EN
DEFENSA DE LA AUTOAYUDA
(O
cómo ser anticool)
Entiendo a los que se toman con distancia y una
sonrisa condescendiente los mensajes de la autoayuda. Ya saben: esos que nos
aparecen en Facebook o en otras redes sociales, a menudo divulgados por algún cándido
ciudadano, más o menos amigo, del tipo “El
mañana no ha llegado y el pasado ya ocurrió; vive el momento”, o “Caer no significa hundirse, solo que hay
que levantarse”, o bien “Cada fracaso
es una nueva oportunidad para reinventarse”, o “Todo está a tu alcance; solo hay que empeñarse en conseguirlo”.
Muchos le damos el valor que tienen: el de mensajes bienintencionados, un poco
moñas, que, sin tener por qué ser estrictamente ciertos (¿cómo voy a poder
conseguir hacer realidad mi sueño de ser una estrella de la NBA si le llego al
sobaco al más bajito y tengo los pies planos?), pueden tener un efecto
optimista, estimulante o balsámico para las personas que necesitan un
empujoncito a la moral de vez en cuando
(más o menos, todos nosotros). Al fin y al cabo, esos mensajes, aunque
algo ingenuos, siempre serán más beneficiosos que los contrarios de: “Los errores del pasado son imborrables”,
“El futuro no traerá más que enfermedad y
muerte” o “¿Por qué intentar
conseguir tus sueños si mides uno sesenta y no eres ni siquiera inteligente?”
La autoayuda, pues, “ayuda” a muchas personas a
seguir en la brecha aportando una pizca de optimismo, por lo que no dejo de ver
un tufillo arrogante en quienes se vanaglorian en su desprecio. Mi madre solía
hacer uso del empujoncito de la religión y cada sábado y fiesta de guardar
acudía a la iglesia en donde pedía por los suyos y salía con optimismo renovado
y la seguridad íntima de que nos iba a ir bien, con resultados desiguales. Woody
Allen, Tony Soprano y alguno de mis amigos y vecinos (y de los tuyos, lector,
aunque no siempre lo confiesan) necesitan de otra pantomima diferente a la
religión, pero con fundamentos y efectos parecidos, de modo que, ¿qué mal hay
en recurrir a la meditación, el yoga, el
mindfulness y los mensajitos algo ingenuos, o las tesis algo más elaboradas
de la autoayuda o de la psicología positiva (su prima intelectual) traída al
mundo académico por Martin Seligman?
Pues sí; muchos —a menudo de manera oportunista—
empiezan a ver la autoayuda como una herramienta del demonio. Unos, psicólogos
de titulación, atacan a esta por puro corporativismo: “Si esto ayuda a la gente,
¿qué valor añade la orla colgada en la pared de mi despacho?” Otros aplican su
vena filosófico-marxista y alegan: “Si tu bienestar depende de ti y de tu
capacidad de levantarte por ti mismo y no del “sistema”, ¿qué sentido tiene eso
de la revolución pendiente que ando pregonando?”. Tanto unos como otros
mantienen una postura muy cool, no
solo de desprecio a la autoayuda (ese alimento de gentes seguidoras de Salsa
Rosa y otros inframundos), sino de franca beligerancia, tratando a esta como el
opio del pueblo.
Me refiero a posturas como la de Marian Donner en su
Manifiesto en contra de la autoayuda (Libros Cúpula) o el artículo de Carlos
Javier González Serrano, “Contra la
dictadura de la felicidad: el dañino pensamiento positivo” (El vuelo de la
lechuza), los dos últimos y más claros alegatos anti-autoayuda que han
caído en mis manos.
Léanlos si tienen gana. Yo, mientras tanto, me estoy
entreteniendo con las Cartas a Lucilio (o
Epístolas morales) que escribió Séneca en sus últimos años, un poco antes
de que su pupilo Nerón le invitara a quitarse la vida. Es un clásico del siglo
I, pero, créanme, en realidad se trata de un libro de autoayuda un poco crecido
por el brillo de lo añejo.
Porque nunca viene mal un empujoncito a la moral. Y
si uno no le tiene fe a los pregoneros del más allá, a los sillones del
psicólogo ni a los vendedores de paraísos colectivistas, ¿qué le queda, pues?
Román Rubio
Diciembre 2021
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