jueves, 7 de septiembre de 2023

NO ME HABLES POBRE

 

NO ME HABLES POBRE


Este verano, en una de las ocasiones en que salí de mi agujero y me mezclé con otros humanos, escuché como un joven le decía a un amigo en tono de broma: “A mí no me hables pobre”. Inquirí acerca de la expresión y se me informó que se trataba de un meme que circulaba entre jóvenes (supuestamente de cierto estatus socioeconómico) en el que se denostaba el habla de las clases bajas, sobre todo de la clase trabajadora, que no de los estratos marginales que siempre han gozado de cierto predicamento entre marqueses, marquesas y gentes de barrios finos

En español (o castellano, si así lo prefieren) la procedencia geográfica y de clase social queda bastante bien marcada en el lenguaje para oídos avezados, aunque no llega a la precisión quirúrgica del inglés en el que el nativo es capaz de adivinar lugar y estatus de cada hablante con solo abrir este la boca. Recuerden sino al Profesor Henry Higgins, el de Pigmalión, que se vanagloriaba de poder localizar la procedencia de cualquier inglés con una proximidad de seis millas, de dos si se trataba de Londres, y  que promete y consigue hacer de la vendedora de flores callejera Liza Doolitle una princesa en el plazo de seis meses con solo cambiar su acento.

A estos aspectos de la sociolingüística comencé a dar vueltas cuando leí la noticia en el periódico de la implementación del uso de las lenguas patrias —catalán, gallego y vasco— en el parlamento español, que tendrá obligatoriamente que introducir el pintoresco uso de pinganillos entre sus señorías y obligará a la costosa traducción de montañas de documentación a estos idiomas, al tiempo que me preguntaba en qué situación deja al ciudadano de mi tierra enzarzado en la estéril polémica de si habla catalán, valenciano, catalán-valenciano o valenciano-catalán, y si la palabra muchacho se debería de traducir como xiquet o como noi en los diarios de las sesiones.

Y es que, quienes creen que la lengua (que no el habla) sirve simplemente para comunicarse son unos ingenuos. En los años sesenta del siglo XX, los teóricos de la sociolingüística como William Labov y de la etnografía del habla como Dell Hymes argumentaron que el entendimiento entre las personas es solo la punta del iceberg de la comunicación humana, cosa que Bernard Shaw había descrito con brillantez en su Pigmalión 50 años antes (la literatura siempre por delante).

En el mismo diario encuentro otra noticia relacionada con el tema del lenguaje como afirmación de la nación, la arqueocultura y los fundamentos étnicos: La Presidenta de la República de la India, Droupadi Murmu, ha invitado por carta a los jefes de estado del G20 a una cena formal en Bahrat. Los mandatarios extranjeros se vieron en un aprieto. ¿En Barath?, ¿Qué demonios será eso?, ¿Se tratará de un restaurante, un hotel, un enclave playero? Hasta que sus embajadores les tuvieron que chivar que la cena era en Nueva Delhi, capital del país que conocemos como India. Para la mandataria india, que es, como el Primer Ministro Modi, hindú perteneciente al partido Bharatiya Janata (BJP), que tiene como seña de identidad las esencias hinduistas, el nombre India es un nombre foráneo que nació para designar al territorio más allá del río Indo, un vulgar topónimo, y no como Baraht, que es el apelativo en sánscrito con la que se conocía al territorio del actual Indostán en los textos arcaicos religiosos fundacionales.  ¿Y quién va a querer un vulgar topónimo cuando se puede usar el nombre con que designaban el país los mismísimos Shiva, Brahma y Vishnu? Hay, sin embargo, un pequeño problema: las deidades que dictaron el nombre en sus textos sagrados en aquella erudita lengua son dioses del hinduismo, por lo que excluyen de manera tácita y explícita a los más de 200 millones de musulmanes, los treintaitantos millones de cristianos, budistas y otros. Ya tenemos el lío armado.

Y hay quien cree que la lengua sirve solo para entenderse.

Román Rubio
Septiembre 2023







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