos conminó a todos desde se residencia en el D.F. a no
someternos a una vacuna que no era sino un medio para hacernos introducir una
especie de microchip con el que las fuerzas del mal podrían imponer su voluntad
y controlar el mundo.
Hoy,
otras celebridades patrias nos han venido con voces de ese lugar del Olimpo en el
que habitan, fuera del alcance de los mortales, diciéndonos cómo alargar,
mejorar o incluso dar sentido a nuestras vidas, cosas que nosotros por vivir
aquí, dentro de la anodina masa ni se nos ocurre ni alcanzamos a comprender.
Y así
es. Cierto personaje, conductor —junto con los celebrados Trancas y Barrancas—
del programa más popular de la televisión de este país, nos vende, no los
beneficios para la salud de la güeña y el vino de bobal, como podría inferirse
de su condición de requenense, sino “una
de las máquinas más punteras en regeneración celular” que el famoso ha
encontrado en algún lugar de Alicante, que
coge el aire de la habitación y lo convierte en “plasma atmosférico frío”, “un
gas excitado con muchos protones y electrones libres que van a parar a nuestro
cuerpo”, “para dar ese chute de
energía”, “estimular el nervio vago y
neutralizar radicales libres”. Ahí es nada: lo de la güeña, el bollo y el
vino de la tierra es para quienes, como usted y yo, no viajamos en primera
clase en los aviones. Ya ven, unos van al Ganges a buscarse a sí mismos y el de
Requena se encuentra en Alicante.
Antoñito
Alcántara es otro de los famosos residentes en el Empíreo (lugar donde habitan
los ángeles, las almas acogidas en el Paraíso y los muy, pero que muy famosos)
y como tal ha encontrado su camino en la vía de la “meditación cuántica”, que no tengo claro qué es, pero según él
mismo explica en una extensa entrevista para Infobae sirve para “encender la pineal” y le ayuda en su
empeño de “no ser enemigo del cortisol”.
Ahora sí que me he perdido. Lo de la meditación cuántica me ha quedado más o
menos claro tras una pequeña pesquisa en Internet, pero lo de la pineal y el
cortisol ha acabado de confundirme.
En estas
cavilaciones sobre cómo mejorar mi vida andaba yo inmerso ayer en mi paseo
vespertino cuando pasé por la puerta de una tienda de mascotas muy nombrada que
hay en mi barrio. Allí, tras la cristalera, se ven unas cabinas llamadas “cabinas
de ozonoterapia”. En una de ellas había un perro jadeante cara a una corriente
de aire como la de las cámaras de viento que se usan para comprobar la
aerodinámica de los coches. Su ama vigilaba paciente y amorosamente el proceso
en una silla frente a la cabina con un ojo en el perro y el otro en el teléfono
móvil. En mi época los que se sometían a esas cabinas de ozono, supuestamente
curativas y alargadoras de la vida, eran gentes como Michael Jackson (con
resultados decepcionantes), pero ahora
parece haberse democratizado la práctica hasta alcanzar a los perros. Miré al
animal a través de la ventana de la calle, este me miró a mí y establecimos un
diálogo telepático en el que yo le felicitaba por su estatus y él, con tristeza
perruna, se lamentaba de su suerte y me confió que prefería estar en el campo sacando
liebres de su escondrijo.
Díselo a
tu dueña, contesté yo.
Román
Rubio
Abril,
2024
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