LA MUERTE DESDE EL
PRINCIPIO
Acabo de hojear la última novela
de Antonio Muñoz Molina Tus pasos en la
escalera. Casi siempre, cuando ojeo un libro, me suelo fijar en la primera
frase. A veces (muy raramente) es suficiente para meterme en el relato. La de
Muñoz Molina empieza así: “Me he
instalado en esta ciudad para esperar en ella el fin del mundo”, y quedé
atrapado. Se trata de Lisboa, lugar en el que el protagonista se instala a la
espera de que se reúna con él su mujer tras cerrar una época de vida común en
Nueva York marcada por la huella indeleble del 11-S.
El comienzo trajo a mi memoria
otro principio, de otro autor. Paul Auster comienza Brooklyn Follies con la frase:
“Estaba buscando un sitio tranquilo para morir. Alguien me recomendó Brooklyn,
de manera que al día siguiente salí de Winchester y me fui para allá a
reconocer el terreno” ¿Un sitio tranquilo para morir? ¿Brooklyn? Me resultó
tan chocante la asociación que me atrapó de inmediato. No es que tenga gran
conocimiento de ese lugar en el que solo he estado unas horas, pero la conjunción
“Brooklyn-tranquilidad” me pareció a la vez disonante y arriesgada, y lo que
venía después no defraudó las expectativas.
Las coincidencias (o
divergencias) entre las dos ficciones van más allá: la historia de Auster
termina exactamente el 11 de septiembre de 2011 en que el protagonista sale de
su casa y ve las dos gigantescas columnas de humo que salían de Manhattan. El
fin del mundo o comienzo de un orden nuevo de Auster es el comienzo de “otro”
fin del mundo para Muñoz Molina: “En
Siberia hay ahora mismo temperaturas de cuarenta grados. En Suecia el fuego alimentado
por un calor inaudito arrasa los bosques que se extienden más allá del Círculo
Polar Ártico. En California incendios que abarcan centenares de miles de
hectáreas llevan ardiendo meses seguidos y reciben nombres propios, como los
huracanes del Caribe”.
Muchas grandes novelas comienzan
con la anticipación de la muerte, la propia o la de otros. El que se ha
confirmado como comienzo de novela más famoso de todos los tiempos junto con el
de “En un lugar de La Mancha…” de
nuestro Quijote y el de “Todas las
familias felices se parecen…” de Anna Karenina es aquel de “Muchos años después, frente al pelotón de
fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde
remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo” con el que García Márquez
subyuga al lector desde la primerísima sentencia de su Cien años de soledad. ¿Quién podría resistirse a seguir leyendo
algo que comienza de esa manera?
Otra historia suya, Crónica de una muerte anunciada, empieza: “El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de
la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo”, sustrayendo de
ese modo al lector de cualquier clase de duda o suspense a propósito del
destino del protagonista, como queriendo decirnos: ¡Eh, que aquí no vamos de acertijos
de si ha sido o no el mayordomo!
También Borges comenzó su relato El Aleph con la mención de la muerte de
alguien a quien amó sin ser correspondido, resaltando la indiferencia del mundo
hacia el duelo privado: “La candente
mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía
que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que
las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué
aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante
y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una
serie infinita.”
Ya ven, la adorada Beatriz Viterbo
se muere en inmisericorde agonía y el mundo, indiferente, decide ese mismo día
que hay que cambiar el cartel de cigarrillos de la Plaza Constitución. The Show Must Go On.
Román Rubio
Marzo 2019
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