lunes, 1 de mayo de 2017

ANIMALES PARLANTES

ANIMALES PARLANTES
En la novelita cervantina  El coloquio de los perros, Cipión y Berganza, guardianes de la puerta del Hospital de la Resurrección de Valladolid, conscientes de que por la noche adquirían la facultad del habla, se cuentan sus azarosas vidas constituyendo un acercamiento al relato de la picaresca y un ejemplo de lo que se llama personificación o prosopopeya, figura literaria que consiste en atribuir cualidades humanas a objetos inanimados o animales. Es un recurso muy común en los mitos y leyendas de literaturas arcaicas y fundacionales de tradición oral, retomada en otros momentos de la historia de la literatura con el Neoclasicismo del siglo XVIII. En las fábulas de La Fontaine, Iriarte y Samaniego los animales hablan: la zorra acaba despreciando las uvas que no es capaz de alcanzar, el asno se vanagloria de su capacidad de hacer música con una flauta y el oso se lamenta de su poca gracia como bailarín tras ser elogiado por el cerdo. Los animales hablan y expresan cualidades humanas. Y es en esa distancia entre “lo humano” y “lo animal” en lo que se sustenta la posible gracia o interés de la fábula. Hasta aquí llegan las prerrogativas de los animales y aquí empiezan las de los humanos.


Hasta hoy. En nuestra época se confunden los dos mundos convirtiéndose, paulatinamente, en uno;  en lo que Peter Singer explica como la “teoría de los círculos de empatía” expresada por Steven Pinker. El filósofo moralista australiano  formuló la idea de “expansión de los círculos de empatía”, que han motivado el desarrollo del animalismo como ideología global. Para Peter Singer, “el ser humano ha ido expandiendo los círculos de empatía. Inicialmente, este círculo se reduce al grupo cercano de familiares y allegados, donde todo aquel que está fuera es considerado un subhumano y puede ser explotado con impunidad”. Esto ocurría, por ejemplo, con los vikingos o los íberos y así lo anotó Darwin, en su época, observando el comportamiento de los primitivos indígenas de Tierra de Fuego. “…Pero como ha demostrado la historia, el círculo de empatía se ha expandido desde la familia a la aldea, a la tribu, al clan, a la raza, a la especie humana y, muy recientemente, hacia otras especies, incluso plantas o todo organismo sintiente” (Pinker: 2011, Ch 10).

De este modo, hemos llegado a la humanización del animal, y en especial, de la mascota, y se lleva al perrito al veterinario, a la peluquería, a la manicura, al psicólogo y donde haga falta, cueste lo que cueste. Y se le habla, se le explican las cosas, se pacta con el animal la ruta, la duración del paseo y el trato con otros miembros del clan perruno, como si este, con sus gestos y movimientos de cola y su expresiva mirada fuera capaz de seguir el discurso.

La semana pasada vi en una red social una llamada de atención a propietarios (¿o deberíamos decir compañeros, camaradas, colegas o socios?) de perros mascotas por el hecho de reñir al can por cualquier trastada con el argumento de que es sumisión y no remordimiento la reacción que se consigue del animal, en algo que el biólogo Nathan H. Lents, en un famoso artículo en Psychology Today, formuló como “el arco de la disculpa”.

El mismo día, en el periódico, venía la triste noticia de la muerte de Simon en un vuelo de United de Londres a Chicago. Simon no era ningún médico de origen vietnamita que fuera brutalmente arrancado de su asiento por personal de seguridad. Se trata de un conejo; eso sí, no de un conejo cualquiera. Iba camino de superar el récord de tamaño en su especie ostentado por su padre, Darius, que medía 132 centímetros. ¿Se imaginan un conejo de casi metro y medio correteando por el jardín de su casa, o, lo que es aún peor, por dentro de ella? A mí me resulta pavoroso, pero desde luego no a su propietaria y cuidadora Anette Edwards, exconejita ella misma de Playboy, algo mayor que Darius (en tamaño) y que se ha gastado más de 10.000 dólares en cirugía plástica para parecerse lo más posible a Jessica Rabbit. Entre conejos anda el juego.
Simon, el conejo monstruoso, iba camino de ser vendido en los EEUU pero el pobre llegó muerto. A falta de la autopsia, que imagino que le harán, puesto que, al parecer, se trataba de un conejo muy caro, determinará si falleció por trato inadecuado, infarto natural o simplemente porque el paraíso natural de los conejos no parece que sea la bodega de un avión.

Esta historia de conejos de distintas naturalezas y tamaños me trae a la memoria otra historia de animales que escuché en el testimonio de un africano que llegó a España en una patera. Al parecer, algo que estimuló al muchacho negro como la noche a meterse en un botecillo de juguete jugándose la vida y, muerto de miedo, atravesar el brazo de mar, fue un anuncio de televisión de un canal europeo que vio allá en su país. Una mujer atractiva de treinta o cuarenta años iba al supermercado y compraba amorosamente unas latas de carne para su gato que decían “cómeme”. “Si hacen esto por el gato”, pensaba el muchacho, ¿qué no harán por el negrito? En fin…

Román Rubio
Mayo 2017


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