sábado, 16 de julio de 2022

INFINITY POOL

INFINITY POOL



Acabo de encontrar en una publicación cuyo nombre omito —en un intento de salvaguardar el escasísimo prestigio intelectual que uno conserva de su época de profesor— un reportaje presentando la casa de Carlos Sobera y Patricia Santamarina: “Chalet con ‘infinity pool’, vestidor y muchos metros”, al que no le falta detalle por pregonar: desde la cocina con isla central, el “césped pulcramente cortado” rodeado de frondosa vegetación, o rincones chill out (faltaría más).

Sé que mis lectores son personas instruidas y modernas, pero si alguno hay de los de veraneo de palmito para las moscas y botijo, le aclararé que lo de chill out quiere decir relajarse e “infinity pool” se refiere a esas piscinas que rebosan agua por uno de los laterales y que, situadas encima de colinas o edificios, tienen un efecto tan cool.

Bueno, no tanto. ¿Qué no sabe el o la firmante del artículo que esas piscinas están en los hoteles de Benidorm, Marina D’Or y cualquier urbanización que se precie, hasta las de medio pelo?

 Hoy en día, señor Sobera, más que lo de tener piscina propia, sea esta infinity o finita ella, bien delimitada por muros de mosaico, lo que de verdad mola es tener una alberca. Y cuánto más rústica, mejor.

La alberca tradicional era (y es) una balsa —a veces un simple ensanchamiento de la acequia que la alimentaba—, que en las casas romanas y palacios árabes se situaban en el patio y servía tanto de solaz para sus moradores como para el riego del jardín. Albercas son también las balsetas de riego propias de las fincas rústicas en las que aprendimos a nadar muchos ciudadanos anteriores al AVE, que no teníamos el mar ni un río decente a mano. Estas albercas propiciaban la poesía, como aquella de Pedro Salinas: “El agua que está en la alberca/ y el verde chopo son novios/ y se miran todo el día/ el uno al otro”, mientras que la piscina propicia solo la natación, el molesto juego de niños y pelotitas y aburridas sesiones de Instagram con bikini (o sin él). En la actualidad, una vez desechada la vertiente práctica de la infraestructura (el riego), y añadido un discreto sistema de depuración de agua, la alberca sirve como elemento decorativo y de ocio. Y si las dimensiones lo permiten, para nadar.

En el libro La España de las piscinas (Arpa, 2021), Jorge Dioni López disecciona el hecho de la explosión de estas interminables urbanizaciones que rodean las ciudades en que se han dado en refugiar una clase media aspiracional española, hija y nieta de los habitantes de la España vacía, de chaletito con alarma, dos o tres coches por unidad familiar, colegios concertados para la prole y centro comercial, que han hecho de la piscina el signo identitario del éxito y bandera de cierta clase social.

La casa de Sobera tiene también vestidor, algo muy útil para los que tienen más de media docena de camisas y pantalones, un traje para ceremonias y otro equipo de fortuna de chaqueta-pantalón (como es el caso de muchos de mis infortunados amigos). En cuanto a lo del “césped cuidado” habría que apuntar que aquí, en el mediterráneo, no es en absoluto signo de distinción, sino más bien de pretencioso despilfarro. De agua, claro. El matorral autóctono propio de la zona (romero, tomillo, orégano…) es más aromático y sostenible; aunque, claro, el reportaje  trata de un chalet a las afueras de Madrid (zona Norte) y allí, ya se sabe, son de otra pasta.

Román Rubio

Julio 2020


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