LOS PERROS DE BENARÉS
En India, los perros -como las vacas- andan sueltos.
En grupos o solos, andan de acá para allá o se tumban a la bartola en cualquier
lado: en la cuneta, a la puerta de la tienda o en medio de la calle atestada de
tráfico si les viene en gana. Y a nadie se le ocurre espantarlos con una patada
o algún gesto más violento que el común bocinazo, como tampoco se hace con un
mendigo o un santón de esos que parecen salir del Antiguo Testamento. Los
perros no conocen ataduras ni collares. Vagan, fornican, duermen, buscan comida
y sombra a su aire. A veces se tumban inmóviles en la calzada y es difícil
determinar si están vivos o muertos hasta que el olor o la visita de los
cuervos o las avispas entrando por los ojos delatan su estado de tránsito a la
reencarnación. No conocen vacuna ni veterinario ni su cuerpo ha conocido el
agua aparte del ocasional chapuzón en el riachuelo infecto o en el solo un poco
menos infecto Ganges. Nadie les castra ni esteriliza y ni buscan ni huyen de la
compañía del humano a quien ven como una criatura hermana de la creación.
El indio es enormemente respetuoso con la vida de
los animales, por lo que el número de vegetarianos del país es muy alto. Los
hindúes no comen vaca y los musulmanes no comen cerdo. Como son los dos grupos
religiosos más numerosos del país parece que hay una entente cordiale de sacar el vacuno y el cerdo de las mesas y las
carnicerías, reduciendo la gama al pollo, que muchos, ya puestos, excluyen de
su dieta o lo toman en raras ocasiones.
En el extremo animalista de la India se encuentran los más de cuatro
millones de jansenistas. Estrictamente vegetarianos, la vida de cualquier animal –hasta de los
microbios- es igual de importante, cualquiera que sea su estatus en la escala
zoológica. Limpian con escobones el terreno que van a pisar para no dañar la
vida de los insectos, llevan mascarilla para no tragar involuntariamente
mosquito alguno y prefieren comer frutos a otros alimentos cuya obtención
suponga la muerte de la planta por lo que no comen nada que se críe por debajo
de la tierra, como patatas o cebollas.
En mi país la gente se atiborra de carne: vacas,
cerdos, corderos, pollos y pavos son conducidos a miles diariamente a los
mataderos y los perros van siempre
atados (a veces con longanizas) hasta el punto de que no conocen el mundo sin ataduras
fuera de la casa. Se les lava regularmente con suaves champús y se les hace
manicura, se les lleva al veterinario y tienen su cartilla de vacunación, como
los niños (los de aquí, no los de la India). Se les da de comer una dieta
equilibrada que incluye paella los domingos, se les castra o esteriliza sin su
consentimiento y la mayoría muere sin conocer los arrebatos de la fornicación.
También se les niega el derecho a la muerte natural. Para evitar el sufrimiento
(mayormente del dueño, al verlo morir) se le administra la eutanasia sin
necesidad de consentimiento del
interesado.
¿Y los humanos? A falta de una vida con sentido, los
dueños de los perros, consumidores entusiastas de trankimacines y orfidales,
parecen encontrarse en continua terapia. Y no me refiero a aquellos que
lamentablemente están recibiendo las temidas quimio y radio, no. Hablo de los
que reciben la hidroterapia de las
aguas sin estar enfermos o son objeto de los placenteros beneficios de la talasoterapia (que viene a ser lo
mismo, pero de mar), la masoterapia de los masajes sin estar ni
siquiera cansados, la aromaterapia
de las esencias para regular el estado emocional (quebradizo, por lo general),
las enigmáticas chocoterapia (curación con chocolate) ¿?, cromoterapia
(curación con el uso del color) ¿?,
crioterapia (uso del frío) o la
equinoterapia o tratamiento por contacto con caballería. Algunos
otros se inclinan por la ozonoterapia
para ver de sortear sus inconcretas aflicciones y otros por la musicoterapia (algo que ya sabíamos los
de mi generación cuando nos encerrábamos tardes enteras en la habitación con el
último de los Stones), o la risoterapia,
que consiste, según creo, en reír y reír sin gana para obtener así el efecto catártico
de la risa liberadora. En definitiva, comer sin hambre, beber sin sed, fornicar
sin deseo y dormir sin sueño ni cansancio.
Y digo yo: si los perros de Benarés supieran de este
mundo de amos en terapias varias, peluquerías, cadenas y collares, vacunas,
comida segura, castraciones y eutanasia por decreto, ¿creen que se cambiarían?
Quizá sí, pero no estoy seguro.
Román Rubio
Abril 2018
M'agrada molt aquest article. Un abraç
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