martes, 20 de noviembre de 2018

LLUVIA


LLUVIA






“…Y se abrieron las compuertas de los cielos; y llovió a torrentes sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches”.

Génesis (7:2)


Llovió una barbaridad. En el Génesis, digo. Aquí también, pero no hay comparación. Nada que ver con los cuarenta días y cuarenta noches que vio llover Noé desde su arca-zoológico.

 “Fueron aumentando cada vez más las aguas sobre la tierra, y cubrieron los montes más altos que hay debajo de todos los cielos. Las aguas subieron quince codos por encima de los montes y quedaron estos totalmente cubiertos”.

¿Ven cómo nos quejamos de vicio? Eso era lluvia de verdad y no lo que acabamos de pasar. Claro que las consecuencias tampoco tuvieron nada que ver con lo de hoy:

“Toda carne que se movía por la tierra pereció: aves, ganados, animales salvajes y todo ser que pululaba sobre la tierra y todo hombre”.

Hasta que:

Se acordó Dios de Noé, de todos los animales y de todas las bestias que estaban con él en el arca. Entonces hizo pasar Dios un viento sobre la tierra y fueron descendiendo las aguas”.

 Menos mal que se acordó y mandó un poniente seco. ¿Qué habría sido del mundo de no haberse acordado Yahveh de que Noé llevaba aburrido 40 días y cuarenta noches viendo llover por el ventanuco? Gracias a que Noé, previsor él, llevaba comida almacenada para su familia y los animales.

Y así acabó la película:

“Cerráronse las fuentes del abismo y las compuertas de los cielos, y cesó la lluvia torrencial de los cielos”

La lluvia había terminado (gracias al hallazgo memorístico de Yahveh) pero ¿se podía saltar del arca e irse cada uno por su lado? En absoluto.

“En el mes séptimo, el día diecisiete del mes, se posó el arca sobre los montes de Ararat. Y siguieron disminuyendo las aguas hasta el mes décimo; y en el mes décimo, el día primero del mes, aparecieron las cimas de los montes.

¡Hurra! ¡Tierra! Gritó el de Triana, engalgado en la cofa del palo mayor. Ya era hora de acabar con el aburrimiento insoportable de estar confinados en aquel cuchitril con rinocerontes, serpientes y cucarachas.

“Al cabo de cuarenta días abrió Noé la ventana del arca y soltó un cuervo (…) Soltó después una paloma (…) Esperó aún otros siete días y soltó otra vez la paloma fuera del arca. Por la tarde regresó a él la paloma con una hoja de olivo en su pico…”

Parece que la historia del chubasco había acabado, pero no fue así del todo. Una vez secada la tierra aún hubo de transcurrir un mes para que el Ciudadano Justo recibiera la orden del Ser Omnisciente de salir con su familia y los animales de la embarcación.
Aunque, a decir verdad, las referencias temporales hay que ponerlas en entredicho, sobre todo teniendo en cuenta que Noé era hijo de Lámek, que había sido engendrado por Matusalén cuando este tenía ciento ochenta y siete años —un adolescente, si tenemos en cuenta que vivió seiscientos ochenta y dos más—. El mismo Noé tenía quinientos años cuando engendró a Sem, Cam y Jafet, todo un prodigio de fecundidad y vigor de una tardía juventud.

En todo esto me dio por pensar anoche cuando, lloviendo, me dispuse a tomar un autobús para volver a casa. En la paraba indicaba que el tiempo de espera era de nueve minutos. ¡Nueve minutos en la Gran Vía para el primero de las múltiples líneas que hacen el recorrido!
¿Lo ven? Todo es muy relativo. Fue pensar en Noé y se esfumó toda sombra de enojo para con la EMT y con el mundo. Nueve minutos. ¿En qué clase de seres nos estamos convirtiendo? Según datos proporcionados por Google y Microsoft, empezamos a abandonar una página de internet si tarda en cargarse más de 250 milisegundos —en 2006 eran cuatro segundos— y un vídeo si tarda dos segundos en comenzar, según un estudio sobre una base de datos de 23 millones de vídeos visionados por cerca de siete millones de personas. Y el estudio es de 2012. ¿Cuál será ahora el umbral de nuestra paciencia? O mejor, ¿qué expectativas tenemos de un vídeo al que no le damos ni dos segundos para abrirse?

Piénsenlo. Y piensen en Noé; en su fe, en su determinación, en su bendita paciencia y en sus proezas fecundadoras. ¡A los quinientos años! ¿Habrase visto?

Román Rubio
Noviembre 2018


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