DJOKOVIC
Parece que se ha acabado el entremés “Djokovic en las antípodas”; ya saben, entremés es esa pieza cómica corta, popular en el teatro del Siglo de Oro, que se representaba al principio o entre actos de tragedias y comedias. Sainete por dos razones: porque parece destinado a repetirse en los distintos torneos de Grand Slam que quedan por disputar —lo que garantiza la diversión—, y porque se representaba entre un acto serio (las cifras de la pandemia) y otro liviano y cómico (el vodevil de cierto ministro, un periódico inglés, el PP y un puñado de vacas).
Ya conocen los hechos de la farsa. El tenista, reacio a la vacuna del COVID, se presenta
a un país en el que es preceptivo estar vacunado para jugar un torneo en el que
podría (y digo “podría”, en condicional) haberse coronado como el de mejor
palmarés del mundo, por encima de Federer y de Nadal, con quienes está empatado
en número de Grand Slam.
Las cartas estaban claras: usted no cumple las
reglas, luego no puede entrar al país, que es exactamente lo que habría
ocurrido con cualquier filipino que hubiese llegado a trabajar de camarero, al
gallego de visita a su pariente o a cualquier ciudadano, sea serbio, inglés,
ruso o de Requena que fuera a comer al restaurante de la plaza del pueblo de al
lado. ¿Tiene usted el certificado de vacunación COVID? No. Pues no puede
entrar.
Al final, tras una pugna de once días entre
abogados, tribunales y gobierno, el serbio ha sido expulsado del país, lo que en
Serbia se ha vivido como un ultraje, no al tenista, sino a la nación
¿Usted perdone? ¿A la nación? ¿Qué tiene que ver la
nación con esto? Miren, no puede haber
animadversión alguna contra la nación serbia, en primer lugar porque dudo que dos
de cada diez de los australianos —o tres de los de Ponferrada— sean capaces de
localizarla en el mapa, con lo que pensar que se le tiene manía a algo que no
se sabe adónde está exactamente es signo de arrogancia, de tontuna, o de ambas
cosas.
Ya ven, algunos quienes ver una maniobra de la mesa
del mal, formada por Bill Gates George Soros, Maduro, Putin, Fumanchú y el
espíritu de Fidel Castro para que un mallorquín gane en títulos a un serbio y
ensuciar, así, la reputación de la nación serbia.
Me ha recordado la airada reacción de sectores mayoritarios de la prensa y de la opinión pública españolas cuando
cierto programa cómico de muñecos de la televisión francesa tildaba de dopado a
Nadal tras ver que ganaba una y otra vez su más prestigioso torneo y se
permitía, después, la imprudencia de dirigirse al público de París …¡en inglés!.
No es que fuera algo contra el tenista, no; para muchos alucinados compatriotas míos, se trataba de otra muestra más de desprecio
hacia la nación española.
Por lo que a mí respecta, me importa un pimiento que
gane el español, el serbio, el suizo (si compitiera, que no es el caso) o el
apátrida Perico el de los Palotes, siempre y que el ganador esté, eso sí,
vacunado.
El sainete, como tantos otros, ha acabado bien: el
tenista ha salido como un hombre de principios irrenunciables; los negacionistas
tienen a su héroe, su víctima: no hay lucha grande sin victimario; los provacunas
(es decir, usted y yo) porque ha triunfado el sentido común; y el gobierno de
la nación, porque ha conseguido imponer la ley en proximidad de elecciones. Si
acaso, el ganador del torneo verá algo devaluado su triunfo, pero eso durará
cuatro días, créanme. Al final, la historia solo recuerda a quien sube al
podio. Al tiempo.
Román Rubio
Enero 2022
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