lunes, 5 de marzo de 2018

LA TRIBU


LA TRIBU



Por allá por los ochenta, un señor francés, burgués de provincias,  me hizo una confesión que me sorprendió. El hombre se declaró admirador de España, como país. No sé si son conscientes del contexto, pero los españoles acabábamos de nacer como democracia, veníamos de abortar un golpe de estado y conspiraciones varias, ETA ponía unos cuantos muertos cada mes y, sobre todo, estaba en Francia. Y allí siempre se nos había mirado (¿aún se nos mira?) por encima del hombro, como se mira a ese pariente pueblerino, pobre, atrasado, algo bronco y levantisco. La afirmación fue chocante: ¿Qué ciudadano de la libre y democrática República, cuna de la liberté, egalité, fraternité y el chauvinismo, habría de admirar o envidiar a esta España cainita de encarnizados enfrentamientos a cara de perro? Luego vino la argumentación, y ahí todo quedó claro: España había tenido la valentía y el sentido común de, en un momento de su historia, haber expulsado a los musulmanes y a los judíos de su territorio, con lo que, para el cabeza de familia normando –que resultó ser votante y miembro del partido de Le Pen (padre)-  había garantizado  la integridad tribal de una raza, una lengua ¿?, una cultura ¿? y una religión, al tiempo que, según él, nos ponía al abrigo de la violencia islamista.
 Algunos podrán pensar que los atentados islamistas en la ciudad de Paris es cosa moderna. No es así. En la década de los 80  hubo seis atentados en los medios de transporte y lugares comerciales de la ciudad, incluyendo una bomba en un tren Toulouse-París y otra en los almacenes Tati, de la calle Rennes. Todos ellos con víctimas.
Mi anfitrión francés no era alguien a quien tomarse mucho en serio. En aquel tiempo, la Comunidad Económica Europea estaba en tránsito para convertirse en una Unión, con su moneda y todo, España y Portugal estaban en negociaciones para unirse, Yugoslavia no había iniciado aún su proceso de descomposición y en Alemania empezaban a vislumbrarse movimientos centrípetos. Parecía que era posible, y hasta deseable, el hecho de que en un país pudieran convivir diversas etnias, lenguas, culturas y hasta religiones sin romper las costuras nacionales. Así lo creíamos muchos; y sobre todo lo creía la izquierda. Ingenuos.

En el periódico del domingo, unos cuarenta años después, me encontré con un Trump que quiere cerrar las fronteras americanas poniendo aranceles a diestro y siniestro bajo el lema de America First. En Alemania, Alice Weidel, la lideresa de Alternativa para Alemania opera bajo el lema Los alemanes primero y persigue una Alemania sin inmigrantes indeseados y guardiana de sus esencias. En Italia andaban de elecciones y me informo de que la Liga Norte ha dejado de ser tal para ser una Liga que abarca todo el país y que ha dejado, quizá temporalmente, el propósito de independencia de Padania por el eslogan Italia para los italianos y cuyo objetivo es liberarse de los inmigrantes con acuerdos de repatriación y otras artimañas. El líder, Matteo Salvini, divorciado y padre de dos hijos, congregó en la Plaza del Duomo de Milán a las familias de “italianos de bien”, sacó un rosario, un Evangelio y juró el cargo de Primer Ministro en una grotesca pantomima que me recuerda la proclamación de otras repúblicas exclusivistas que tenemos aún más cerca.

La tribu está de moda. El nacionalismo hoy no es expansivo, como lo fue en el siglo XX. Salvini no quiere Libia ni Etiopía para Italia. Lo que quiere es que Italia se mantenga pura, sin libios ni etíopes. Alice Weidel no quiere la expansión de Alemania ni la anexión de otros territorios. Por el contrario, lo que quiere es salir del Euro, deshacer la Unión Europea y dejar Alemania para los alemanes. Los catalanes no quieren conquistar el Mediterráneo. Hasta parecen haber renunciado momentáneamente a los Països Catalans. Solo quieren una patria étnica, cultural y lingüísticamente pura. Todos parecen querer lo mismo: guardar las esencias y contaminarse lo menos posible con sangre, cultura, lengua y religión ajenas. Cada cual a su tribu y a cada tribu su territorio.
Siempre nos quedará Suiza. Esperemos que no acabe como el Líbano y puedan disfrutar de su proverbial aburrimiento los prosistema (urdangarines), las antisistema (annas gabrieles) y los mediopensionistas.

Román Rubio
Marzo 2018


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