EL ENVOLTORIO
En ocasiones El Comidista de El País prepara pruebas a ciegas
de productos. Los aceites, refrescos de cola, leche o agua son dados a probar
por el personal y/o por los especialistas desprovistos de su envase para su
evaluación. Los resultados suelen ser sorprendentes: el público en general y, a
menudo, los especialistas, establecen un orden tan aleatorio en lo que se
refiere a sabor o calidad como lo podría haber hecho un chimpancé o el mismo
azar sin necesidad de prueba alguna: la marca blanca del supermercado, de un
par de euros la botella, a menudo es evaluada por encima de marcas de renombre
con precios de dos dígitos si se las presenta sin el envoltorio. Y, lo que es
todavía más curioso, no parece que los especialistas acierten más que los
clientes de a pie. Solo se distinguen, eso sí, en la palabrería con que
acompañan el veredicto. Ya saben: que si frutos del bosque y reminiscencias de setas
y hojarasca de otoño que dejan un ligero amargor en no se qué parte del paladar
y cosas así.
Joshua Bell es uno de esos violinistas que llenan las salas
de conciertos en actuaciones por las que la gente paga una pasta y aplaude
después a rabiar y grita bravos hasta que consigue el correspondiente bis. Un
virtuoso del instrumento. En 2007, el periódico The Washington Post, tres días
después del exitoso concierto del músico en el Boston Symphony Hall, le convenció
de que, vestido con unos vaqueros y una gorra, interpretara a Brahms con su
violín de 3 millones de euros en una concurrida estación de metro de
Washington. Pasaron más de 1.000 personas delante de él mientras duró la
actuación. Pararon seis o siete a escuchar alguna parte de la ejecución y solo
una persona se le acercó para interpelarle y darle las gracias, y eso, porque le
reconoció. Le había visto actuar en la Biblioteca del Congreso.
Un experimento similar tuvo lugar en Nueva York. Un día de octubre de
2.013, Banksy, el famoso artista inglés, instaló junto a Central Park y durante
un solo día, un puesto de venta de láminas auténticas de su autoría, firmadas
por él, por el módico precio de $60 la pieza. Naturalmente, sin ningún tipo de
anuncio. El hombre que atendía el stand fue filmado aburriéndose
casi todo el día por falta de clientes. Los turistas pasaban ignorando por
completo el producto. A mediodía, una mujer compró dos para la habitación de
los niños, no sin antes regatear y obtener un descuento de dos por uno. Otro
hombre, que dijo estar decorando su apartamento vacío de Chicago, compró cuatro
y una turista de Nueva Zelanda dos más. Eso fue todo. En total se obtuvo $420.
Cada obra estaba valorada en el mercado en unos $30.000.
Todo viene envuelto en su envoltorio y precedido
por una reputación creando una expectativa que determina la acogida y la
calidad de un producto, una persona, un paisaje o un evento. Hay que sacar la
entrada (cara, a ser posible) de la sala de conciertos y dejarse influir por la
fama del intérprete para poder apreciar a Brahms en su plenitud. La mordaz
ironía de una lámina, incluso firmada, no es suficiente para su adquisición si
no viene precedida por el reconocido nombre del autor y el sabor de una
primerísima y cuidada prensa de las mejores olivas no parece determinar la
calidad de un aceite si no viene embotellado en su prestigioso envase y marcado
con un alto precio.
He estado fuera unos días. Salí con Rajoy y a la
vuelta me he encontrado con otro tipo en la Moncloa y con un nuevo gobierno de
ministras y ministros. Han sido bien acogidas/os. Vienen con un buen
envoltorio, precedidos de muy buena reputación en sus distintos campos. Les
deseo, sinceramente, lo mejor.
Román Rubio
Junio 2.018
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