El Ocaso de los Dioses
En la cuarta entrega del inmenso, grandilocuente,
genial, extenso, y para algunos tedioso, El anillo del Nibelungo, Wagner narra
la caída y destrucción de los dioses, cegados por conseguir el poder sobre el
mundo que proporcionaba el anillo mágico elaborado a partir de oro del Rin en
custodia por las simpáticas, aunque inverosímiles, ninfas del río.
En la saga, si podemos llamar así a lo que fue un
desarrollo de viejas sagas islandesas y el medieval Cantar de los Nibelungos, conviven
y pugnan dioses como Wotan (Odín), semidioses como Loge, héroes tal que
Sigfrido, seres mitológicos como las mismas ninfas y hasta humanos: más o menos
los personajes que nos encontramos cuando vamos al súper, ya me entienden. Las
intrigas provocadas por la ambición, la codicia y/o las ansias de poder y
dominación nos acompañan durante cuatro largas noches de ópera. Una de ellas, la
última, la de El Ocaso de los Dioses puede durar hasta cinco horas, dependiendo
de la alegría que el director imponga al compás. Al final de la historia,
Brunilda, amante de Sigfrido e hija de Wotan, devuelve el anillo al Rin, lo que
demuestra que el poder es inasible e inevitablemente pasajero. Además, tiene
los pies de barro. Cualquier piedra rodante puede chocar contra los pies y
desmoronarse la estatua de cabeza de
oro, pecho y brazos de plata, vientre y muslos de cobre y piernas de hierro
como la que soñó Nabucodonosor, o como Daniel (el profeta) le contó que había
soñado, que no lo tengo claro.
Así, algunos de nuestros actuales dioses, semidioses
y seres mitológicos se han visto afectados por el infortunio y han caído de lo
más alto del Olimpo, o del Walhalla, por seguir con Wagner, no al nivel humano
como tú y como yo, no, que ya sería bastante duro, sino mucho más abajo. Unos
se ven sometidos a insultos e improperios cada vez que se atreven a pisar la
calle, otros van de cabeza a la cárcel, y todos, se tienen que ir acostumbrando
al nuevo estatus del apestado, del proscrito. La desgracia les ha convertido en
hojas del árbol caídas y por tanto juguetes del viento a merced de las
expresiones del desprecio de quienes antes, solo unos días antes les adoraban y
rendían empalagosa y humillante pleitesía.
Rodrigo Rato y Dominique Strauss-Kahn
La vida de estos dos hombres tiene sus similitudes
y, cómo no, sus diferencias. Entre las afinidades se cuentan la de haber caído
del mismo pedestal (la presidencia del FMI) tras haber sido ambos señalados en
sus respectivos países para la Presidencia (de la República en el caso del
francés y del gobierno en el del español), y ambos se enfrentan a un
interminable y agotador calvario judicial en su futuro inmediato. Las causas
del declive son, en cambio, muy diferentes. Mientras el español parecía
obsesionado con el oro del anillo más que con el poder que este confería (se
permitió rechazar la sucesión a Aznar y dimitir del Olimpo neoyorquino), el
francés se inclinaba por las ninfas del Rin, aunque se le presentaran con uniforme,
carrito y plumero de limpiadora, de modo que el primero cambió su honor por
acrecentar un patrimonio que sin duda perderá en los sucesivos líos judiciales
y el francés por… bueno, por un plato de lentejas, que probablemente le había
puesto allí alguien que conocía su apetito insaciable; por las lentejas y por
el caviar, por el pescado y la caza, por el acoso, por el ágape de gorra y por el de
pago.
Al final, el anillo terminará en el agua y los
dioses cederán el destino de la tierra a los humanos, pero no se preocupen: aparecerá
un elfo, el enano Alberich, que aprovechando la alegre distracción de las
ninfas guardianas, alborotadas por la cercanía de un Strauss Kahn cualquiera,
sacará el anillo del agua y volverá la rueda a producir sus nuevos héroes,
algunos con pies de barro que como el Emperador en Santa Helena terminarán
mirando con infinita nostalgia a sus agendas vacías y con temor y desprecio a
las vociferantes, zafias y vulgares multitudes, las mismas que antes les habían
adulado. Y se quedarán en casa.
Román Rubio
#roman_rubio
Abril 2015
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