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LUIS BORGES
Que Jorge Luis
Borges (1899-1986) era un erudito no es descubrir nada. Es más, para muchos,
entre los que me incluyo, Borges es “El Erudito”. No conozco muy bien su
trabajo como poeta del que, por cierto, el autor estaba muy orgulloso pero su
faceta de prosista, con sus famosos
relatos, que leí en mi juventud como prácticamente todos (los que leíamos) de
mi generación eran una continua exhibición de erudición presentando en forma literaria exquisita paradojas del tiempo y del espacio como en el Aleph, para regocijo de filósofos, exponiendo
taxonomías fantásticas o sistemas arbitrarios de numeración para sorpresa de
matemáticos o físicos, descubriendo rincones reales o imaginarios de la
mitología germánica y escandinava, exponiendo las contradicciones de los
universos infinitos como en la Biblioteca
de Babel o determinados por reglas azarosas como en la Lotería de Babilonia o revelando la invención de países o
planetas (mundos enteros) inexistentes con reglas no materialistas como en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, para delicia
de elucubradores.
Como erudito y
como escritor ha tenido una enorme influencia en otros escritores contemporáneos
como Umberto Eco, Salman Rushdie, Cortázar, Orhan Pamur y otros muchos, además
de filósofos como Sabater o Foucault.
Lo curioso de
la erudición del bonaerense es que se trata de eso exactamente: de erudición
pura. Borges no era un especialista en nada. Si bien su discurso –también el
hablado, no sólo el escrito- estaba salpicado de un sinfín de citas y referencias cultas, nunca escribió
un ensayo largo y profundo sobre tema alguno ni una gran novela. No era pues el
intelectual al uso impuesto por los departamentos universitarios de literatura.
Ni siquiera fue un gran fabulador. O más bien, fue un gran fabulador de
pequeñas, sorprendentes y, a menudo, recónditas historias. Lo cierto es que,
como de él es bien sabido, su fuente de inspiración y libro de cabecera fue,
además de la Espasa… la Enciclopedia Británica. Era tal su devoción a la Enciclopedia
que creo recordar que él mismo se vanagloriaba de –exagerando, supongo- haberla
leído entera. Ni me imagino que relación habría tenido Borges con Wikipedia,
con la misma Británica edición on-line o con el mismísimo Google, de haber
vivido unos años más. Lo cierto es que no tuvo oportunidad de conocer el
fenómeno ya que murió en 1986 y el buscador nació en 1989, popularizándose años
más tarde. De cualquier modo, la relación del fenómeno Internet con la tesis de
algunos de sus relatos más famosos es intrigante y enormemente significativa.
En realidad
Borges era el hombre Google aunque él no tuviera elementos para saberlo. Si
tecleamos su nombre en el buscador obtenemos 16 millones de resultados en 0.51
segundos; cada uno de esos resultados es una página –sitio, más bien- que se
refiere de un modo u otro al autor o a su obra, lo cual es por sí mismo,
inabarcable: aunque hubiera alguien capaz de explorar la enorme cantidad de
información, en el proceso se generarían nuevas entradas, incluyendo esta, haciendo
la tarea imposible en su enormidad. En dieciséis millones de entradas referidas
al intelectual argentino encontramos la verdad sobre cualquier aspecto de su
vida y obra, la refutación de la misma, pruebas que niegan la refutación,
pruebas de la aseveración y pisos en venta en la avenida Jorge Luis Borges de
Málaga. ¿No es esto lo más parecido al contenido de la Biblioteca de Babel que describe un universo quasi infinito conformado por todas las combinaciones posibles de
un conjunto de signos de un alfabeto limitado? Al contener el “todo”, la
biblioteca dejaba de ser útil.
En el Aleph, ese punto que contiene todos
los puntos del universo, ese punto de hiperrealidad fantástica, no es
ciertamente Google Earth, la aplicación Maps o el servicio de búsqueda del
buscador pero es lo que más se parece a
la conjunción de los tres.
El
diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico
estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos)
era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del
universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de
América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un
laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en
mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi
en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi
en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de
metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus
granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta
cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra
seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un
ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a
un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las
letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la
noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que
parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie,
vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo
multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar
Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes
de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una
baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un
invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las
hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa(…)
En fin, señor
Borges, que todo lo que vio usted en el misterioso Aleph del sótano de la vieja
casa de la calle Garay de Buenos Aires, y mucho más, podría verlo hoy sin
necesidad de recostarse en el suelo en cualquier tablet o smartphone; aunque,
eso sí, de manera menos elegante y magistralmente poética. En realidad, lo que
usted vio fue la World Wide Web y no
fue capaz, en su distinción erudita, de nombrarla.
En cuanto a Funes el Memorioso, ese desdichado
incapaz de dormir, que recuerda de manera trágica todo, que no es capaz de
olvidar:
Ireneo
empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa
registrados por la Naturalis
historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos
los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia
en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia;
Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola
vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me
dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido
lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un
desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria
de nombres propios; no me hizo caso.)
Nosotros,
de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y
racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes
australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y
podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española
que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó
en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho.
¿No es, en
realidad, una parábola de la inmensidad alimentada por miles de millones de
ojos permanentemente abiertos en todo el mundo, que es capaz de almacenar de
manera inquietantemente permanente el ordenador de Facebook, en California?
Román Rubio
@roman_rubio
Octubre 2015
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