TANINOS
En el libro
que estoy leyendo, alguien (no diré de quién se trata, ya que la identidad del
“personaje” es peculiar y muy relevante) se dispone a hablar de un vino que se
está bebiendo en la mesa y del que no puede ver la etiqueta. Y lo hace en los
siguientes términos: “Me veo forzado a
aventurar que se trata de un Échézeaux Grand Cru. Si me pusieran una pistola en
la cabeza para que arriesgara el “domain” (la zona) soltaría La Romanée- Conti,
aunque solo fuera por el aroma a grosella y picota. El toque de violetas y
delicados taninos sugieren el letárgico y suave verano de 2005, tan a salvo de
las olas de calor, aunque un juguetón y remoto aroma de moca, así como uno más
próximo de banana madura, conducen al dominio de Jean Grivot de 2009 (…)”.
¿Grosella?, ¿picota?, ¿violetas?, ¿moca?, ¿banana madura? ¿De verdad que el
vino que te estás bebiendo “te sabe” a todo eso? Ahora tengo otro dato sobre el
porqué de mi limitado éxito en la vida: Quizás se deba a mi falta de
sofisticación, porque a mí, lectores, el vino me suele saber a vino. Ni a frutos
del bosque ni a hojarasca otoñal (gracias a dios) ni, mucho menos, a setas. En
cuanto a los taninos… qué quieren que les diga, si ni siquiera sé muy bien qué
son, ¿cómo voy a saber a qué saben?
Lo que parece
claro es que la cháchara de los prosistas del vino, al contrario que las
ciencias puras, no cumple la propiedad conmutativa, esa de A+B = B+A. Veamos el planteamiento en sentido inverso:
¿Qué sabor tiene un plato con grosellas y picotas salpicadas con un puñado de
violetas, algo de moca y una banana madura aliñado con taninos? Está claro,
¿no?; sabe a vino Échézeaux Grand Cru de
800 pavos la botella. O quizá no. Es imposible definir un sabor o un olor con
palabras. Todo lo que somos capaces de hacer es hacerlo por aproximación,
nombrando, de manera imprecisa, sabores parecidos. Torpes aproximaciones.
Provengo de un
pueblo de zona no vinícola. Aún así, algunos lugareños conservaban una viña
para elaborar vino para el consumo de la casa y vender el excedente. Mi padre
me mandaba a comprar vino con una garrafa de cinco litros a casa de un
cosechero del pueblo siendo niño. Allí, en la bodega de la casa, la tía Belén se
sentaba en un taburete, abría el grifo del tonel y mientras la garrafa se
llenaba de líquido, mis narices lo hacían de un aroma intenso. Ese es, para mí,
el olor del vino. El auténtico. He pasado el resto de mi vida midiendo el aroma
del vino con el de aquella bodega, y el sabor, con el del trago que yo
invariablemente daba de la garrafa en el camino de casa. Para mí, ese ha sido y
sigue siendo el patrón sobre el que giran el aroma y el sabor del vino (o caldo, como llaman algunos). Conozco a
quién la medida del sabor le viene dado por el sorbo que escamoteaban del vino
del cura mientras preparaban los utensilios de la misa siendo monaguillos y
otros, del trago de la bota que les ofrecían de niños los adultos en los
descansos de las labores agrícolas.
Muchos años
después, los monaguillos y pillastres de aquella pobre España “aprendimos” que el vino se bebe en copa de
buen cristal y no en los vasos de carajillo en los que se chateaba antaño,
presenciamos con naturalidad y casi con indiferencia cómo nos cambiaban la copa
en el restaurante cada vez que se cambiaba la botella de la mesa y sobre todo,
aprendimos a hacer ridículas aproximaciones lingüísticas tratando de explicar o
definir el sabor del vino, cuando en realidad solo sabe a vino, como la manzana
a manzana y la picota a picota. Y a vino sabe el que lleva en la bota mi amigo Leo de Miguel cuando salimos de excursión. Nunca pregunto sobre la etiqueta de lo que
pone dentro. A mí me sabe, no a grosellas, ni a moras ni a moca ni mucho menos a
taninos. Me sabe a gloria; como el de la bodega de la tía Belén.
P.D. El libro
que estoy leyendo es Nutshell (Cáscara de nuez) de Ian McEwan, y es muy bueno.
Román Rubio
Julio 2017
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