EL
REINO DE LOS PIJOS IRASCIBLES
Había un país al sur de Europa que tenía una
desconfianza secular contra todo lo que significara el Gobierno y sus
instituciones. Tan era así que en algunas de sus regiones surgieron hermandades
llamadas Cosa Nostra, Mafia, Mano Nera o ‘Ndrangheta que se encargaban de
administrar la justicia social, cosa demasiado importante como para dejárselo
al Estado y a su siempre corrupto gobierno. Tan imaginativos eran sus
habitantes que inventaron la expresión Piove, porco governo cada vez que se le
ocurría llover en Pascua o en vacaciones.
Había otro reino cercano, conocido como el Reino de los Pijos Irascibles, de gente
más montaraz, ruda y directa, con menos
finezza, que adolecía del mismo vicio: si caía una tremenda nevada y se
quedaban los conductores tirados en la carretera unas horas, la culpa era del gobierno,
aunque hubieran sido advertidos, no llevaran cadenas consigo y el objetivo del
viaje fuera “ver la nieve”. Cuando se iban de turismo o cooperación a lugares
remotos del globo en donde no habían sido requeridos y ocurría allí desgracia o cataclismo o se
metían en la sima más oscura y arriesgada y no podían volver por sus medios, se
quejaban de que el gobierno no fuera a rescatarles con presteza. Ante cualquier
contrariedad, fuera esta sobrevenida por su propia incapacidad, estupidez, insolvencia
o simplemente mala suerte, los ciudadanos del soleado reino tenían el vicio de
culpar al gobierno por ello. “Piove,
porco governo”, decían, aunque dada su naturaleza levantisca y atrabiliaria
lo proclamaban golpeando cacerolas.
Por razones no siempre fáciles de explicar, ambos
países se vieron azotados por un traicionero virus con forma de pelota de ping
pong con trompetillas y tuvieron bajas considerables, casi los peores números
de todos los reinos y repúblicas. El virus, como todos los de su calaña, no
sabía de fronteras ni límites y muchos se empeñaran en culpar al gobierno de su
desgracia. Le culpaban de tomar precauciones y de no tomarlas, de controlar al
personal y de no hacerlo, de cerrar su imaginaria frontera y de dejarla abierta
a los veraneantes. O de hacerlo de manera diferente a como lo harían sus
numerosos sátrapas, que se quejaban de que uno de Lupo no pueda ir a Oundense a
ver a la familia, que dejen entrar a uno de Zamera o Lechón o permitan que uno
de L’Hostalet cruce la calle a comprar aspirinas a la acera de enfrente, en
Banderola.
Al otro lado del Atlántico, las cosas no iban mejor:
de hecho se podría considerar que en algunas zonas iban todavía mucho peor.
Aunque en la extensa república del Gran Panoja las cifras parecían ser más
benignas, era solo un espejismo: solo el
estado de la Gran Manzana (19 millones de habitantes) tenía más bajas por el virus
(29.310) que el Reino de los Pijos Irascibles.
El estado de al lado, el de Tony Soprano, con menos de 9 millones de habitantes,
sumaba más de 11.000 muertos y algo similar ocurría con los Estados vecinos de
Concéntrica y de Massanasset —sede de la famosa Universidad de Harpar y el MIT
(Instituto Tecnológico de Massanasset), para pasmo de los mamporreros del reino
mediterráneo.
Y es que los virus no son del Madrid ni del Atlétic,
ni entienden de reinos, taifas o repúblicas: son unos descarados irrespetuosos
que se mueven sin pasaporte ni bandera
por donde les viene en gana y van saltando de uno a otro, sea pijo o paisano.
Manténganse alejados del virus. Y a ser posible, también de los sátrapas y de
los Pijos Insidiosos (digo… Irascibles).
Román Rubio
Mayo 2020