MICK JAGGER
Mario Vargas Llosa dijo en una entrevista que Gabriel García
Márquez le había deslumbrado con sus Cien
años de soledad y reconocía que fue el más grande de todos los de su
generación precisamente por ello, pero que después de ese libro se convirtió en
alguien que trataba de parecerse a García Márquez, que se limitó a copiarse a
sí mismo. No sé cuanto de sincero hay en esa declaración de Vargas Llosa ni qué
parte de la misma está contaminada por celos profesionales, por el hecho de que
consiguiera el Nobel antes que él, por diferencias políticas o por lo que fuera
que motivara el ojo a la funerala que le puso al colombiano de un puñetazo en
un cine de México, pero lo cierto es que algo de razón tenía.
Por muy buen escritor que Gabo fuera, por muchas y muy buenas
páginas que escribiera, nunca llegó a igualar la fascinación con que conquistó
el mundo con aquello de:
Muchos
años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía
había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el
hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava
construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un
lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo
era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas
había que señalarlas con el dedo.
Fue como oír una voz nueva. Una forma deslumbrante de relatar, personal
y única, que nunca habíamos oído antes.
Y lo intentó. ¡Vaya si lo intentó! Y con textos tan valiosos como:
Aprendió
a vivir con esas y con todas las miserias de la gloria a medida que descubría
en el transcurso de sus años incontables que la mentira es más cómoda que la
duda, más útil que el amor, más perdurable que la verdad, había llegado sin
asombro a la ficción de ignominia de mandar sin poder, de ser exaltado sin
gloria y de ser obedecido sin autoridad cuando se convenció en el reguero de
hojas amarillas de su otoño que nunca había de ser dueño de todo su poder.
Hoy he visto en las noticias a un
tipo que se parece mucho a sí mismo. Tiene 75 años, cinco nietos y un bisnieto,
y no ha mucho que le fue practicado un cateterismo para cambiar, reparar —o lo
que quiera que se consiga con ello— una válvula del corazón. Se llama Mick
Jagger, salta y baila como un atleta y luce una forma física admirable, todo
fibra, sin gramo de grasa. Se dice que corre diez kilómetros diarios y hace
muchas horas de ejercicio con un entrenador personal. Luce un tipito admirable
de lejos y si se obvian las arrugas de la cara es difícil determinar quien es
el joven y quien el viejo cuando se le compara con sus vídeos juveniles en
blanco y negro. Sin embargo —como le pasara a Gabo, según Vargas Llosa—, da la
impresión de ser un tipo que se esfuerza en imitarse a sí mismo. Frente a un
espejo intenta —y consigue con notable éxito— reproducir aquellos movimientos
que una vez hacía de manera natural y con los que conquistó el mundo. Le salen
bien, y de lejos (en un escenario) da el pego, pero no es lo mismo. A muchos ya
no nos sorprende y fascina. Al fin y al cabo, no deja de ser un imitador, alguien
que se imita a sí mismo. Aunque le salga muy bien.
Román Rubio
Mayo 2019
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