MORIR
EN ALMASSORA
Los telares de
Manchester introdujeron la máquina de vapor como fuerza motriz, que se extendió
a otras actividades industriales y a los medios de transporte, dejando a miles
de empleos en los trabajos gremiales obsoletos y a los trabajadores,
redundantes. Había empezado una revolución industrial que para los pesimistas había de acabar con el empleo para las
personas. Los motores de combustión y
eléctricos sustituyeron a los de vapor acrecentando la eficacia del trabajo
mecánico. De nuevo los apóstoles de la oscuridad predijeron el fin de la
actividad humana. Se acababa la maldición de “ganarás el pan con el sudor de tu
frente” al tiempo que se acabaría con el empleo y la dignidad otorgada por el
“trabajo bien hecho”, biblia de los pueblos europeos anglogermánicos y
protestantes como pregonara Max Weber en La
ética protestante y el espíritu del capitalismo. Tampoco fue así. En las
últimas décadas del siglo pasado, con la computación y la aparición de la Red,
llegaron la tercera y la cuarta revolución en el trabajo que solventaría la
tediosa gestión de los ingentes datos,
acabando con aquellas oficinas atestadas de gentes con las mesas llenas de
fichas ocupadas por chupatintas como Jack Lemmon en la película El Apartamento. La gestión de la
información, junto con la deslocalización de las empresas en países dónde el
empleo es más barato había de acabar, esta vez sí, con el tan alabado empleo.
No ha sido así. ¿O sí?
La localidad
de Almassora, en Castellón, ha sacado a concurso público una plaza de
enterrador dotada con unos 1.600 euros mensuales brutos (unos 1.300 si le
quitamos el 18% de retención), por
jubilación de uno de las dos personas que ocupaban la función. ¿Cuál creen que
ha sido el número de los inscritos? ¡144! Aunque, a la hora de la verdad, sólo
71 de ellos se presentaron a la primera prueba de las tres que conlleva la
convocatoria. En fin, no sé exactamente en qué consisten las funciones del
enterrador de Almassora o de cualquier otro lugar, aunque presumo que una buena
parte del tiempo la pasan manipulando restos humanos, abriendo tumbas para
sacar inquilinos que hacen sitio a otros que vienen con prisa, además de abrir,
cerrar el cementerio y ocuparse de la limpieza y jardinería del lugar.
En las
películas del oeste, el enterrador solía ser un tipo peculiar, excéntrico, a
menudo borrachín, otrora iluminado y, en ocasiones, presto a proporcionar algún
retal de buen género por una propinilla, como los famosos Burke y Hare, de
Edimburgo, que se ganaban la vida vendiendo cuerpos al reputado anatomista
doctor Knox y otros ilustres miembros de la Facultad de Medicina.
No quiero
decir con esto que los modernos trabajadores de Almassora o cualquier otro
lugar de nuestros días tengan nada que ver con aquellas prácticas, pero respóndanme
a una pregunta: en una escala de cero a diez, evaluando la deseabilidad de un
trabajo por su naturaleza, ¿qué puntuación le pondrían a la tarea de
desenterrar y manipular restos humanos? Digan la verdad. Aunque venga con un
sueldo fijo.
Hubo una época
en la que, personas que conseguían un trabajo en un banco o en una empresa tipo
Telefónica, como Almodóvar, conseguían abandonarlo tras un tiempo para
dedicarse a actividades consideradas más creativas, como en el caso del
cineasta, y se vanagloriaban de ello en las entrevistas presumiendo de haberse
visto liberados de toda una vida atado a una mesa de despacho y a los
caprichosos requerimientos de unos jefes. Claro, que hablaban de despachos. En
el cementerio de Almassora, la vida se vive con otra intensidad.
Román Rubio
Enero 2016
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