COLESTEROL DEL
MALO
Acabo de
recoger un análisis de sangre y estaba todo en orden. Bueno, menos el
colesterol que estaba por las nubes. No voy a decir la cifra, pero era alta,
muy alta; lo suficientemente alta como para que si la lleváramos todos escrita en la frente los
niños correrían asustados a refugiarse en el regazo de sus madres al verme y la
chica de la panadería se pondría los guantes para coger las monedas del pan por
miedo al contagio. Mi médico reaccionó de la manera previsible: recetándome las
consabidas estatinas y yo, Don Erre que Erre, reaccioné también de manera
previsible: negándome a tomarlas.
De inmediato
le recité los efectos secundarios de la dichosa pastillita del colesterol, que
como ustedes saben o deberían saber son:
Potenciación
del deterioro cognitivo -pérdida de memoria-, debilitamiento y atonía muscular, inhibición del deseo sexual, potenciación de
pensamientos depresivos, pérdida de interés por las cosas y tristeza mórbida,
desregulación del azúcar en la sangre y de la tensión arterial… Es decir, la
decrepitud. ¿Quiere usted ser un prototipo de viejo: depresivo, olvidadizo, con
dolores musculares, inapetencia sexual y con el azúcar alto? Pues tómese la
pastillita del colesterol. Eso sí, le garantizamos que tendrá unas arterias tan
limpias como cañerías con CocaCola.
Ocurre que los estudios del colesterol y sus maldades es (como casi todo lo demás) cosa de
anglosajones, mayormente americanos. Por allá por mitad del siglo pasado
empezaron a proliferar estudios que relacionaban el colesterol con los
accidentes cardiovasculares. Y la cosa funcionaba. Los países que comían grasas
y carnes rojas (EEUU, Reino Unido…) tenían mayor incidencia de problemas
arteriales que otros como Japón, en que se comía más verdura, pescado y menos
fritos. Todo cuadraba. Hasta que les dio por comparar los resultados con un
país que estaba por allí llamado Francia. Resulta que los irreductibles galos
se desayunaban con mantequilla y croissants,
eran grandes consumidores de carnes rojas, embutidos y patés, gustaban de
acabar las comidas con una rica tabla de quesos, gozaban de una esperanza de
vida de las más altas del mundo y tenían una incidencia de incidentes
cardiovasculares mucho menor que yanquis y británicos. ¡Tenían que ser los
franceses! Otra vez los malditos gabachos, que se empeñan en llevar la
contraria en todo. Como no tenían modo de explicarlo, a esto le llamaron “La
paradoja francesa”. ¡Qué bien suena!: “La paradoja francesa”. Se llena la boca
al pronunciarlo como a Xavi Castillo cuando dice “Alcoy”. Pronto, un avispado
investigador, no sabiendo a qué atribuirlo cazó al vuelo una razón que pasaba por allí: se debe al vino. Es
porque los franceses beben vino tinto y bla bla bla. Podía haber dicho que se
debía a que comían caracoles. O ancas de rana. ¡Estos froggies!
Lo cierto es
que la “mayoría” de mis familiares, amigos y conocidos, más o menos de mi edad
están fuera de los parámetros normales (por encima de 200) y toman las dichosas
estatinas. Y esto es una contradicción. La mayoría –estadísticamente- no puede
estar fuera de la normalidad sino dentro
de ella porque en caso contrario deja de
ser “normalidad” al contrario que la “excepcionalidad” que la cumplen unos
pocos, una minoría.
Así lo formuló
Gauss en 1835 y así lo acepta la estadística y el sentido común. Veamos: si
usted es hombre y mide 1.72 estará en la normalidad, es decir, en la parte
central de la llamada campana de Gauss, junto con el 68.2% de la población. Si
usted tiene la estatura de Danny DeVito o Alfonso Rus se encontrará en el 15.8%
que se explica en la parte izquierda de la curva, el territorio de los bajitos,
fuera del grueso de la campana. Y si es tan alto como Gasol también estará
fuera de la panza de la campana y por tanto de la normalidad, ahora por la parte
derecha, la de los altos. Está claro, ¿no?
Pues bien:
¿Qué clase de normalidad quieren imponer los proxenetas del colesterol en el
que el 70% o más de los adultos de cierta edad quedan fuera de la curva de
Gauss? ¿Qué clase de curva es esa?
Ese interesante
duelo libramos mi médico y yo el otro día. Al final, me miró como el cirujano
que mira al cadáver sobre la mesa de operaciones y quitándose los guantes dice:
“Hicimos lo que pudimos” Yo, por mi parte…“calé el chapeo, miré al soslayo,
fuime y no hubo nada”. De modo que ya saben: si un día ven súbitamente
interrumpido el flujo de artículos en este blog es que los investigadores
americanos, la industria farmacéutica y mi médico tenían razón. Si por el
contrario ven vida continuada en el blog, la razón está (como en Casablanca) del
lado de La Marsellesa, de Gauss, de los callos con chorizo, de Don Erre que
Erre y del sentido común. Aquí nos la jugamos.
Román Rubio
Octubre 2017
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