INFINITY
POOL
Acabo de encontrar en una publicación cuyo nombre
omito —en un intento de salvaguardar el escasísimo prestigio intelectual que
uno conserva de su época de profesor— un reportaje presentando la casa de
Carlos Sobera y Patricia Santamarina: “Chalet
con ‘infinity pool’, vestidor y muchos metros”, al que no le falta detalle
por pregonar: desde la cocina con isla central, el “césped pulcramente cortado” rodeado de frondosa vegetación, o
rincones chill out (faltaría más).
Sé que mis lectores son personas instruidas y
modernas, pero si alguno hay de los de veraneo de palmito para las moscas y
botijo, le aclararé que lo de chill out
quiere decir relajarse e “infinity pool”
se refiere a esas piscinas que rebosan agua por uno de los laterales y que,
situadas encima de colinas o edificios, tienen un efecto tan cool.
Bueno, no tanto. ¿Qué no sabe el o la firmante del
artículo que esas piscinas están en los hoteles de Benidorm, Marina D’Or y
cualquier urbanización que se precie, hasta las de medio pelo?
Hoy en día,
señor Sobera, más que lo de tener piscina propia, sea esta infinity o finita ella, bien delimitada
por muros de mosaico, lo que de verdad mola es tener una alberca. Y cuánto más
rústica, mejor.
La alberca tradicional era (y es) una balsa —a veces
un simple ensanchamiento de la acequia que la alimentaba—, que en las casas
romanas y palacios árabes se situaban en el patio y servía tanto de solaz para
sus moradores como para el riego del jardín. Albercas son también las balsetas
de riego propias de las fincas rústicas en las que aprendimos a nadar muchos
ciudadanos anteriores al AVE, que no teníamos el mar ni un río decente a mano.
Estas albercas propiciaban la poesía, como aquella de Pedro Salinas: “El agua que está en la alberca/ y el
verde chopo son novios/ y se miran todo el día/ el uno al otro”, mientras
que la piscina propicia solo la natación, el molesto juego de niños y pelotitas
y aburridas sesiones de Instagram con bikini (o sin él). En la actualidad, una
vez desechada la vertiente práctica de la infraestructura (el riego), y añadido
un discreto sistema de depuración de agua, la alberca sirve como elemento
decorativo y de ocio. Y si las dimensiones lo permiten, para nadar.
En el libro La
España de las piscinas (Arpa, 2021), Jorge Dioni López disecciona el hecho
de la explosión de estas interminables urbanizaciones que rodean las ciudades en
que se han dado en refugiar una clase media aspiracional española, hija y nieta
de los habitantes de la España vacía, de chaletito con alarma, dos o tres coches
por unidad familiar, colegios concertados para la prole y centro comercial, que
han hecho de la piscina el signo identitario del éxito y bandera de cierta
clase social.
La casa de Sobera tiene también vestidor, algo muy
útil para los que tienen más de media docena de camisas y pantalones, un traje para
ceremonias y otro equipo de fortuna de chaqueta-pantalón (como es el caso de
muchos de mis infortunados amigos). En cuanto a lo del “césped cuidado” habría
que apuntar que aquí, en el mediterráneo, no es en absoluto signo de
distinción, sino más bien de pretencioso despilfarro. De agua, claro. El
matorral autóctono propio de la zona (romero, tomillo, orégano…) es más
aromático y sostenible; aunque, claro, el reportaje trata de un chalet a las afueras de Madrid (zona
Norte) y allí, ya se sabe, son de otra pasta.
Román Rubio
Julio 2020
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