WITTGENSTEIN
Acabo de
publicar un libro en Amazon con el título de ¡Socorro! Me jubilo. Como es natural, algunos amigos incondicionales
que se han apresurado a comprarlo (y hasta a leerlo) han recibido instrucciones
mías de mantenerse alerta a la caza de posibles errores y/o erratas, de esas
que se cuelan inevitablemente no importa las veces que te hayas releído un texto de 200 páginas. Enseguida han aparecido
ocurrencias en este sentido. Por ejemplo: al buen ciclista Pedro Delgado lo he
convertido en abulense (como Bahamontes) despojándole a él de su procedencia
segoviana, al pobre, y a los segovianos de su hijo predilecto. Perdón. También he
nombrado un alcalde inédito para la ciudad de Madrid, exjueza de profesión y de
nombre Manuel Carmena. ¿Qué le vamos a hacer? Son erratas (y algún que otro error)
que se corregirán en ediciones posteriores.
Un amigo, filósofo
él y por tanto alerta en lo tocante a su campo profesional e intelectual me
advierte de que he utilizado dos veces en el mismo libro la cita de “los
límites de mi lenguaje son los límites de mi pensamiento” de Wittgenstein en
estos o en parecidos términos. No lo he comprobado pero si mi amigo el filósofo
lo dice será cierto sin ninguna duda pues se trata de un tipo fiable. Y ello me
da que pensar. ¿Cómo es posible que un tipo tan desconocido para mí como Ludwig
Wittgenstein haya aparecido dos veces en un texto de 200 páginas de mi autoría?
¿Qué sabría yo decir del pensamiento del autor aparte de lo escrito? Nada,
absolutamente. Lo cierto es que, como me ocurre con muchos otros filósofos lo
relaciono con una sola idea, lo etiqueto y ahí queda; como si no hubiera dicho
o escrito nada más en su vida. Para mi pobre bagaje en filosofía el vienés ha
sido el tipo que constriñó el mundo de las ideas al constructo del lenguaje, lo
cual debe ser si no falso sí inexacto o incompleto.
Quizás el
hecho de que tuviera tan presente al filósofo se deba a lo particular de su
biografía. Recordaba que el hombre murió en Cambridge, en casa de su propio
médico, como consecuencia de un cáncer de próstata del que se negó a recibir
tratamiento y también recordaba que provenía de una de las familias más ricas
del mundo, que había renunciado a su herencia en beneficio de sus hermanas y
que tres de sus cuatro hermanos varones se habían suicidado. Ahí es nada. De
hecho, la vida del hombre siempre me ha resultado más atrayente que su –para mí-
oscura filosofía, por poderoso que sea el mensaje de lenguaje y pensamiento.
Espoleado por
el asunto he repasado la biografía del filósofo y paso a anotar algunos hechos:
Nació en el seno de la familia quizá más rica del imperio Austro-Húngaro,
cristiana pero de origen judío. Grandes aficionados a la música, por su casa de
Viena pasaban músicos como Mahler y otros grandes. Su hermano mayor Paul
Wittgenstein se convirtió en un concertista de piano de fama mundial; tanto es
así que siguió dando conciertos tras haber perdido el brazo derecho durante la
Primera Guerra Mundial, lo que motivó que Ravel compusiera para él el Concierto para piano para mano izquierda.
En la Escuela
Secundaria, Ludwig tuvo como compañero a un niño que se llamaba… Adolf Hitler y
así aparecen en una foto para el anuario escolar de 1901. La escritora
Kimberley Cornish mantiene que Ludwig es el niño judío al que Hitler se refiere
en su libro Mein Kampf (Mi lucha).
Empezó a
estudiar ingeniería; primero en Berlín y luego en Manchester y allí tras leer
el Principia Mathematica de Bertrand
Russell decidió cambiar la ingeniería por la filosofía y se trasladó a
Cambridge en donde gozó de la amistad de John Maynard Keynes y el matemático
Frank Ransey.
En Cambridge
se convirtió en profesor bajo la tutela
del maestro Russell que presidió el tribunal que aprobó su tesis doctoral y
prologó su principal obra Tractatus
logico-philosophicus y con quien tuvo encuentros y desencuentros
intelectuales. En 1919 dejó la filosofía, volvió a Viena y tras obtener el
título en una Escuela de Magisterio local trabajó de maestro de escuelas
rurales de primaria en la Baja Sajonia. En aquel tiempo ya había renunciado a
su opulenta herencia. Volvió posteriormente a Cambridge a enseñar y allí fue
donde le encontró el cáncer del que no quiso tratamiento alguno. Y allí murió;
mientras trabajaba en un manuscrito que la heredera de sus trabajos, Elizabeth
Anscombe publicó a título póstumo bajo el título Sobre la certeza. Se dice que sus últimas palabras (dirigidas a
esta persona) fueron: “Diles que mi vida fue maravillosa”. A mí, no me cabe
ninguna duda. Y sigo sabiendo tan poco de su filosofía pero un poquito más de
su vida. Y ustedes, quizás también.
Román Rubio
Octubre 2016
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