martes, 29 de noviembre de 2016

LA MUERTE TENÍA UN PRECIO

LA MUERTE TENÍA UN PRECIO

ESPAÑOLES… ¡FRANCO HA MUERTO!



Murió Franco hace años, y aún recuerdo el mensaje televisado de Arias Navarro. Murió Rita y cuando ya parecía que los españoles (valencianos, en particular) teníamos tema de reflexión y conversación para unos días, cayó nada menos que el Comandante Castro, acaparando todo el protagonismo de la Señora de las Patas Negras. Si muere Fidel, aunque sea en la cama y de muerte anunciada, como cuando murió Kennedy o Lenin, ya no hay otra muerte que valga. Todos son segundones. Hasta Barberá.

El momento de la muerte me trae a la memoria la frase que repite un amigo mío; una frase que escuchó de niño, allá en su pueblo alcarreño, de boca de un viejo cura de pueblo. Al despedirse del joven que se iba a vivir lejos del páramo mesetario, el cura le decía: “Que tengas suerte, hijo. En la vida y en la muerte”. El hombre expresaba su deseo de que la muerte fuera, no sólo dulce (si es que la hay) y más o menos indolora, sino, sobre todo, oportuna. Como oportuna ha sido, sin duda, la de Rita Barberá, en decadencia continua desde su infortunado discurso del caloret, pérdida de la alcaldía y polémica adscripción al  Senado como escudo ante las acusaciones de corrupción. A continuación, la valenciana  vivió lo más duro: el rechazo de los suyos que la despojaron de sus credenciales y la enviaron a la última fila de un superfluo hemiciclo en compañía de gentes de Compromís, Bildu y así. Acababa de declarar ante el juez y… ¿Qué le quedaba por delante a la otrora todopoderosa valenciana? Vivía recluida en su casa para evitar los insultos y humillaciones del mismo populacho que antes la vitoreaba. Sin descendencia familiar y de manera diríase que voluntaria, haciendo fácil lo difícil, pidió una tortilla y un whisky como cena al servicio de habitaciones, llamó al infarto liberador del sufrimiento y se marchó. Como la fuerza de la naturaleza que fue en vida, pareció tener el poder de decidir también sobre la muerte. Genio y figura.

Esa muerte tan prominente  se ha visto ensombrecida por la de Fidel, pero es que con él no se puede competir. Él juega en las Major Leagues, aunque, como Franco, Pinochet, Mao, Stalin y otros, murió de viejo, en su cama, con la sensación de haber vivido unos años de más, de esos que ni cuentan ni se disfrutan, de cortesía; regalo a menudo envenenado de la medicina, como los que probablemente le están tocando vivir al Papa Ratzinger. La muerte, a estos, parece haberles ignorado en su momento, haciéndose la remolona y desatendiendo la llamada de algunos para quién su llegada habría sido un alivio.

En ocasiones, La de la Guadaña acude sin ser invocada, inesperada y sin invitación, brutal y mensajera del absurdo y la tragedia, como en el caso de Kennedy, el pobre; a veces, caprichosa, desatiende trueques como el que Ricardo III le propusiera de reino por caballo y, en otros, se muestra cruel y justiciera como con Mussolini, que fue colgado de los pies en la plaza Loreto de Milán tras su fusilamiento, para escarnio y vejación (otra vez) del populacho que antes le vitoreó. O el infortunado Ceaucescu, fusilado junto a su mujer mientras cantaba La Internacional o Sadam Hussein, ahorcado por sus enemigos mientras invocaba a Alá y menospreciaba las oraciones chiitas de sus ejecutores y los vítores al santón rival.

Otros llamaron a la muerte de manera voluntaria y precipitada en la cúspide de su poder creativo y para consternación de sus muchos seguidores que han llorado, y siguen llorando la pena de lo que no llegaron a ser: Amy Whinehouse, Janis Joplin, Jimy Hendrix, Kurt Cobain y Jim Morrison murieron todos a la edad de 27 años, y Marilyn un poco más crecidita, pero no mucho.

No sabemos cuáles han sido las últimas palabras de quienes se han ido recientemente. Se nos ha dicho que Churchill confesó su aburrimiento antes de cerrar los ojos, pero en estos momentos me viene a la cabeza una anécdota que oí contar una vez a Iñaki Gabilondo en su ya lejano (en el tiempo) programa matutino de la SER. Estando un hombre a las puertas de la muerte, rodeado de toda su familia, hizo gestos de querer decir algo. La familia calló expectante y el hijo mayor acercó el oído a la boca del moribundo. Éste, cogiendo a su hijo del brazo, con voz entrecortada en sobrehumano esfuerzo, le espetó: “Hijo,… ¿De dónde sacarán el dinero las Diputaciones?” Tras lo cual, giró la cabeza y expiró.

Román Rubio
Noviembre 2016 

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