miércoles, 4 de septiembre de 2024

LO VIEJO Y LO NUEVO

 

LO VIEJO Y LO NUEVO



En la novela Zalacaín, el aventurero (1908), Baroja relata cómo Martín Zalacaín, en compañía de Bautista, amigo, socio en asuntos de contrabando y cuñado, caen en las redes de la cuadrilla carlista del Cura Santa Cruz, temible guerrillero en tierras vascas, de la que escapan tras un tiroteo en el que cae herido el intrépido protagonista.

En un momento del relato, Baroja se refiere a la situación del País Vasco durante la última guerra carlista (1872-1876) en los siguientes términos:

Los carlistas se apoderaban de una porción de pueblos abandonados por los liberales. Habían entrado en Estella.

En las dos orillas del Bidasoa, lo mismo en la frontera española que en la francesa, se sentía un gran entusiasmo por la causa del Pretendiente.

Capistun y Bautista señalaron sus conocidos alistados en la facción. La mayoría eran mozos, pero no faltaban tampoco los viejos. Los fueron citando.

Allá estaban Juan Echeberrigaray, de Ezpeleta; Tomás Ablandos, de Añoa; el herrero Lerrumburo, de Zaro; Echebarría, de Irisarri; Galparzasolo, el alpargatero de Urruña; Mearuberry, el carnicero de Ostabat; Miguel Larralde, el de Azcain; Carricaburo, el mozo de un caserío de Arhamus; Chaubandidegui, el hijo del confitero de Azcarat; Peyrohade y Lafourchette, los dos mozos del bazar de Hasparren.

—¡Valientes granujas! —murmuró Martín, que escuchaba.

Capistun y Bautista siguieron su enumeración (refiriéndose ahora a los del otro lado del Bidasoa). Estaban también Bordagorri, el de Meharín; Achucarro, de Urdax; Etcheun, el versolari de Chacxu; Gañecoechia, de Osses; Bishiño, de Azparrain; Listurria, de Briscus; Rebenacq, de Portualés; el propietario de Saint-Palais con el barón Lesbas dÁrmangac, de Mauleon; Dechesarry, el sacristán de Biriatou; (…).

Los vascos, siguiendo las tendencias de su raza, marchaban a defender lo viejo contra lo nuevo. Así habían peleado en la antigüedad contra el romano, contra el godo, contra el árabe, contra el castellano, siempre a favor de la costumbre vieja y en contra de la idea nueva.

Estos aldeanos y viejos hidalgos de Vasconia y de Navarra, esta semiaristocracia campesina de las dos vertientes del Pirineo creía en aquel Borbón vulgar, extranjero y extranjerizado, y estaban dispuestos a morir para satisfacer las ambiciones de un aventurero tan grotesco.

Los legitimistas franceses se lo figuraban como un nuevo Enrique VI, y como de allí, del Bearn, salieron en otro tiempo los Borbones para reinar en España y en Francia, soñaban con que Carlos VII triunfaría en España, acabaría con la maldita República francesa, daría fueros a Navarra, que sería el centro del mundo, y, además, restablecería el poder político del Papa en Roma.

Está claro que la postura de Baroja —al igual que Unamuno— es poco proclive al nacionalismo vasco, y menos aún al nacionalismo carca y tradicionalista. Y, si bien no se puede tachar a Baroja de izquierdista, cosa de la que abominaba, hay que reconocerle un par de cosillas en su haber liberal-inconformista: sus comienzos anarquistas, de los que también renegó —como sus compañeros de viaje, Azorín y Maeztu— y, sobre todo, su radical anticlericalismo, llevado hasta el mismo fin de sus días, en que decidió que se  le enterrara en el cementerio civil de Madrid tras su muerte, cosa que ocurrió en 1956, deseo respetado por su familia, a pesar de las muchas presiones que las autoridades ejercieron para tratar de  contravenir sus últimas voluntades.

Y como lo viejo se convierte en nuevo —tal que la minifalda, los topolinos o los pantalones acampanados— los batallones carlistas se convirtieron en el Requeté, que renacieron más o menos en los mismos territorios de Navarra, País Vasco y Cataluña y el 22 de julio de 1936, cuatro días después de pronunciarse el Alzamiento Nacional, Baroja es detenido y llevado preso en un pueblo cercano a Vera de Bidasoa, al que había acudido  en coche junto a dos amigos para ver el despliegue de la columna requeté que se desplazaba desde Navarra a Irún. Alguien intercedió por el escritor y lo sacó de la cárcel rural, pero Baroja, ya viejo y con doscientas pesetas en el bolsillo, cogió miedo y puso pies en polvorosa en dirección a San Juan de Luz primero y París después, a esperar tiempos menos inciertos.

Casi, casi como le había ocurrido a su imaginario héroe Zalacaín ciento cincuenta años atrás.

Lo viejo y lo nuevo. Todo pasa y todo vuelve, pero lo nuestro es volver.

Román Rubio

Septiembre 2024

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