ANIMALES
PARLANTES
En la
novelita cervantina El coloquio de los perros, Cipión y Berganza, guardianes de la
puerta del Hospital de la Resurrección de Valladolid, conscientes de que por la
noche adquirían la facultad del habla, se cuentan sus azarosas vidas
constituyendo un acercamiento al relato de la picaresca y un ejemplo de lo que
se llama personificación o prosopopeya, figura literaria que
consiste en atribuir cualidades humanas a objetos inanimados o animales. Es un
recurso muy común en los mitos y leyendas de literaturas arcaicas y
fundacionales de tradición oral, retomada en otros momentos de la historia de
la literatura con el Neoclasicismo del siglo XVIII. En las fábulas de La
Fontaine, Iriarte y Samaniego los animales hablan: la zorra acaba despreciando
las uvas que no es capaz de alcanzar, el asno se vanagloria de su capacidad de
hacer música con una flauta y el oso se lamenta de su poca gracia como bailarín
tras ser elogiado por el cerdo. Los animales hablan y expresan cualidades
humanas. Y es en esa distancia entre “lo humano” y “lo animal” en lo que se
sustenta la posible gracia o interés de la fábula. Hasta aquí llegan las
prerrogativas de los animales y aquí empiezan las de los humanos.
Hasta hoy. En
nuestra época se confunden los dos mundos convirtiéndose, paulatinamente, en
uno; en lo que Peter Singer explica como
la “teoría de los círculos de empatía” expresada por Steven Pinker. El filósofo
moralista australiano formuló la idea de
“expansión de los círculos de empatía”, que han motivado el desarrollo del
animalismo como ideología global. Para Peter Singer, “el ser humano ha ido
expandiendo los círculos de empatía. Inicialmente, este círculo se reduce al
grupo cercano de familiares y allegados, donde todo aquel que está fuera es considerado
un subhumano y puede ser explotado con impunidad”. Esto ocurría, por ejemplo,
con los vikingos o los íberos y así lo anotó Darwin, en su época, observando el
comportamiento de los primitivos indígenas de Tierra de Fuego. “…Pero como ha
demostrado la historia, el círculo de empatía se ha expandido desde la familia
a la aldea, a la tribu, al clan, a la raza, a la especie humana y, muy
recientemente, hacia otras especies, incluso plantas o todo organismo
sintiente” (Pinker: 2011, Ch 10).
De este modo,
hemos llegado a la humanización del animal, y en especial, de la mascota, y se
lleva al perrito al veterinario, a la peluquería, a la manicura, al psicólogo y
donde haga falta, cueste lo que cueste. Y se le habla, se le explican las
cosas, se pacta con el animal la ruta, la duración del paseo y el trato con
otros miembros del clan perruno, como si este, con sus gestos y movimientos de
cola y su expresiva mirada fuera capaz de seguir el discurso.
La semana
pasada vi en una red social una llamada de atención a propietarios (¿o
deberíamos decir compañeros, camaradas, colegas o socios?) de perros mascotas por
el hecho de reñir al can por cualquier trastada con el argumento de que es
sumisión y no remordimiento la reacción que se consigue del animal, en algo que
el biólogo Nathan H. Lents, en un famoso artículo en Psychology Today, formuló
como “el arco de la disculpa”.
El mismo día,
en el periódico, venía la triste noticia de la muerte de Simon en un vuelo de
United de Londres a Chicago. Simon no era ningún médico de origen vietnamita
que fuera brutalmente arrancado de su asiento por personal de seguridad. Se
trata de un conejo; eso sí, no de un conejo cualquiera. Iba camino de superar
el récord de tamaño en su especie ostentado por su padre, Darius, que medía 132
centímetros. ¿Se imaginan un conejo de casi metro y medio correteando por el
jardín de su casa, o, lo que es aún peor, por dentro de ella? A mí me resulta pavoroso,
pero desde luego no a su propietaria y cuidadora Anette Edwards, exconejita
ella misma de Playboy, algo mayor que Darius (en tamaño) y que se ha gastado
más de 10.000 dólares en cirugía plástica para parecerse lo más posible a
Jessica Rabbit. Entre conejos anda el juego.
Simon, el
conejo monstruoso, iba camino de ser vendido en los EEUU pero el pobre llegó
muerto. A falta de la autopsia, que imagino que le harán, puesto que, al
parecer, se trataba de un conejo muy caro, determinará si falleció por trato
inadecuado, infarto natural o simplemente porque el paraíso natural de los
conejos no parece que sea la bodega de un avión.
Esta historia
de conejos de distintas naturalezas y tamaños me trae a la memoria otra
historia de animales que escuché en el testimonio de un africano que llegó a
España en una patera. Al parecer, algo que estimuló al muchacho negro como la
noche a meterse en un botecillo de juguete jugándose la vida y, muerto de
miedo, atravesar el brazo de mar, fue un anuncio de televisión de un canal
europeo que vio allá en su país. Una mujer atractiva de treinta o cuarenta años
iba al supermercado y compraba amorosamente unas latas de carne para su gato
que decían “cómeme”. “Si hacen esto por el gato”, pensaba el muchacho, ¿qué no
harán por el negrito? En fin…
Román Rubio
Mayo 2017
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