RUIDO
BLANCO
En todos los
claustros hay algún personaje peculiar. Recuerdo a una profesora –llamémosle
Nuria, en beneficio del argumento- que era un poquito, digamos, inestable. En
una ocasión, estando solos en la sala de profesores en funciones de guardia,
empezó a corretear por la sala dando
saltos y agitando los brazos como un pajarito explicándome no se qué sobre la
danza, mientras yo la observaba cortés y azorado. La sala tenía grandes ventanales y los
vecinos de la finca de enfrente parecían estar muy distraídos con las
evoluciones danzantes de la profesora de sus hijos, cosa que a ella parecía no
importarle en absoluto. Las conversaciones con la compañera, cualquiera que
fuera el comienzo, siempre acababan con su amarga queja acerca de sus vecinos.
Según ella, le hacían la vida imposible: que si la ropa tendida, que si la
basura, el correo y otras menudencias comunes a todos los conflictos vecinales;
pero ella, invariablemente, añadía una circunstancia inédita: los vecinos la atacaban
con “ruido blanco” que supuestamente introducían, bien a través de los tabiques
o por la instalación eléctrica. ¡Y yo que creía que el ruido blanco era un
zumbido que servía para dormir! La profesora explicaba que, de manera intencionada, y con el objeto de fastidiarla, los
malvados vecinos introducían en su casa unos sonidos indetectables, de
misteriosa frecuencia, que la volvían loca (como si ella necesitara de
estímulos exteriores) y le producían insomnio y otras molestias físicas y
psíquicas. Al final del curso, afortunadamente, la mujer había encontrado otro
piso para vivir y hasta tenía comprador para el suyo (el de los ruidos) con lo
que imagino que ahora será mucho más feliz, a salvo de los misteriosos y molestos
ruidos blancos y los pérfidos vecinos.
Los
compañeros, como es natural, nos tomábamos a cachondeo lo de los ruidos de la
profe y hacíamos chanza de ello dándole la misma credibilidad que dábamos a las
caras de Bélmez o a la entrevista de Moisés con Yaveh en el Sinaí, (excepto el
profe de Religión que le daba menos).
He vuelto a
recordar a mi simpática compañera a causa del “incidente” diplomático de La Habana.
Al parecer, los funcionarios de Estados Unidos en Cuba están sufriendo o han
sufrido un “ataque sónico” por sonidos de muy alta o muy baja frecuencia,
inapreciables para el oído humano y que hace enfermar a las personas que se ven
sometidas a ellos. Como consecuencia, 21 funcionarios estadounidenses y cinco
canadienses y sus familiares han tenido
que ser evacuados del país y llevados de vuelta a casa por enfermar de manera
inexplicable. Los sujetos se han visto afectados por síntomas como daños en el
sistema nervioso, lesiones auditivas, pérdida de memoria, lagunas de
vocabulario y otras afecciones como mareos y vómitos. Más o menos, como mi
entrañable y algo alocada colega.
Si las causas
cubanas parecen estar determinadas (¡ataque sónico!), la autoría no parece
estarlo tanto, pues no beneficia al Régimen -que tiene una relación escabrosa
con la Administración Trump-, con lo que se baraja la posibilidad de que sea un
sector del aparato hostil a las relaciones con los EEUU, en solitario o en
connivencia con potencias extranjeras como Rusia, Irán o Corea del Norte. De
momento, no consta que se haya culpado (todavía) a Maduro, ETA, el Servicio
Secreto marroquí, Junqueras o Rubalcaba.
En fin, nada
que no se arregle con unos pasitos de baile a la vista de los vecinos.
Román Rubio
Septiembre
2017
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