BLASFEMIAS
Oí contar a mi padre que en los remotos años 20 del siglo
pasado, había llegado a conocer la línea de diligencia que comunicaba a diario
Albarracín y Teruel. Al gobierno del carruaje había un tipo entrañable y
endurecido por el clima inclemente de los llanos de Teruel. El personaje tenía algunos
vicios y otras tantas virtudes. Entre los vicios se contaban el continuo tiento
a la bota de vino que siempre colgaba del pescante (no existían restricciones
de alcohol para los conductores hace un siglo) y el vocabulario blasfemo e
irreverente con que celebraba cada incidencia concerniente a las ruedas del
carruaje, las condiciones del terreno o la disposición de las mulas. Entre las
virtudes se contaban el hecho de que ofrecía la bota a cualquiera que la
quisiera tentar y de que, después de maldecir todo lo sagrado que existía en la
cúpula de los cielos y en los lugares más sagrados de las iglesias y catedrales
por un quítame esas pajas, se giraba
y, si veía alguna remilgada señora o cura entre el pasaje, decía: “con perdón”,
para seguir mentando a todos los habitantes del cielo en el siguiente bache.
Hace poco que el actor Willy Toledo ha sido detenido por
cagarse en dios. Bueno, en realidad era por no presentarse ante el juez ante el
que debía prestar declaración por haber dicho esto y otras cosas por el estilo
en su defensa de las mujeres que protagonizaron en Sevilla la procesión de la
Anarcofradía del Coño Insumiso. Si hubiera que haber encarcelado en este país
de blasfemos a cada uno que se hubiera cagado en dios, la virgen o el copón
bendito, las cárceles habrían estado a rebosar en todo momento. No es eso. Se
trata de que el actor es justo lo contrario que el carretero de Albarracín.
Siendo como es (o así lo parece) una persona instruida, culta y hasta bien
hablada, solo blasfema con el propósito de molestar. Lo que en boca del
entrañable y honesto carretero era un colorido homenaje a la espontaneidad y al
disparate de vivir, en la del actor se convierte en una impostura sin sustancia
ni autenticidad.
No tengo nada contra de
la blasfemia ni los blasfemos. Yo mismo uso de tan catártico recurso cada vez
que me cojo el dedo en una puerta, pero no me gustan los que lo hacen
escuchándose o voceándolas para que se les escuche, haciendo de ello un acto
político y arrogándose después el papel de mártires.
No solo de religión vive el hombre. Los símbolos nacionales
(banderas, himnos y demás parafernalia) también cuentan. Hay quien decide
amarlos (no hay más que ver nuestro país, o algunas de sus partes) y hay quien
no.
En Australia, una niña de nueve años fue recriminada en su
escuela por no levantarse mostrando respeto al himno nacional. ¿Y la razón? Por
no respetar a los pueblos aborígenes del continente. “Será aborigen, ella”
—dirán ustedes—. Pues no. Es blanca como el nácar y de ascendencia de Europa
del norte (se apellida Nielsen), lo que no impide que esté enfadadísima con el
hecho de que “sus” tatarabuelos (y no los míos o los tuyos, lector) ocupasen un
continente en medio del Pacífico Sur, marginando a sus habitantes autóctonos. Alega
que la línea del himno que dice “Advance
Australia Fair” es injusta con los aborígenes, puesto que “Fair” se refiere
a “rubio” o “blanco”, obviando que también puede significar “justo”, que ambas
lecturas son correctas.
Otra cosa que la niña no sabe (o no comprende) es que no hay
“habitantes autóctonos”. Sus propios orígenes —en parte, británicos— son muy
mestizos: unos celtas que fueron dominados por unos romanos que, en un momento
dado, fueron invadidos por unos pueblos germánicos (anglos, sajones y jutos) y
unos vikingos y que después serían dominados a la fuerza por unos normandos
(estos froggies…).
Como ven, no hay verdades absolutas sino falta de
perspectiva. O perspectivas viciadas, vaya.
Román Rubio
Septiembre 2018
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