miércoles, 30 de enero de 2019

VOX (Populi)


VOX (Populi)




Seguramente el nombre de Fynnon Garw no les dirá nada, con lo que les haré memoria: se trata del pequeño pueblo galés al que llegan dos cartógrafos del ejército británico (Hugh Grant y Ian McNeice, en pantalla) a medir el terreno y dan a los paisanos la noticia de que el monte que tienen junto al pueblo no llega a ser una montaña y se queda en la categoría de colina, ya que le falta unos metros para alcanzar los 1000 pies (305 metros) que la Royal Geografical Society determina como  necesarios.
Recordarán el desenlace: los ofendidos vecinos, espoleados por sus improvisados líderes (¿populistas?), el cura y el cantinero, se conminan a añadir un promontorio en la cima que elevara la cumbre por encima de los mil pies y conseguir así la categoría de montaña.
La película El inglés que subió una colina, pero bajó una montaña es una alegoría perfecta sobre la condición convencional del lenguaje. El monte es el mismo, pero su denominación depende de que usted y yo nos pongamos de acuerdo en cómo llamarle, y en el caso de la Geographical Society, son ellos (esa élite de ingleses arrogantes) los que lo deciden, para humillación de los buenos galeses.

En eso andaba yo pensando el otro día cuando escuché por la radio que en España hay un ministerio que se llama Ministerio para la Transición Ecológica. Nada menos. Y me preguntaba qué tenía de malo lo de Ministerio de Medio Ambiente, en mi opinión una denominación más completa, exacta y menos pretenciosa y amanerada. Me recordó aquello de cambiar el Ministerio de la Guerra por el de Defensa, aunque sea para atacar a “enemigos” como Irak.

Vivimos un momento en el que los símbolos y las convenciones parecen tan importantes o más que los propios hechos hasta el punto de que, según he leído en The Guardian, se acaban de publicar ediciones de Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain (para uso escolar, pero no solo), en que la palabra nigger (negro) ha sido sustituida por otras más blanditas, con connotaciones menos ofensivas para los oídos de hoy. No sé si son conscientes del hecho: Mark Twain era un individuo antirracista. En su vida real se significó por sus iniciativas a favor de la integración de los negros y de la mejora de sus condiciones de vida y sus novelas tienen el antirracismo en sus tesis, pero ¡ay, amigo!, le falla el lenguaje. Fue incapaz, al escribir sus libros, de adivinar que su lenguaje era políticamente incorrecto, aunque fuera un siglo antes de que apareciera, siquiera, el término.

En otros artículos me he referido al hecho de que patriota y nacionalista era exactamente lo mismo, visto desde un lado u otro de la frontera. Hoy me referiré al término populismo, que según la RAE no es sino una “Tendencia política que pretende atraerse a las clases populares”, lo que, no sé a ustedes, pero a mí me suena una aceptable definición del concepto de democracia, ya que esta se basa en la hegemonía de la mayoría y las “clases populares” (y no las élites) son la mayoría, de momento. Pregunten, sin embargo, a sus conocidos por el significado de “populismo” y verán las variadas y pintorescas versiones que obtienen.
Y de populista se tacha a VOX. Correcto. Lo que no sé es si se trata de una descalificación o de un cumplido. Y a continuación se le tacha de “extrema derecha”, lo que no me parece ni exacto ni una buena denominación. Si “extremo” es lo más de lo más, ¿cómo llamar, pues, a los violentos? ¿Recuerdan a los seguidores de Blas Piñar?, ¿y a los que salen en mi ciudad (Valencia) en determinadas fechas a insultar y agredir a quiénes se manifiestan pacíficamente? ¿Qué son esos, “extremísima” derecha? Es lo que tienen los adjetivos, los cuantificadores y los otros. Quienes escribimos, ya sea de manera profesional o por afición, sabemos de lo tramposos que son y de la moderación y prudencia con que hay que usarlos. De otro modo, se corre el riesgo de trivializar y devaluar los términos, de vaciarlos de contenido.   


Román Rubio
Enero 2019





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