PRIMERAS
IMPRESIONES
Dicen que son muy importantes. La primera impresión de una persona
predispone, y a menudo determina, la relación con los demás, por mucho que se
empeñen algunos —de manera magistral— a matizar el asunto, como cuando Pedro
Antonio de Alarcón describe al Tío Lucas en El
sombrero de tres picos:
El tío Lucas era más feo que Picio. Lo había sido toda su
vida, y ya tenía cerca de cuarenta años. Sin embargo, pocos hombres tan
simpáticos y agradables habrá echado Dios al mundo.
(…) Dijérase que solo la corteza
de aquel hombre era tosca y fea; que tan pronto como empezaba a penetrarse
dentro de él aparecían sus perfecciones, y que estas perfecciones principiaban
en los dientes. Luego venía la voz, vibrante, elástica, atractiva; varonil y grave
algunas veces, dulce y melosa cuando pedía algo, y siempre difícil de resistir.
Llegaba después lo que aquella voz decía: todo oportuno, discreto, ingenioso,
persuasivo… Y, por último, en el alma del tío Lucas había valor, lealtad,
honradez, sentido común, deseo de saber y conocimientos instintivos o empíricos
de muchas cosas, profundo desdén a los necios, cualquiera que fuese su
categoría social, y cierto espíritu de ironía, de burla y de sarcasmo, que le
hacían pasar, a los ojos del académico, por un don Francisco de Quevedo en
bruto.
Pero no he venido aquí a hablar de personas, sino de
libros; no de mi libro, como aquel señor de Valladolid, sino de libros en
general y de la importancia del primer párrafo y su potencial de seducción. Aún
recuerdo (y cito de memoria) el comienzo de cierta novela que leí en un
caluroso verano de mi época de estudiante: “Escarlata
O’Hara no era realmente bella, pero era algo de lo que los hombres no solían
darse cuenta hasta caer inmersos en su sutil hechizo”. No hace falta que
diga el título; el nombre lo delata. Habrá quien piense que la frase es
relamida y anticuada. Quizá, pero tiene una fuerza que invita a tragarse las
500 páginas que siguen sobre las tribulaciones de aquella Escarlata seductora,
que no bella.
Muchos años después, hojeando novelas en la librería
encontré una cuyo comienzo me intrigó: “Buscaba
un sitio tranquilo para morir, y alguien me recomendó Brooklyn, de modo que al
día siguiente por la mañana salí para allá desde Westchester a explorar el
terreno”. Algunos habrán adivinado que estoy hablando de The Brooklyn Follies, de Paul Auster. En
la frase hay dos premisas que la hacen irresistible: una es la paradoja de
llamar “tranquilo” a ese lugar del otro lado del puente y la otra es la mención
de la muerte del narrador y su poderosa llamada.
García Márquez lo sabía y por eso comienza sus Cien años de soledad del modo: Muchos años después, frente al pelotón de
fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde
remota en que su padre le llevó a conocer el hielo. O aquella otra: El día que lo iban a matar, Santiago Nasar
se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el
obispo, y Rulfo empieza su celebrada historia con: Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro
Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto
muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por
morirse y yo en plan de prometerlo todo.
La historia que empieza así no podría terminar de
otro modo que del siguiente: Pedro Páramo
respondió: “Voy para allá. Ya voy”. Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros
e hizo intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por
dentro; pero sin decir una palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue
desmoronando como si fuera un montón de piedras. El círculo se había
cerrado: comienza con el ruego en el lecho de muerte de la madre y acaba con la
muerte del padre. Fin de la historia.
Conozco a bastantes personas de edad similar a la
mía (entre provecta y decrépita) que les ha dado —como a mí— por revisitar
libros que: 1) Habíamos leído ya de jóvenes y tenemos una vaga memoria; 2) No
estamos seguros de haber leído después de haber visto películas y relatos sobre
ellos; 3) Estamos (casi) seguros de no haberlos leído pero consideramos una
especie de delito no haberlo hecho.
Mi penúltima incursión por la “nostalgia literaria”
me ha llevado a una historia que comienza de la manera siguiente: El hacendado Trelawney, el doctor Livesey y los
demás caballeros me pidieron que escribiera todos los pormenores que yo
conociera de (…). Así pues, cojo la pluma en este año de gracia de 1700 y pico
y me remonto con la memoria al tiempo en que mi padre regentaba la posada del
“Almirante Benbow”. Cuando el marino de piel atezada, con la cicatriz de un
sable en el rostro, tomó por primera vez asiento en nuestra casa, bajo nuestro
propio techo.
El comienzo es irresistible. Omitiré el título por
innecesario, pero por si sirve de aclaración, copiaré el final: los lingotes de plata y las armas todavía
dormitan, por las noticias que yo tengo, allí donde Flint las enterró, y no
seré yo quien vaya en su búsqueda. Por nada del mundo consentiría en regresar a
aquella maldita isla. Mis pesadillas más terribles son aquellas en que escucho
la resaca retirándose de aquellas costas, cuando me despierto sobresaltado a la
voz estridente del “capitán Flint”(el loro de John Silver) que me gritaba al
oído: “¡Doblones de a ocho! ¡Doblones de a ocho!
Y entre un párrafo y otro, doscientas y pico páginas
de estupenda aventura que incluye barcos, lingotes de oro, marinos con pata de
palo, loros que repiten consignas piratas y mucho ron. ¿Quién da más?
Román Rubio
Junio, 2023
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