Y
TRAS LA TEMPESTAD, LA CALMA
Eso dice el refrán, aunque no para Libia, ese país
ingobernado o quizá ingobernable. En octubre de 2011 cayó preso por los
rebeldes y ejecutado sin juicio Muamar el Gadafi, aquel dictador excéntrico que
acostumbraba a llevar su jaima e instalarla en el jardín de las residencias
oficiales que los estados ponían a su disposición en sus raras visitas al
extranjero y que regaló un caballo de raza árabe de nombre Rayo del Líder al
ínclito Aznar.
La urgencia por desprenderse de aquel individuo de
opereta francesa era tan grande y los adeptos tan numerosos y vehementes
—apoyados, eso sí, por los aviones de la OTAN— que nadie pareció pensar en lo
que podría venir tras la tempestad. Hoy, muerto y enterrado el tirano de la
jaima, que, aunque no lo parezca, nada tenía que ver con el periodista Jesús
Quintero, la situación del país es la siguiente:
La parte oeste (en la que se encuentra Trípoli, la
capital) está en manos del primer ministro Abdelhamid Dabeida, reconocido por
la ONU y que cuenta con el apoyo de Turquía y Qatar, y la parte este del país
(en donde ha ocurrido el desastre) está controlada por el mariscal Halifa
Hafter, que no está reconocido por la comunidad internacional pero cuenta con
el apoyo de Egipto, Rusia y Emiratos Árabes Unidos y que se presentó en 2019
con una columna de 300 vehículos apoyados por la fuerza aérea en las puertas de
Trípoli, con el objeto de tomar la ciudad, cosa que no consiguió. A esta
situación hay que añadir las decenas de milicias armadas y tribus fuera de
control que se benefician del negocio de la migración a Europa.
Y es que una cosa es destruir y otra construir y la
primera es mucho más romántica y mucho más sencilla que la segunda, algo que
muchas personas no son capaces de asumir, deslumbrados por la nostalgia de
aquellos momentos de solidaridad revolucionaria en la que “el pueblo”, ¿dios
mío, ¿qué será eso? logra con su acción la caída del dictador y la restitución
de la justicia.
En 1979 las masas progresistas de Europa recibían
con alborozo la caída del Sha de Persia, Reza Pahleví, forzado a huir de Irán e
iniciar un vía crucis tras serle negada por Giscard d’Estaing su acogida en
Francia, país al que era bienvenido cuando acudía de salseo. Aquel tirano, casado con la princesa Soraya primero
y con Farah Diba después, al que estábamos acostumbrados a ver en el HOLA, ora
esquiando en Saint Moritz, ora bañándose en las aguas de Saint-Tropez o Capri,
representaba una ofensa al hospitalario y sufrido pueblo iraní.
Tras desprenderse de tan nefasto tirano habló el
pueblo. ¿Y qué dijo? Mandó venir al ayatollah Jomeini (que este sí, vivía
libremente en Francia, aunque sin bañarse en Saint Tropez) y se instauró en
Irán la República Islámica. Las mujeres que iban a la universidad de Teherán
con sus vestiditos occidentales y hasta con minifalda se vieron forzadas por
los del turbante a taparse cuerpo y alma y se les conminó a aprender el Corán. Y
por si fuera poco se comenzó una guerra contra sus vecinos los iraquíes que
tenían la desfachatez de profesar las creencias suníes en su mayoría y no las
chiíes, que como todo el mundo sabe, son las verdaderas. Esto es lo que ha
venido diciendo el pueblo desde el 79, convirtiendo el país en un puntal del
eje del mal, hasta que sus vecinos los afganos consiguieron con el enorme
mérito talibán destronarles en el Olimpo y sus otros vecinos (los iraquíes)
vieron el avispero revuelto tras la vergonzosa ejecución en la horca del
sátrapa Sadam Hussein, culpable de muchas fechorías, pero no por las que se le ajustició:
la posesión de armas de destrucción masiva y complicidad en la autoría del
atentado a las Torres Gemelas.
¿Y qué me dicen de Egipto? La urgencia por derrocar
al dictador Hosni Mubarak, en 2011, trajeron al primer —y único— jefe del
estado elegido democráticamente,
Mohammed Morsi, fundador del Partido Libertad y Justicia, nacido en el seno de
los Hermanos Musulmanes y hoy en prisión tras el golpe de estado del general
Abdel Fatah al Sissi.
Al parecer, el pueblo habló y habló mal, no como
querían los defensores del wishful
thinking o apóstoles del mundo a su medida y credo; como también habló de
mala manera el pueblo argelino, que vivió una guerra cruenta en los 90 por
atreverse a votar islamista la única vez que se le dio la oportunidad de
hacerlo.
A ver si va a tener razón Vargas Llosa con aquello
de que “el pueblo” puede votar bien o mal. El pueblo español votó en el 78 y
votó bien. El país aguantó acometidas serias por parte de terroristas por un
lado y golpistas por otro. Algunos estamos siendo denostados por los Apóstoles
del Nuevo Orden por creer (todavía) inocentemente que esto es así. Veremos a ver qué traen los tiempos y que Alá,
el Misericordioso, nos asista.
Román Rubio
Septiembre 2023
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