EL BUTANERO
El butanero
(por si hay alguien que no lo sabe) es el tipo que provee de bombonas de gas a
los domicilios del ámbito rural, adonde no llega la red de canalización de gas
natural o a los del entorno urbano que, normalmente por falta de medios, no
tiene instalado el servicio. En mi país –de manera sorprendente- el folklore
popular les ha atribuido la pintoresca función de aliviador de las
frustraciones sexuales del ama de casa. No me pregunten por qué. Desconozco el
motivo de tal circunstancia, aparte de la obvia de ser visitador domiciliario. Tanto
más cuanto creo que es el único país en el que tan humilde servidor goza de tan
pintoresca reputación. Prueben ustedes a contar el chiste del butanero en un
grupo multinacional y verán la sorpresa. Se acepta al fontanero, al jardinero, al
handyman y hasta al vendedor de
Biblias; pero al butanero, sinceramente,
no cuela en ningún lugar arriba de los Pirineos. ¿Será que no tienen quién les
sirva las bombonas? ¿Ayudaría el halo tecnológico que en su momento pudo rodear
al gas en un país de cocinas de leña? Quizás, en aquel tiempo no tan lejano, el
butanero era el portador de la tecnología punta doméstica, como hoy el asesor de
Apple (paraíso esnob por excelencia).
La realidad
del profesional de la chaqueta naranja parece estar alejada del examen de los deshabillés de las ociosas amas de casa.
Según El País del sábado 23, el colectivo, en la ciudad de Barcelona, está
copado por extranjeros, paquistaníes en su mayoría que trabajan sin salario
alguno. Suben las pesadas bombonas a las casas (muchas sin ascensor) de barrios
como el Raval por las propinas o bien por el precio que ellos demandan y que
es, jugando con la desinformación de la clientela, algún euro por encima del
precio fijado oficialmente. La operadora –Repsol, con un 75% del mercado o
Cepsa, con un 15%- vende las bombonas a las distribuidoras y éstas contratan a
conductores autónomos a los que les queda un margen de ganancia de 35 céntimos
por bombona servida. Con ese margen deben pagar gasoil y mantenimiento del
vehículo, plazos de compra… y a la cuadrilla. Éstos, paquistaníes en su mayoría
(como el dueño de la camioneta), tratarán de cargar unos eurillos extra o una
propina a clientes (clientas en su mayoría) que suelen ser personas mayores que
viven solas en casa anticuadas y con pensiones mínimas. Ya ven: otra de las
glorias del capitalismo. Gracias al ahorro que supone escatimar unos euros a
muchos pensionistas pobres (que no se pueden permitir la instalación del gas
ciudad) y a otros tantos paquistaníes que se desloman subiendo escaleras
cargados con bombonas, los directivos y altos ejecutivos de las grandes
compañías se pueden poner unos salarios de vértigo. ¡Esto sí que es
flexibilidad laboral y lo demás cuentos! Los salarios son muy, pero que muy flexibles:
unos, altos como el Everest; otros bajitos como… bueno, como la nada. ¿Por qué
utilizar el eufemismo “flexibilidad” cuando se quiere decir explotación y
amaño?
Hay otro
término perverso que usan los economistas cuando se refieren al mercado de
trabajo: se trata de “productividad”. Vale, lo entiendo. Quienes diseñan el software que han de utilizar millones de
ordenadores en el mundo generan un gran valor añadido. Unas horas de trabajo,
unos céntimos de electricidad y cero contaminación dan lugar a ventas mundiales millonarias: ¡chapeau! Pero ¿tiene sentido hablar de
productividad en la gasolinera en la que te sirves tú la gasolina y hay una
chica en la caja –lugar que no puede abandonar aunque el cliente tenga un
accidente con la manguera del combustible- al tiempo que repone los artículos
de la tienda, hace pan en el horno y sirve cafés? Llámenle “productividad” si
quieren. Yo le llamo codicia. En un país con índices de paro de vergüenza, ¿se puede
aceptar que algunos quieran convencernos de que esto es así, que es bueno, que
es decente?
La
“productividad” y la “flexibilidad laboral” hacen que las fruterías de este
país estén regentadas y atendidas por paquistaníes y los bares por chinos. En
estos, la mujer y la abuela en la cocina, el hombre y la hija sirviendo las
mesas y el chico, en edad escolar, haciendo los deberes en una mesa apartada y
echando una mano en los ratos libres, consiguen, abriendo 16 horas diarias,
siete días a la semana, 365 días al año, pagar a los proveedores y embolsarse
un salario colectivo de mil y pico euros
sirviendo delicias orientales como son las cañas con patatas bravas y los cafés
con leche con tostadas y manteca colorá.
Eso sí que es productividad.
Pues no,
señores. Los países que prosperan sospecho que lo hacen con otros criterios de
lo que significa “productividad”. Que prediquen los apóstoles de la economía de
mercado sus cansinas cantinelas y que le pongan a la chica de la gasolinera un
tipo que sirva gasolina. Y que al que sube la bombona
a cuestas le den unos euritos por cada una, porque si el capitalismo se tiene
que mantener a base de que los paquistaníes pobres le sisen unos eurillos a las abuelas del Raval, ¡mala marcha!
Román Rubio
Enero 2016
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