FILÍPICAS FILIPINAS
El presidente Duterte de Filipinas quiere
cambiar el nombre del país, Filipinas, por Maharlika, que hace referencia al
pasado prehispánico del archipiélago. Con ello quiere borrar la huella colonial
hispánica: El nombre de Filipinas se debe al explorador español Ruy López de
Villalobos, que bautizó así a las islas en honor a Felipe II, entonces Príncipe
de Asturias
La huella colonial francesa del vecindario
ya fue eliminada hace años cuando Indochina se convirtió en Vietnam, Laos, Camboya
y Birmania, digo… Myanmar. Las Islas Cook, en el Pacífico, están también en
trámites de cambio de nombre intentando dar un contenido maorí a la
denominación, lejos de referencias coloniales, aunque su vicepresidente, Mark
Brown, no parece tenerlo claro.
Otra herencia desgraciada parece ser la de
Colón, de quien, más o menos, todo el mundo reniega. Hace poco que en Los
Ángeles se retiró una estatua del personaje que “descubrió” América, un lugar
que, según muchos blanquitos (y hasta negros) ciudadanos del lugar, no tenía
ningún interés en ser descubierta. No sería de extrañar que la alcaldesa Colau
propusiera la sustitución de la estatua del navegante y la plaza homónima
barcelonesa por algún personaje de su agrado —al fin y al cabo, ya lo hizo a
unos metros de allí sustituyendo “por facha” al Almirall Cervera (el de la
Armada de Cuba) por el actor Pepe Rubianes, cuyo sustrato ideológico pasaba la
prueba del algodón—. Al parecer, el almirante se hizo “facha” años antes del advenimiento
del fascismo. También lo tiene a huevo Colombia que podría renegar de su pasado
colonial (al menos en lo del nombre) y que mira con envidia a Bolivia, cuyos
habitantes viven acogidos bajo el manto del Libertador (criollo descendiente de
guipuzcoanos, eso sí, pero nadie es perfecto).
Los cambios de nombre son cosa divertida. Yo
todavía llamo Caudillo de cuando en cuando a la plaza principal de mi ciudad —que
tiene el honroso nombre de Plaça del Ajuntament—, en parte por descuido o
pereza y en parte por desvincular el significante del significado.
Hay calles que tienen suerte con el nombre y
otras que no, como las personas. En mi ciudad a la que yo conocí como Avenida
de José Antonio se la había denominado antes Avenida 14 de abril y hoy se tiene
que conformarse con el deshonroso Avinguda del Antic Regne de València. ¿Antic?
¿Por qué Antic y no Regne de València? Supongo que porque la timorata derecha
local no quería molestar a la monarquía con algo que se saliera del “rey no hay
más que uno”.
La aburrida, por lo recta, Avenida del
Puerto ha tenido suertes diversas. Fue Avenida de Lenin durante la República y
se convirtió en Avenida del Doncel García Sanchiz en la Dictadura, aunque dudo
que nadie, excepto los carteros, la llamara nunca así. ¿Que no saben quién fue
tal doncel? Pues se trataba de un grumete muerto en el hundimiento del barco
Baleares, en la Guerra Civil, hijo único de un tal Federico García Sanchiz,
académico valenciano y de profesión “charlista” (mezcla de conferenciante y
monologuista), modalidad muy popular en la época en la que el tal Federico
parecía ser meritoria figura.
El Paseo Blasco Ibáñez nació con el bonito
nombre de Paseo al Mar, convertido en Paseo de la Unión Soviética durante la
República y la Plaza de Cánovas fue la de la Generalitat Catalana en el periodo
republicano (imaginen el pasmo que ocasionaría hoy tal nombre en ese sector de
la población en el que usted y yo estamos pensando). Y mi favorita: la Gran Vía
Marqués del Turia se llamó en el periodo republicano Gran Vía Buenaventura
Durruti. “¿Quieres Marqués? Pues toma dos platos”.
Román
Rubio
Marzo
2019
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