SÍNDROME
DE ZELIG
Muchos de ustedes
recordarán aquella película del genial Woody Allen (hoy denostado por dudosas
acusaciones) en la que el personaje de Leonard Zelig tiene la capacidad
sobrenatural de cambiar de apariencia adaptándose al medio en que se
desenvuelve. Tan pronto se convertía en el prototipo de un rabino con su barba,
sus tirabuzones y su indumentaria entre los judíos de Brooklyn, como nazi entre
los nazis, gordo entre los gordos o negro entre los negros de Harlem. La
historia está contada de manera ingeniosa como falso documental en el que Mia
Farrow, en el papel de psicoanalista, intenta desentrañar los atributos del
hombre camaleón.
Lo que quizá no sepan
ustedes es que el síndrome de Zelig es una enfermedad real. Una enfermedad de
las llamadas “raras”. Tan “rara” que solo se ha documentado un caso en la
literatura médica. Fue en el Hospital Clinic Villa Camaldoni, en Nápoles. El
tipo en cuestión asumía distintos roles sociales dependiendo del entorno
interpretando el papel que más se adaptaba a la situación, ya fuera el de
médico entre médicos o psicólogo entre psicólogos. Los especialistas
atribuyeron el desvarío a una inhibición del lóbulo frontal (donde reside la
identidad) por hipoxia frontotemporal.
Debo confesar que yo
tengo algo de Zelig. Me he sentido vasco en un frontón de un pueblo vizcaíno y
baturro casi cada vez que escucho una jota, cowboy
en los corrales del mercado de ganado en Oklahoma mientras suena música country y fallero con un nudo en la
garganta cuando veo desfilar a las comisiones en la ofrenda a la Mare de Deu. Ayer, una persona de mi
familia compartió por internet fotos y video de una competición de sumo en Kioto
y sentí nostalgia de no estar allí, en ese entorno de kimonos, ideogramas,
tragos de sake, árbitros disfrazados de samuráis, puñados de sal al aire y
palmadas en los muslos de los hombres gordos. Creo que hasta me sentiría
japonés entre todos esos rituales y
folclóricas usanzas.
Me siento escocés
cuando cantan el himno en el estadio antes de un partido de las Cinco Naciones
contra Inglaterra (para mí nunca ha habido más de cinco en el torneo) y me
emociono cuando salta al campo Boca en un partido decisivo contra River. Adoro
Sevilla y las quinientas mil sevillanas haciendo sus posturitas al ritmo de la
música a poco que me tome unos rebujitos y se me hace un nudo en la garganta
oyendo el ruido de la muleta arrastrándose por la arena de una silenciosa
Maestranza. Hasta me dan ganas de rezar mirando a La Meca cuando entro a una mezquita.
Y el ambiente de una plaza de pueblo cuando hay una exhibición de castellers acompañados por la música de
las dolçainas me subyuga.
Sí, ya sé que no es
normal emocionarse con los roles de cowboy, sevillana, fallero, pelotari,
torero o japonés, que los hombres sensatos deben elegir pero, ¿qué le vamos a
hacer? Los Zelig somos así.
Y, sobre todo, detesto
a quienes “solo” dicen apreciar y emocionarse con la música country, las
sevillanas, la boina y el frontón o los castells,
en especial si acaban por creerse que “lo suyo” es lo mejor y miran por encima
del hombro lo de los otros. Se pierden todo lo demás y a los Zelig nos
menosprecian, por tibios, desleales y poco patriotas.
¡Vivan los Zelig de
este mundo!
Román Rubio
Mayo 2019
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