VINO TINTO
Entré a comer
en el restaurante de un pueblo de la zona vinícola de Utiel- Requena. El lugar,
sin ser nada especial, tiene el plus
de tener fuego in situ en dónde te
hacen las chuletas de cordero, el pollo, los pinchos morunos o el chuletón a la
vista y a la brasa. Tomé un menú, que incluía plato de cuchara, algo de brasa
de segundo y natillas caseras para terminar. Más clásico que La venganza de Don Mendo en el teatro de
una capital de provincia. De beber, tomé el vino de la casa. Y fue una
agradabilísima sorpresa. Sin etiqueta alguna, embotellado en una carafe con tapón de goma-plástico (es
decir, no embotellado) venía un caldo auténtico, oscuro casi morado, de
cosechero, que sabía a vino. No a roble, no a humo de hoguera ni setas y hojarasca
con reminiscencias de regaliz y frutos del bosque, sino a vino; honesto, pobre,
tradicional, humilde buen vino de cosechero que bebí con deleite y me recordó a
mi padre.
Mi padre era
en hombre antiguo. Murió en 1991 y de haber continuado vivo hoy tendría ciento
seis años y nunca, nunca le vi comer o cenar sin su cuartillo de vino, casi siempre de
cosechero. Lo bebía en porrón, objeto que escondía cuando había invitados en
casa. Entonces, reluctantemente, lo bebía en vasito, que era como el de agua
pero más pequeño. En los años ochenta viví un tiempo en Yorkshire, en el Norte
de Inglaterra. Allí no había cultura del vino. Los locales bebían cerveza en
cantidades que a mí me parecían monstruosas. Me familiaricé con el momento del
“last orders”. A las 11 de la noche,
el tabernero hacía sonar la campana al tiempo que gritaba: “last orders, ladies and gentlemen”. Entonces, había cinco minutos
para ir a la barra y comprar la última ronda de pintas. Había media hora para
acabarlas. A las 11.30 en punto, el pub cerraba sus puertas y el personal
salía, quién más quien menos, con un par de litros (4 pintas) en el cuerpo.
En aquellos
años, empezaban a cambiar las cosas en el rudo Yorkshire. Se empezaban a abrir
nuevos locales a los que llamaban wine
bars que se apartaban de la ortodoxa
estética del pub con moqueta y barra de madera pulida. A estos locales, de
apariencia más cosmopolita, acudían los individuos más sofisticados, aquellos
que viajaban al continente y que eran (o se las daban de) connaisseurs (connoisseurs
para los británicos). Entre los más jóvenes, los nuevos románticos eran carne
de wine bar, un poco para marcar las
diferencias con los hinchas de fútbol, pelados y tatuados; y esos sí,
cerveceros puros. El vino, como es natural no era barato en el Norte. Los chardonnay,
riesling, borgoña, burdeos, côtes du Rhône, chianti y algún que otro rioja, a
menudo acompañados con queso, costaban lo suyo. Yo les decía a mis amigos que,
en mi país, el vino era más barato que la leche, cosa que ellos escuchaban con
incredulidad. Era cierto. En los ochenta, el vino de las cooperativas de las
zonas vinícolas y de los cosecheros particulares costaba menos que la leche.
También les decía que nunca vi a mi padre comer sin vino. Si además añadía que
se fumaba un puro (una Faria de La Coruña) con su café y a menudo una copa de brandy después de
comer todos los días, se imaginaban a un señor el colmo de la sofisticación y
el buen vivir, algo así como un David Niven en la terraza del Club Naútico de
Niza, lo que hacía más incongruente mi propio aspecto de semiparia.
Me contaba mi
padre, que era de Albarracín, que en su lejanísima infancia había conocido el
servicio de diligencia diario de Albarracín a Teruel. Un coche de caballos
hacía la ruta cada día por aquellas inhóspitas estepas –de las más frías de
España- haciendo el servicio de transporte de personal y paquetería. El
conductor de la diligencia, cuyo nombre no recuerdo pero que mi padre nombró muchas veces, debía haber hecho huella en la impresionable memoria de los muchachos
de la época, pues el hombre, en su vejez, describía a un tipo semianalfabeto, generoso,
alegre, blasfemo y algo borrachín, con una piel acartonada por la intemperie
como podría ser la del indio Jerónimo,
un viejo tabardo o capa con la que se envolvía el cuerpo en el estante y una
bota de vino siempre a mano. Para él y para quién quisiera que hiciera el
trayecto y quisiera echar un trago.
Creo que mi
padre buscó ese vino toda su vida. Encontró muchos con sabores a frutos del
bosque, castañas asadas, líquenes, algas marinas, agua de rosas, pomelos en
confitura y madera de roble. Mucho roble. Y aprendió a beberlos en copón de
cristal fino y a hacer muecas saboreándolo, mientras trataba de decir algo que
no pareciera demasiado pretencioso o garrulo pero me temo que siempre añoró el
vino de la bota del tipo de la diligencia. Yo lo probé el otro día en El Pontón
(Requena), era muy barato y me estuvo muy bueno.
Román Rubio
Febrero 2016
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