LA CULTURA DE LA QUEJA
No sé ustedes pero yo tengo amigos (sobre todo
digitales) que se pasan el día, ¿qué digo el día?, la vida, quejándose. De la
(malísima) atención médica, del copago de 1,2€ por caja de su medicación
crónica que tiene para 50 días; de que las bicicletas vayan por las aceras -aunque
nunca les hayan ni siquiera rozado-, de que las bicicletas vayan por los
carriles bici ocupando sitio de otros vehículos, de que las bicicletas existan;
de que solo les suban un 2.5% el sueldo, digo pensión, de dos mil y pico euros que
llevan cobrando desde los cincuenta y dos años de edad en que su empresa
acometió el ERE de los rajás; de que los políticos se perpetúen en los cargos,
de que se retiren de la política e
inicien exitosas carreras en el sector privado; de que haya coches, de que haya
muchos coches, de que a su coche le pongan multas, impuestos o restricciones
por emisiones o lo que sea; de que los vecinos hagan ruido, de que el piso de
arriba esté vacío y golpee la ventana con el aire; de que haya un restaurante
en el bajo de su finca que produce olores, de que no haya un restaurante en el bajo de su finca donde tomar algo mientras ve el fútbol; de que haya tantos chinos, de que haya tantos
moros, de que no encuentran muchacha extranjera que cuide de su madre, del
deterioro cognitivo de su progenitora, de la pensión de su progenitora (insuficiente
para pagar a la mujer extranjera que la habría de cuidar), de lo mal que los
demás (nunca ellos) gestionan todo aquello que les rodea -la finca, el
municipio, la autonomía, la nación y el mundo en general-. Se quejan de todo
eso y de muchas otras cosas. De todo a la vez y continuamente.
Y te lo transmiten de continuo buscando tu
aquiescencia y aprobación. La queja es una liberación de la ira del quejica y
una perversión: se trata de hacer que el
interlocutor comparta su propia ira sabiendo que no puede hacer nada
para evitar el problema. El quejica quiere trasladarte el mal rollo
involucrándote en su propio enfado para descargar así parte del suyo. ¿Quieren
mi consejo? Huyan, huyan del quejica profesional y sistemático. Son, como dicen
por ahí afuera, unos passion killers;
peor que la lencería de esparto. Su único objetivo es hacer la vida más ácida,
indignada e infeliz contagiando a todo quisqui su perpetuo estado de
irascibilidad.
Para contrarrestar tan molestos tocapelotas, en el
otro lado del espectro digital tenemos a los snowflakes o copitos de nieve. Estos te inundan con mensajes
optimistas de blanda psicología positivista al estilo de: “Eres un copo de
nieve único y diferente a los demás”, “todo está al alcance de tu increíble
capacidad”, “tú te lo mereces todo y más” “eres maravilloso” y “no importa el
número de fracasos. Es solo que tu idea de éxito es errónea”. Aunque tengas que vivir en un barril. Si le
fue bien a Diógenes…
Y hablando de quejas, quejicas y quejones: Robert
Hughes, en la ya lejana fecha de 1994, publicó el libro La cultura de la queja (Anagrama) sobre la epidemia norteamericana de la reclamación. Aquí un par de
curiosos ejemplos:
Una mujer de 79 años logró unos 700.000 dólares como
indemnización de la cadena McDonald’s por haberse producido quemaduras en los
muslos al caérsele encima un café comprado en una de sus tiendas… mientras iba
conduciendo. Se ganó el pleito y la indemnización alegando que en el vaso de polietileno no se
informaba de que estaba caliente.
Un tal Grazinski, de Oklahoma, demandó al fabricante
de su caravana Winnebago por salirse de la carretera tras programar una velocidad
constante de 100 km/h e ir a la parte de atrás a prepararse un café mientras
iba en marcha. La reclamación se basó en que en el manual no se especificaba
que el programador de velocidad no era un piloto automático y, claro, se salió
en la primera curva. Consiguió 1.750.000$ y una caravana nueva como
indemnización.
Estos quejicas sí que son listos y no otros que yo
me sé. O el mundo está loco, loco.
Román Rubio
Marzo 2018
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