miércoles, 28 de abril de 2021

GAMBITO DE DAMA

 

GAMBITO DE DAMA


Aprovechando que tengo Netflix —gracias a la generosidad de alguien cercano— me puse anoche el primer capítulo de la celebrada serie americana Gambito de Dama, basada en la novela del mismo nombre (The Queen’s Gambit, 1983), de Walter Trevis,  y tengo que reconocer que me llevé una agradable sorpresa.

Entiéndaseme: llevo visto un solo capítulo, con lo que mi percepción de la historia podría cambiar, pero no lo creo, ya que las primeras impresiones fueron muy buenas. Me explico:

Empieza la historia con que la protagonista, una niña de 9 años, se queda huérfana tras un accidente de tráfico y es llevada a un orfanato. Mal asunto; me esperaba lo peor: malos tratos, insensibilidad cruel de los/las gestores de la institución y bullying de las otras internas, frente a lo que se impone un épico instinto individual de superación…; en fin, otra payasada de Hollywood. Primer error: el trato dado por el personal del centro es correcto —no podemos decir cariñoso, pero sí respetuoso y humano—. Habrá bullying, al menos, para con la niña —me dije yo— presto a presionar el botón de cambio de canal; pero no, mira por dónde, tampoco hay bullying. Por el contrario, la única otra interna relevante en la historia (de este primer capítulo) es una entrañable niña negra, Jolene, unos años mayor que ella y un palmo más alta, que, lejos de ser una amenaza, resulta ser amigable y cómplice.

A estas alturas del capítulo, empezaba a estar agradablemente desconcertado. El guión había “perdido” dos oportunidades “de libro” para haber mostrado su tediosa dosis de lo que hoy es conocido como “pornografía emocional”: la crueldad espartana e inhumana del hospicio y el encarnizamiento del personal y de las otras internas con la huerfanita. La historia empezaba a ganar credibilidad e interés.

En un momento dado, la niña, que parecía tener una capacidad especial para las matemáticas y, en general, para el pensamiento racional y simbólico (al tiempo que expresaba una indiferencia por las disciplinas de humanidades como la poesía), sorprende al conserje de la institución jugando solo al ajedrez y le llama poderosamente la atención. El conserje, un hombre taciturno y seco, entrado en años, acostumbra a jugar al ajedrez en solitario en su lóbrega habitación del sótano, y la huérfana, que va allí a limpiar los borradores, le observa y descubre el juego por el que se apasiona desde el primer momento y para el que tiene un talento especial.

Aquí está, me dije yo: hombre blanco, mayor, turbio, solitario, taciturno y seco, refractario a cualquier acercamiento amigable, recibiendo las visitas de la niña indefensa emperrada en aprender el juego en su oscura estancia del sótano. Todo apuntaba a que estábamos cerca de la agresión  (o al menos abuso) de la menor, mientras yo acariciaba con el dedo el botón de cambio de canal. Pero no: el hombre, reticente al principio, apercibido a su debido tiempo del potencial de la niña en el juego del ajedrez, se dedica, no solo a enseñarle las primeras jugadas sino —una vez que esta comienza a desplegar su talento— a establecer los contactos para que pueda desarrollarse como ajedrecista.

No descubriré más de la trama: si la han visto, por innecesario; y si no la han visto, para no desvelarles el tema personal que empieza a perfilarse y que intuyo que será parte esencial de la historia. Sólo quiero insistir en el agrado que me produce el comprobar que aún haya argumentos y tramas en que los guionistas no se empeñen en provocar la indignación del espectador y la lágrima fácil  empleando las maniobras más elementales y burdas como son el abuso infantil o la agresión física o sexual hacia el indefenso.

Empecé a ver la serie con el dedo en el botón de cambio de canal, pero lo aparté e intuyo que me va a proporcionar unas cuantas veladas de distracción de la buena.

Román Rubio

Abril 2021


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