EL
BUEN SALVAJE
El mito es bastante antiguo. Las primeras consideraciones
sobre la bondad del individuo incontaminado por la sociedad provienen de la
época del descubrimiento de América por los españoles, desarrollado y
universalizado siglos después por la Revolución Francesa que se basó en las
ideas de Locke, Montaigne y, sobre todo, de Rousseau, para difundir la idea de
la pureza del humano que vive en la naturaleza sin adulterar, mito
favorecido por la literatura y la imaginación de ciertos autores como el caso de
Tarzán o de Mowgly, en El libro de la
selva, y contradicho por los casos documentados de los niños salvajes Victor
de Aveuron y Gaspar Hauser.
El buen salvaje sigue manteniendo su pureza cuando
vive en “sociedades primitivas”, una especie de Arcadia feliz que por la
debilidad de sus estructuras sociales contaminan menos la naturaleza bondadosa
del individuo que las pérfidas “sociedades civilizadas”.
Todo esto me vino a la cabeza cuando leí en el
periódico del jueves que “Un grupo de arqueólogos encuentran 227 cadáveres de
menores de entre 4 y 14 años sacrificados en un rito precolombino en la costa
norte del Perú”. Los esqueletos, de 1.200 o 1400 años de antigüedad, constituyen
el mayor hallazgo de restos de sacrificio de niños en la América precolombina.
Pero no el único. Ni el más moderno.
En junio de 2018 se descubrieron restos de 56 niños
en Pampa la Cruz, a solo dos kilómetros de Huanchanquito, lugar donde en Abril
de 2018 se descubrieron 140 niños y 200 llamas sacrificados en un ritual de la
cultura Chimú, en la costa norte de Perú, al parecer ejecutado con la finalidad
de aplacar las catástrofes naturales ligadas al fenómeno climático El Niño, que
—como diría Rajoy— tampoco es cosa moderna.
Según las pruebas con radiocarbono sobre cuerdas y
textiles llevadas a cabo por National Geographic, los hechos se produjeron
entre 1400 y 1450, un siglo antes de la conquista de Pizarro (1532) superando
el hasta entonces mayor hallazgo de enterramiento infantil producto de
sacrificios rituales (42 niños) encontrados en el Templo Mayor de la capital
azteca de Tenochtitlán (actualmente, Ciudad de México)
No voy a
justificar aquí el hecho de la brutal conquista de las tierras americanas por la
Corona española. Se mató y expolió, pero también se mejoró la vida en muchos
aspectos. Y no solo en lo que respecta a los sacrificios humanos. El
intercambio tecnológico colombino fue bueno para todo el mundo, el de aquí y el
de allá.
¿Qué sería de Europa sin patatas, por ejemplo; o
sin pimientos, chocolate, maíz o alubias? Es difícil imaginar Asturias sin
fabada, pero también una Colombia sin café, una Argentina sin gauchos a caballo
ni vacas que cuidar ni bifes para echar a la brasa. Y ni siquiera un par de
Quilmes para refrescar el gaznate.
¿Y el sofrito, fundamento de todos los guisos de la
popular “cocina mediterránea”?
En algún momento, en algún lugar del Atlántico dos
barcos se cruzaron: uno traía tomates y otro llevaba cebollas y aceite de
oliva. Había nacido el sofrito, la base de cualquier guiso que se precie.
Es verdad que los españoles de la época llevaron un
regalo envenenado que diezmó la población autóctona: la viruela; pero ellos,
para no ser menos, devolvieron el “regalo” con una plaga no menos letal: el
tabaco.
Hagamos del sofrito el símbolo del comercio y el
intercambio entre civilizaciones.
Román Rubio
Agosto 2019