martes, 27 de febrero de 2018

POBRE ESPAÑA


POBRE ESPAÑA


¿Qué maldición tiene España que no puede soportar la idea de la convivencia, la paz y el progreso sin sentir la necesidad de suicidarse una y otra vez? Los catalanes reniegan de ella como de una madrastra cruel, rancia y fascista, los vascos también y el proceso de descomposición va de fuera adentro como diagnosticó Ortega hace casi un siglo. Ay, triste España de Caín, que dijera aquel anarquista conservador, creyente –que no católico-, republicano de derechas que murió en Salamanca en la Nochevieja del 36 y que elogió tanto como aborreció el Alzamiento de Franco. Mientras unos sueñan con romperla y ven en la desvinculación de los otros la fuente de la felicidad y el progreso, otros, que no tienen donde independizarse quieren romperlo todo. La izquierda, nostálgica de una República de Durrutis y Pasionarias, ataca la Constitución a la que acusa de  obsoleta, ineficaz, anacrónica y esclavizadora, como a la Monarquía. ¿La Transición? Una bajada de pantalones, una concesión a l’ancien régime fascista y tradicionalista que ha dado lugar a un régimen corrupto y rendido al capital. Hay que desmoronar todo de nuevo. No importa que el país –de manera excepcional- haya vivido 50 años de paz y progreso-, en la medida en que las cosas no son como yo las quiero.

El español –e incluyo al vasco y el catalán- tiene una marcada inclinación a la ira y la obcecación y una aversión a lo que los anglosajones llaman compromise que no es sino  saber encontrar el punto en el que  llegar a un acuerdo que sea aceptable para todas las partes. Porque hay que vivir juntos. No vale matar o enviar a la cárcel o al exilio al contrario. Sí, ya sé que no se juzgó a los responsables de la represión tras la guerra civil que sí que habían juzgado a los que habían “paseado” a terratenientes y curas, pero en algún momento había que parar la barbarie. Se amnistió a todo quisqui y pocos quedaron contentos. Yo, sí.  El día en que mi padre cobró la primera paga de jubilación por haber sido oficial del ejército republicano di por consumada la conciliación de las españas. Aunque aún hoy, muchos miserables se opongan a que otros busquen a antepasados en las cunetas aludiendo de manera rastrera a “subvenciones”.

¿Y la Monarquía? Me resulta difícil defender racionalmente una institución que es hereditaria y aparentemente inútil: es anacrónica, es injusta (en la medida que goza de privilegios –que otros ven como cargas-) y puede ser costosa para un país. Por tanto, solo aportaré, como abogado del diablo, argumentos empíricos en su defensa: Alemania, Francia, Italia y Portugal son repúblicas perfectamente democráticas. Reino Unido, Holanda, Suecia, Noruega y Dinamarca son monarquías parlamentarias. ¿De verdad creen que la calidad democrática de las repúblicas es superior a la de las monarquías? En serio. No digo que sea inferior pero, ¿superior? En Oriente Próximo, Arabia Saudita es una Monarquía con un régimen poco envidiable, pero tampoco  la República Islámica de Irán lo es: de hecho, no estoy seguro de que sea mejor que la Persia del sha. Y en Extremo Oriente, ¿es superior el régimen republicano chino al imperial de Japón en términos de calidad democrática, justicia social y ejercicio de las libertades?

Hoy todo el mundo habla de la necesidad de reformar la Constitución. Parece ser que no hay nada más urgente ni apremiante. No importa que el país tenga un paro endémico  inasumible, que la curva demográfica sea preocupante, que los jóvenes solo consigan trabajos de chicha y nabo y que los cerebros (como siempre) se tengan que marchar al extranjero, no: lo importante es reformar la Constitución. Pues bien, hagámoslo. Pero, hay que tener en cuenta que las reformas se hacen con consensos y que si uno no obtiene lo que quiere, debe (aunque sea en contra de su voluntad) aceptar los resultados. Hagámoslo. ¿Creeis que quiénes piden la reforma con urgencia aceptarían los resultados del consenso? Bla, bla, bla.


Román Rubio
Febrero 2018

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