lunes, 27 de mayo de 2019

SÍNDROME DE ZELIG


SÍNDROME DE ZELIG




Muchos de ustedes recordarán aquella película del genial Woody Allen (hoy denostado por dudosas acusaciones) en la que el personaje de Leonard Zelig tiene la capacidad sobrenatural de cambiar de apariencia adaptándose al medio en que se desenvuelve. Tan pronto se convertía en el prototipo de un rabino con su barba, sus tirabuzones y su indumentaria entre los judíos de Brooklyn, como nazi entre los nazis, gordo entre los gordos o negro entre los negros de Harlem. La historia está contada de manera ingeniosa como falso documental en el que Mia Farrow, en el papel de psicoanalista, intenta desentrañar los atributos del hombre camaleón.

Lo que quizá no sepan ustedes es que el síndrome de Zelig es una enfermedad real. Una enfermedad de las llamadas “raras”. Tan “rara” que solo se ha documentado un caso en la literatura médica. Fue en el Hospital Clinic Villa Camaldoni, en Nápoles. El tipo en cuestión asumía distintos roles sociales dependiendo del entorno interpretando el papel que más se adaptaba a la situación, ya fuera el de médico entre médicos o psicólogo entre psicólogos. Los especialistas atribuyeron el desvarío a una inhibición del lóbulo frontal (donde reside la identidad) por hipoxia frontotemporal.

Debo confesar que yo tengo algo de Zelig. Me he sentido vasco en un frontón de un pueblo vizcaíno y baturro casi cada vez que escucho una jota, cowboy en los corrales del mercado de ganado en Oklahoma mientras suena música country y fallero con un nudo en la garganta cuando veo desfilar a las comisiones en la ofrenda a la Mare de Deu. Ayer, una persona de mi familia compartió por internet fotos y video de una competición de sumo en Kioto y sentí nostalgia de no estar allí, en ese entorno de kimonos, ideogramas, tragos de sake, árbitros disfrazados de samuráis, puñados de sal al aire y palmadas en los muslos de los hombres gordos. Creo que hasta me sentiría japonés  entre todos esos rituales y folclóricas usanzas.

Me siento escocés cuando cantan el himno en el estadio antes de un partido de las Cinco Naciones contra Inglaterra (para mí nunca ha habido más de cinco en el torneo) y me emociono cuando salta al campo Boca en un partido decisivo contra River. Adoro Sevilla y las quinientas mil sevillanas haciendo sus posturitas al ritmo de la música a poco que me tome unos rebujitos y se me hace un nudo en la garganta oyendo el ruido de la muleta arrastrándose por la arena de una silenciosa Maestranza. Hasta me dan ganas de rezar mirando a La Meca cuando entro a una mezquita. Y el ambiente de una plaza de pueblo cuando hay una exhibición de castellers acompañados por la música de las dolçainas me subyuga.

Sí, ya sé que no es normal emocionarse con los roles de cowboy, sevillana, fallero, pelotari, torero o japonés, que los hombres sensatos deben elegir pero, ¿qué le vamos a hacer? Los Zelig somos así.

Y, sobre todo, detesto a quienes “solo” dicen apreciar y emocionarse con la música country, las sevillanas, la boina y el frontón o los castells, en especial si acaban por creerse que “lo suyo” es lo mejor y miran por encima del hombro lo de los otros. Se pierden todo lo demás y a los Zelig nos menosprecian, por tibios, desleales y poco patriotas.

¡Vivan los Zelig de este mundo!


Román Rubio

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