jueves, 28 de marzo de 2019

LA MUERTE DESDE EL PRINCIPIO


LA MUERTE DESDE EL PRINCIPIO




Acabo de hojear la última novela de Antonio Muñoz Molina Tus pasos en la escalera. Casi siempre, cuando ojeo un libro, me suelo fijar en la primera frase. A veces (muy raramente) es suficiente para meterme en el relato. La de Muñoz Molina empieza así: “Me he instalado en esta ciudad para esperar en ella el fin del mundo”, y quedé atrapado. Se trata de Lisboa, lugar en el que el protagonista se instala a la espera de que se reúna con él su mujer tras cerrar una época de vida común en Nueva York marcada por la huella indeleble del 11-S.

El comienzo trajo a mi memoria otro principio, de otro autor. Paul Auster comienza Brooklyn Follies con la frase: “Estaba buscando un sitio tranquilo para morir. Alguien me recomendó Brooklyn, de manera que al día siguiente salí de Winchester y me fui para allá a reconocer el terreno” ¿Un sitio tranquilo para morir? ¿Brooklyn? Me resultó tan chocante la asociación que me atrapó de inmediato. No es que tenga gran conocimiento de ese lugar en el que solo he estado unas horas, pero la conjunción “Brooklyn-tranquilidad” me pareció a la vez disonante y arriesgada, y lo que venía después no defraudó las expectativas.

Las coincidencias (o divergencias) entre las dos ficciones van más allá: la historia de Auster termina exactamente el 11 de septiembre de 2011 en que el protagonista sale de su casa y ve las dos gigantescas columnas de humo que salían de Manhattan. El fin del mundo o comienzo de un orden nuevo de Auster es el comienzo de “otro” fin del mundo para Muñoz Molina: “En Siberia hay ahora mismo temperaturas de cuarenta grados. En Suecia el fuego alimentado por un calor inaudito arrasa los bosques que se extienden más allá del Círculo Polar Ártico. En California incendios que abarcan centenares de miles de hectáreas llevan ardiendo meses seguidos y reciben nombres propios, como los huracanes del Caribe”.

Muchas grandes novelas comienzan con la anticipación de la muerte, la propia o la de otros. El que se ha confirmado como comienzo de novela más famoso de todos los tiempos junto con el de “En un lugar de La Mancha…” de nuestro Quijote y el de “Todas las familias felices se parecen…” de Anna Karenina es aquel de “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo” con el que García Márquez subyuga al lector desde la primerísima sentencia de su Cien años de soledad. ¿Quién podría resistirse a seguir leyendo algo que comienza de esa manera?
 Otra historia suya, Crónica de una muerte anunciada, empieza: “El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo”, sustrayendo de ese modo al lector de cualquier clase de duda o suspense a propósito del destino del protagonista, como queriendo decirnos: ¡Eh, que aquí no vamos de acertijos de si ha sido o no el mayordomo!

También Borges comenzó su relato El Aleph con la mención de la muerte de alguien a quien amó sin ser correspondido, resaltando la indiferencia del mundo hacia el duelo privado: “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.”

Ya ven, la adorada Beatriz Viterbo se muere en inmisericorde agonía y el mundo, indiferente, decide ese mismo día que hay que cambiar el cartel de cigarrillos de la Plaza Constitución. The Show Must Go On.


Román Rubio
Marzo 2019






 





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